domingo, 20 de febrero de 2011

Días en Cantabria (y VII): Las maravillas del Cantábrico


Me agradaba terminar las jornadas dando largos paseos por Santander. La noche tardaba en presentarse en aquellas regiones septentrionales, y los colores del verano se iban apagando gradualmente. Eran los dulces momentos en que las golondrinas y vencejos trisaban por encima de los edificios, robándoles el protagonismo a las gaviotas.

Siempre tomaba como punto de partida mi alojamiento en el número 73 de la calle de Fernando de los Ríos. Si optaba por caminar en sentido oeste, había de subir por la Bajada de Rumayor hasta la avenida del General Dávila; pero si me apetecía tirar hacia el este, para encontrarme de inmediato con la vista del mar, debía acometer la bajada por los escalones que conducen hasta la elíptica calle de Blas de Cabrera y desde allí plantarme en la larguísima avenida de los Castros.

Cuando elegía el paseo por el oeste, se me presentaban dos posibilidades. La primera consistía en avanzar a pie enjuto por General Dávila hasta su encuentro con la avenida de Camilo Alonso Vega, que siguiéndola me conduciría hasta Cuatro Caminos, desde donde, enfilando la Alameda de Oviedo y continuando acto seguido por la calle de Burgos y por Jesús de Monasterio, alcanzaría el Paseo de Pereda; luego me metería por la Plaza Porticada y atravesaría los lugares que tanto le gustaba patear a don Marcelino Menéndez Pelayo (entre ellos la plaza del Pombo) hasta el cruce con la calle de Casimiro Sainz. Una vez allí, embocaría el túnel de Tetuán para cerrar el circuito por la avenida de los Castros... La segunda opción se basaba en partir de la Plaza Porticada y emprender la subida por la calle de Santa Clara, dejando a la derecha la parroquia de la Anunciación, en cuyo exterior se solían ver mendigos pernoctando. Las más de las veces me detendría a curiosear las listas de los aprobados en la oposición a profesores de educación secundaria, exhibidas en las venerables puertas del Instituto de Santa Clara, en cuyas aulas diera clases el poeta Gerardo Diego. Y desde allí acometería la subida por la empinada cuesta de la Atalaya hasta alcanzar, con las piernas exhaustas y los pulmones acezantes, la culminación de General Dávila.

La alternativa por el este suponía seguir por la avenida de los Castros hasta los jardines de Piquío, y desde allí ir bordeando el mar (que a esa hora se teñía de un rosa fúlgido), pasando por la plaza de Italia, el arranque de la Península de la Magdalena y la avenida de la Reina Victoria (en cuyas alturas me capturaba la atención la Mansión Botín, con sus inquietantes iluminaciones, propias de una película de terror). En una primera fase, el paseo culminaría en Puertochico. Por fin, o bien tomaba la ruta del túnel de Tetuán o volvía a desafiar las severas pendientes de la Cuesta de la Atalaya.

Una noche unifiqué los dos recorridos, comenzando por la ruta de la avenida de los Castros y siguiendo por la línea de la costa hasta Pereda, las Alamedas, Cuatro Caminos, Camilo Alonso Vega y, por último, General Dávila. Esto representó en suma casi diez kilómetros de paseo, cubiertos en algo menos de dos horas.

Durante aquellas jornadas estivales, se celebraban en el arco de la Bahía de Santander la XVI edición de los Juegos Náuticos Atlánticos, que ese año tenían como escenario la capital cántabra. Al decir de la persona que nos procuraba nuestro alojamiento vacacional, este evento era un modo de enfrentarse a la tan nombrada “Crisis” de 2010, por medio de reactivar el turismo hasta extremos desesperados.

Mi primer contacto con dichas celebraciones aconteció el atardecer del 5 de agosto de 2010. Todos los muelles del Paseo de Pereda estaban plagados de carpas y tenderetes. De los altavoces se escapaba música de aires cántabros, y era muy difícil caminar entre tamaña aglomeración de gente. Aquel era el día de la clausura de los Juegos, por lo que resultaba comprensible la conmoción que se respiraba en derredor. Todo ello alimentó mi agorafobia, y me alegré de que en mis paseos de los siguientes días las cosas volvieran a la normalidad.

