sábado, 12 de marzo de 2016

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (XXIV) - Reunión junto al mar


Su mirada chocaba con el confín marcado por la curvatura de la Tierra. Estaba apartada del grupo numeroso de gente que la contemplaba con el pasmo que hubiera suscitado la aparición de una sirena. Las olas lamían sus tobillos, y el sol, arrepentido de sus infidelidades de la víspera, derramaba su dulzura sobre el arenal. Los partes meteorológicos aseguraban que ese día no habría sorpresas ni en el océano ni en el desierto. Los guardacostas habían reunido efectivos y emprendido la búsqueda que la anterior borrasca no había permitido. Los latidos del corazón de Rebeca habían aminorado su ritmo como el de un oso en la invernada. ¿Dónde estaba Melody, dónde Jem? Era cuanto le importaba saber.
De todos los que contemplaban a la centinela solitaria de la playa, las tres arpías que antes se declaraban sus amigas (Anne Lawrence, Shana Merton y Alice Stevenson) no salían de su estupefacción. ¡La pornográfica de nuevo en San Juan! Y resultaba tanto más escandaloso apreciar los halagos que le hacían el sol, los reflejos del mar y la tenue brisa que sucedió a la tempestad. Estaba bellísima. Así debían de ser los demonios, que para arrastrar las almas puras a la perdición, asumían una apariencia angelical. Las tres comadres, beatas de puertas para afuera, ahogaban con soflamas de rencor todo asomo de la piedad que se les presuponía so color de su filiación cristiana.
Las tres estaban quedando indudablemente arrinconadas. El resto de concurrentes a la playa observaban a Rebeca con incuestionable admiración. Ella era como la roca que en mitad de los cantiles resiste impertérrita los embates de las olas. Sus ojos lloraban sin lágrimas; sus brazos caídos, despojados de energía, vencidos por el desánimo que trae aparejado la incertidumbre. Su hija, su marido, tal vez engullidos a esa hora por la voracidad del océano.
Nadie se atrevía a acercarse adonde ella estaba. Hubo un tiempo en que muchos de los presentes la despreciaban al unísono; ahora sólo la despreciaban las que antes eran sus compañeras en las actividades parroquiales, las tres meapilas de mister Seygfried. Enseguida se corrió la voz de que aquélla se había casado con Jeremías Sandoval y que los dos querían recuperar con apremiante anhelo la custodia de la hija de entrambos. Planteado así, resultaba cuando menos conmovedor.
No había noticias de los guardacostas. Alguien estaba intentando establecer contacto con ellos por medio de una llamada de teléfono celular, y ni por ésas. La desesperación se palpaba en el ambiente.
Rebeca se abstrajo de todas las hablillas que la brisa llevaba a sus oídos. Estaba pendiente de las evoluciones del horizonte: un cambio de coloración en el cielo, alguna nube desarbolada, la presencia de gaviotas, la isla de Santa Catalina sugiriéndose tras la bruma luminosa del mediodía, las embarcaciones de pesca y las de recreo. Rebeca no tenía más razón de vida que averiguar lo que se ocultaba tras la curvatura del horizonte. Las aguas cabrilleaban con el buen tiempo, creando impresión de destellos de esmeraldas y praderas lavadas por la lluvia.
Finalmente, la extraña tensión que mantenía oprimido su pecho, se identificó como expectación tan pronto un conjunto de tres embarcaciones asomó por la lejanía del océano. Al cabo de un rato se hizo posible identificarlas: dos patrulleras de los guardacostas flanqueando… ¡la barca de Jem!
Una exclamación de aliviado estupor se liberó de los labios de Rebeca, que enseguida encontró eco en el resto de los circunstantes. Parecía que no bogaba sobre las aguas otra embarcación que la de Jem; todas las miradas se focalizaban en ese punto. Y se distinguió un enjambre de niños que erguían sus cabezas por encima de la borda, alzaban sus brazos, agitándolos como juncos mecidos por el viento, y empezaban a prorrumpir en gritos de alborozo.
Los recuerdos más distantes no se remontaban a una alegría similar a la que se vivió ese día en San Juan Capistrano. ¡Los niños perdidos regresaban a casa! Rebeca sintió que le daba un vuelco el corazón al identificar las facciones de quien creía era su hija. Se había hecho una mujercita en todos esos años de ausencia. Rebeca recordaba haber tenido de niña la melena como su hija la ostentaba ahora: de un castaño sedoso y refulgente, aclarado por el sol de California. Fijándose en su tórax, se le adivinaba un cuerpecillo espiritado, sin una molécula de grasa, talmente como Rebeca lo tuviera en su niñez… La emoción era grande, profunda, irrevocable…
