Su
mirada chocaba con el confín marcado por la curvatura de la Tierra. Estaba
apartada del grupo numeroso de gente que la contemplaba con el pasmo que
hubiera suscitado la aparición de una sirena. Las olas lamían sus tobillos, y
el sol, arrepentido de sus infidelidades de la víspera, derramaba su dulzura
sobre el arenal. Los partes meteorológicos aseguraban que ese día no habría
sorpresas ni en el océano ni en el desierto. Los guardacostas habían reunido
efectivos y emprendido la búsqueda que la anterior borrasca no había permitido.
Los latidos del corazón de Rebeca habían aminorado su ritmo como el de un oso
en la invernada. ¿Dónde estaba Melody, dónde Jem? Era cuanto le importaba
saber.
De
todos los que contemplaban a la centinela solitaria de la playa, las tres
arpías que antes se declaraban sus amigas (Anne Lawrence, Shana Merton y Alice
Stevenson) no salían de su estupefacción. ¡La pornográfica de nuevo en San Juan! Y resultaba tanto más
escandaloso apreciar los halagos que le hacían el sol, los reflejos del mar y
la tenue brisa que sucedió a la tempestad. Estaba bellísima. Así debían de ser
los demonios, que para arrastrar las almas puras a la perdición, asumían una
apariencia angelical. Las tres comadres, beatas de puertas para afuera,
ahogaban con soflamas de rencor todo asomo de la piedad que se les presuponía
so color de su filiación cristiana.
Las
tres estaban quedando indudablemente arrinconadas. El resto de concurrentes a
la playa observaban a Rebeca con incuestionable admiración. Ella era como la
roca que en mitad de los cantiles resiste impertérrita los embates de las olas.
Sus ojos lloraban sin lágrimas; sus brazos caídos, despojados de energía, vencidos
por el desánimo que trae aparejado la incertidumbre. Su hija, su marido, tal
vez engullidos a esa hora por la voracidad del océano.
Nadie
se atrevía a acercarse adonde ella estaba. Hubo un tiempo en que muchos de los
presentes la despreciaban al unísono; ahora sólo la despreciaban las que antes
eran sus compañeras en las actividades parroquiales, las tres meapilas de
mister Seygfried. Enseguida se corrió la voz de que aquélla se había casado con
Jeremías Sandoval y que los dos querían recuperar con apremiante anhelo la
custodia de la hija de entrambos. Planteado así, resultaba cuando menos
conmovedor.
No
había noticias de los guardacostas. Alguien estaba intentando establecer
contacto con ellos por medio de una llamada de teléfono celular, y ni por ésas.
La desesperación se palpaba en el ambiente.
Rebeca
se abstrajo de todas las hablillas que la brisa llevaba a sus oídos. Estaba
pendiente de las evoluciones del horizonte: un cambio de coloración en el
cielo, alguna nube desarbolada, la presencia de gaviotas, la isla de Santa
Catalina sugiriéndose tras la bruma luminosa del mediodía, las embarcaciones de
pesca y las de recreo. Rebeca no tenía más razón de vida que averiguar lo que
se ocultaba tras la curvatura del horizonte. Las aguas cabrilleaban con el buen
tiempo, creando impresión de destellos de esmeraldas y praderas lavadas por la
lluvia.
Finalmente,
la extraña tensión que mantenía oprimido su pecho, se identificó como
expectación tan pronto un conjunto de tres embarcaciones asomó por la lejanía
del océano. Al cabo de un rato se hizo posible identificarlas: dos patrulleras
de los guardacostas flanqueando… ¡la barca de Jem!
Una
exclamación de aliviado estupor se liberó de los labios de Rebeca, que
enseguida encontró eco en el resto de los circunstantes. Parecía que no bogaba
sobre las aguas otra embarcación que la de Jem; todas las miradas se
focalizaban en ese punto. Y se distinguió un enjambre de niños que erguían sus
cabezas por encima de la borda, alzaban sus brazos, agitándolos como juncos
mecidos por el viento, y empezaban a prorrumpir en gritos de alborozo.
Los
recuerdos más distantes no se remontaban a una alegría similar a la que se
vivió ese día en San Juan Capistrano. ¡Los niños perdidos regresaban a casa!
Rebeca sintió que le daba un vuelco el corazón al identificar las facciones de quien
creía era su hija. Se había hecho una mujercita en todos esos años de ausencia.
Rebeca recordaba haber tenido de niña la melena como su hija la ostentaba
ahora: de un castaño sedoso y refulgente, aclarado por el sol de California.