Mientras tanto, me encaminé hacia la zona del Muelle de San Martín, que era donde los pescadores de caña podían operar ese día del final de los eventos. Me encantó la entrada de las lanchas de recreo en la dársena de Puertochico, ahora que el anochecer había sofocado las coloraciones verdes y rojizas del ancho paisaje. Me detuve a ver cómo estacionaba una patronera que llevaba su cabina toda iluminada. Aquello me produjo una dulce sensación de retorno al hogar.

Dejé a un lado la Escuela de Vela y la de la Marina Mercante (con su peculiar planetario), y me cautivaron las proporciones del vanguardista Palacio de Festivales. La calle que corría paralela a la costa, iba ganando en estrechura, y, casi sin darme cuenta, llegué a las inmediaciones del Instituto Oceanográfico y del Museo Marítimo del Cantábrico. A mano derecha, un amplio talud revestido de verdura y árboles frondosos confinaba por arriba con la avenida de la Reina Victoria. De haber seguido la calle hasta su remate, me hubiera topado con la playa de Peligros, allá donde tantos naufragios se verificaran en tiempos antañones, compitiendo en esto con los rompientes de las Quebrantas, en Somo, al otro lado de la bahía.

Me detuve, no obstante, en los aledaños del Museo.

Ya lo habíamos visitado en otras ocasiones, y siempre nos había fascinado su bien provisto acuario. Entonces concebí el deseo de volver a visitarlo, aprovechando tal vez alguna mañana lluviosa en la que no se pudiera ir de playa.

La ocasión en concreto se presentó la mañana del 14 de agosto, antevíspera del fin de nuestra estancia en la hermosa Cantabria. Raro es el día, aun tratándose de la época estival, en que las calles de Santander no aparecen barnizadas por la lluvia. Parecía que el sol iba a imponerse hacia las nueve de la mañana, pese al diluvio que había descargado las horas previas. Hicimos, pues, planes de ir a la playa, confiando en que el sol secaría pronto la arena. Sin embargo, se juntaron dos masas nubosas a la altura de la costa y cayó agua a cántaros. Entonces decidimos ir al Museo Maritimo, donde al menos tendríamos cobijo del aguacero.

Encontramos aparcamiento a las mismas puertas del museo, en la calle de San Martín de Bajamar. Eran las 10:20. Antes de entrar, y aun a riesgo de mojarme, me aproximé al mirador de piso de madera y eché una rápida mirada a la bahía. A lo lejos, por la zona de las temidas Quebrantas, el turbión borraba los perfiles de la costa y de las aguas. La mojadura se estaba tornando desagradable de todas veras.

-Métete dentro, que te vas a calar –me advirtió una de mis acompañantes desde el mismo umbral.

Mientras me encaminaba hacia allá, reparé en la pirámide de vidrio que se alza desde el centro del entarimado. La lluvia surcaba sus transparentes facetas como lágrimas deslizándose por un rostro juvenil. Al rato yo atinaría que tenía como función servir de lucerna al soberbio acuario de la planta baja del museo.

-Te has puesto como una sopa –me reconvinieron en cariñosos términos.

Tras pasar por caja, nos dispusimos a vagar plácidamente por cada uno de los curiosos recintos.

Lo primero que llamaba la atención era el inmenso esqueleto de un cachalote, que aparece suspendido por cables sobre el patio principal del museo. Según pude informarme, el cetáceo quedó varado el 20 de agosto de 1894, justo enfrente del Cabo Mayor, y de allí fue trasladado para su exposición en la capital cántabra. La vista del espinazo y las costillas demostraba que el ejemplar debió ser de gigantescas proporciones. El color de los huesos semejaba el de la madera de arce, con ese ligero tono tostado que imprime el paso del tiempo.

Tomamos el sentido hacia la planta baja, donde se sitúa el acuario, principal atractivo del museo. Al momento nos vimos en un recinto de sombras, resplandores azulados y un vago recuerdo de la luz del día. No es que los tanques del acuario destaquen por su amplitud, pero lo que verdaderamente impresiona es la riqueza de la fauna marina que atesora.