Las tres embarcaciones fondearon en el muelle. Los niños abandonaron la de Jem, secundados por éste mismo y el párroco. Los niños encontraron brazos que los acogieran, salvo Melody, que enseguida se dio la vuelta y acudió al encuentro de su padre. Rebeca comenzaba a aproximarse.
–Papá, ¿dónde está mi mamá? –preguntó la niña con voz trémula.
Jem mostraba en el rostro una expresión taciturna, fiel trasunto de la de mister Seygdried. El cansancio hacía mella en los dos hombres.
–Aquí tienes a tu madre –dijo Jem con turbadora solemnidad, haciendo una señal con el brazo, en tanto que Rebeca les venía a los alcances.
Melody volvió a girarse sobre sus talones. Se sentía intimidada. El instinto no la impulsaba a buscar el abrazo de la que le dio la vida. Envuelta por la mirada de la mujer, abatió impulsivamente la suya propia.
–Melody –dijo Rebeca con la voz desfallecida de amor.
–Es tu madre –recalcó Jem, temiendo que se repitiera la escena del día que los de Asuntos Sociales se llevaron a la niña.
–Melody, apúrate –terció Shana Merton con mirada vulpina–, tenemos que volver a casa con tus compañeros.
Rebeca se horrorizaba al imaginar que su hija pudiera estar sujeta en la casa de acogida a la influencia de una sierpe como Shana Merton, a cuya demanda se unieron las no menos viperinas Ann Lawrence y Alice Stevenson. La niña estaba confundida; veía que la que se identificaba como su madre era incomparablemente más hermosa que las tres amables señoras que tanto cariño repartían entre los niños de la casa de acogida. Miró a su padre, y vio tristeza en sus ojos. Entonces comprendió: su padre amaba a su madre, y los dos la amaban a ella, el fruto de su amor. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas matizadas de rosa.
–Melody, cariño, vámonos a casa –insistió Shana Merton con afectada untuosidad.
Rebeca hizo ingentes esfuerzos por combatir la indignación que la impulsaba a poner a esa beata impertinente en el puesto que le correspondía; verdaderamente, la sangre le hervía. Pero su instinto le recomendó que guardara la calma a todo trance.
La niña se mostraba confundida, no sabía a quién atender. No se atrevía a posar la mirada en el rostro de su madre, la cual dijo con toda la dulzura de la que fue capaz:
 –Melody, vas a venir con tus padres. Para eso estamos aquí.
–¡De eso nada, prostituta! –se interpuso Shana Merton hecha un basilisco, al tiempo que expelía repugnantes fragmentos de saliva. Acto seguido, le dijo a Melody–: La parroquia cuidará de ti. Estarás mejor así.
–La parroquia va a devolver esta niña a sus padres –intervino Arthur Seygfried con inapelable firmeza y acento profético, similar al trueno del Sinaí.
–Señor… –balbució Shana Merton.
–¡Ya está todo dicho! –enfatizó el cura.
–Pero…
–¡No hay peros ni trabas burocráticas! Desde este momento no va a haber quien separe a esta familia.
Apenas pronunciadas estas palabras, el párroco salió corriendo, todo lo rápido que le permitía su maltrecha humanidad. Le horrorizaba la idea de que pudieran agradecerle lo que acababa de hacer. No quería ni pensar en las derivas de su conciencia; comprendía ahora, con fehaciente claridad, que en los últimos años su conciencia había estado amordazada del todo.
Jem fue el único que pudo dar pormenores de la operación de salvamento. Todos le preguntaban, y hubo quien le rindió alabanzas de héroe. Pero él tenía los ojos fijos en una sola cosa…
Su mujer y su hija estaban cogidas de la mano.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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2 comentarios:

Antonio Morena dijo...

Si la literatura debe servir para algo, este algo será para despertar nobles sentimientos. Amigo Julián, gracias por por darnos estos ejemplos que alimentan el corazón.

Un abrazo

Antonio M.

El jardinero de las nubes dijo...

Querido Antonio, tengo por enorme placer y orgullo contar con tu amistad, que ya se extiende en el tiempo. Mi gratitud hacia ti es eterna. La literatura es el refugio de los que como en mi caso no fuimos alumnos aplicados en la vida. Un gran abrazo.