Fijándose en su tórax, se le adivinaba un cuerpecillo espiritado, sin una
molécula de grasa, talmente como Rebeca lo tuviera en su niñez… La emoción era
grande, profunda, irrevocable…
Las
tres embarcaciones fondearon en el muelle. Los niños abandonaron la de Jem,
secundados por éste mismo y el párroco. Los niños encontraron brazos que los
acogieran, salvo Melody, que enseguida se dio la vuelta y acudió al encuentro
de su padre. Rebeca comenzaba a aproximarse.
–Papá,
¿dónde está mi mamá? –preguntó la niña con voz trémula.
Jem
mostraba en el rostro una expresión taciturna, fiel trasunto de la de mister
Seygdried. El cansancio hacía mella en los dos hombres.
–Aquí
tienes a tu madre –dijo Jem con turbadora solemnidad, haciendo una señal con el
brazo, en tanto que Rebeca les venía a los alcances.
Melody
volvió a girarse sobre sus talones. Se sentía intimidada. El instinto no la
impulsaba a buscar el abrazo de la que le dio la vida. Envuelta por la mirada
de la mujer, abatió impulsivamente la suya propia.
–Melody
–dijo Rebeca con la voz desfallecida de amor.
–Es
tu madre –recalcó Jem, temiendo que se repitiera la escena del día que los de
Asuntos Sociales se llevaron a la niña.
–Melody,
apúrate –terció Shana Merton con mirada vulpina–, tenemos que volver a casa con tus compañeros.
Rebeca
se horrorizaba al imaginar que su hija pudiera estar sujeta en la casa de
acogida a la influencia de una sierpe como Shana Merton, a cuya demanda se
unieron las no menos viperinas Ann Lawrence y Alice Stevenson. La niña estaba confundida;
veía que la que se identificaba como su madre era incomparablemente más hermosa
que las tres amables señoras que tanto cariño repartían entre los niños de la
casa de acogida. Miró a su padre, y vio tristeza en sus ojos. Entonces
comprendió: su padre amaba a su madre, y los dos la amaban a ella, el fruto de
su amor. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas matizadas de rosa.
–Melody,
cariño, vámonos a casa –insistió Shana Merton con afectada untuosidad.
Rebeca
hizo ingentes esfuerzos por combatir la indignación que la impulsaba a poner a
esa beata impertinente en el puesto que le correspondía; verdaderamente, la
sangre le hervía. Pero su instinto le recomendó que guardara la calma a todo
trance.
La
niña se mostraba confundida, no sabía a quién atender. No se atrevía a posar la
mirada en el rostro de su madre, la cual dijo con toda la dulzura de la que fue
capaz:
–Melody, vas a venir con tus padres. Para eso
estamos aquí.
–¡De
eso nada, prostituta! –se interpuso
Shana Merton hecha un basilisco, al tiempo que expelía repugnantes fragmentos
de saliva. Acto seguido, le dijo a Melody–: La parroquia cuidará de ti. Estarás
mejor así.
–La
parroquia va a devolver esta niña a sus padres –intervino Arthur Seygfried con
inapelable firmeza y acento profético, similar al trueno del Sinaí.
–Señor…
–balbució Shana Merton.
–¡Ya
está todo dicho! –enfatizó el cura.
–Pero…
–¡No
hay peros ni trabas burocráticas! Desde este momento no va a haber quien separe
a esta familia.
Apenas
pronunciadas estas palabras, el párroco salió corriendo, todo lo rápido que le
permitía su maltrecha humanidad. Le horrorizaba la idea de que pudieran
agradecerle lo que acababa de hacer. No quería ni pensar en las derivas de su
conciencia; comprendía ahora, con fehaciente claridad, que en los últimos años
su conciencia había estado amordazada del todo.
Jem
fue el único que pudo dar pormenores de la operación de salvamento. Todos le
preguntaban, y hubo quien le rindió alabanzas de héroe. Pero él tenía los ojos
fijos en una sola cosa…
Su
mujer y su hija estaban cogidas de la mano.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
2 comentarios:
Si la literatura debe servir para algo, este algo será para despertar nobles sentimientos. Amigo Julián, gracias por por darnos estos ejemplos que alimentan el corazón.
Un abrazo
Antonio M.
Querido Antonio, tengo por enorme placer y orgullo contar con tu amistad, que ya se extiende en el tiempo. Mi gratitud hacia ti es eterna. La literatura es el refugio de los que como en mi caso no fuimos alumnos aplicados en la vida. Un gran abrazo.
Publicar un comentario