En los tanques menores, de apariencia cilíndrica, se desenvolvían torbellinos de pequeños peces plateados, que creí identificar como crías de barracuda. Había también lisas, pardetes, caballas, galupas, peces aguja y de San Pedro. Adheridos a las rocas, con aspecto amenazante merced a sus espinas dorsales, oscilaban algunos peces escorpión (cuya nominación me encontraba a punto de averiguar). Y camuflados en la arena de los fondos, inmóviles y cautelosos, se acertaban a distinguir algunos peces cuco.

En otro tanque se veían varias doradas con sus ojos rígidos y sus cuerpos elípticos, compartiendo el espacio con sargos y rodaballos. También había, en otros pequeños acuarios, amplia riqueza de moluscos, cangrejos, estrellas marinas e hipocampos, comúnmente llamados caballitos de mar.

Pero la verdadera atracción del recinto la constituye el soberbio tanque central, donde se despliega una inmensa variedad de tiburones (no demasiado grandes) y marrajos, amén de numerosas mantas y rayas. A su alrededor estaban practicados varios ventanales, y el más inmenso de todos tenía enfrente un pequeño graderío para la contemplación tranquila de todos esos tesoros del Cantábrico. La luz provenía de la lucerna correspondiente a la pirámide de vidrio que yo había visto en el entarimado exterior del museo. En el fondo del tanque había un arco de piedra que era cruzado constantemente por toda esa multitud piscícola.

-¿Qué es eso? –preguntaron mis acompañantes, señalando al ventanal inmediato.

Se trataba de un enorme pez de forma aplastada y redondeada, sin cola y con dos únicas aletas destacables: la dorsal y la anal. Tenía un incierto color azulado, con leves manchas rosadas.

-¡Qué pez más bonito! –no pude por menos de admitir.

-Es el pez luna, la joya de nuestro acuario –dijo uno de los celadores, que surgió a nuestro lado como por ensalmo.

Se trataba de un hombre enteco y de estatura mediana. Tendría unos cuarenta y cinco años. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, fijado con gomina y recogido en el extremo mediante una larga coleta. La americana de vigilante del museo le sentaba francamente bien. Su aliento olía a café. Por lo demás, su educación y prestancia para agradar al visitante rayaba en la exquisitez. Se le veía dispuesto a ofrecernos todo género de explicaciones sobre los pobladores del acuario.

-El pez luna no puede tener un cautiverio prolongado –prosiguió su explicación-, por lo que pasado un tiempo se le ha de poner en libertad.

-¿Y luego lo reemplazan con otro? –preguntó una de mis acompañantes.

-No resulta muy sencillo echarle el guante.

Regresando junto a uno de los tanques que ya habíamos visitado, pudimos contemplar un soberbio pez recubierto de púas, agitándose en la arena del fondo.

-¿Qué pez es ése? –le pregunté al vigilante.

-Se trata del pez escorpión.

-El nombre causa temor. ¿Suele anidar en las rocas?

-No, por lo general. Suele vivir en los fondos, a unos diez metros de profundidad. No tiende a moverse en un radio demasiado amplio, y es fácil encontrarlo en la bajamar. Varias veces, dando paseos al lado del mar, he estado a punto de pisar alguno.

-¿Y es mortal su picadura?

-Para nada. Pero, eso sí, resulta muy dolorosa –apostilló el vigilante.

Asimismo, nos refirió muchas curiosidades acerca de las numerosas mantas y rayas que poblaban el tanque central. Respondiendo a mi pregunta, señaló que las del Cantábrico, al ser de agua fría, no entrañan peligro de descargas eléctricas; esos casos son más propios de peces de agua dulce y cálida, como los que pueden hallarse en los cauces poco profundos del Amazonas. Enseguida acudió a mi memoria un pasaje de la novela “La jangada”, de Julio Verne, donde uno de los protagonistas entabla una lucha subacuática con un gimnoto, un terrible pez de cuerpo alargado de casi dos metros de longitud, cuya sacudida eléctrica puede dejar paralizado a un animal tan voluminoso como un caballo.

Debíamos proseguir la visita por las restantes salas del museo, y el vigilante nos avisó que a las doce de la mañana un hombre rana se introduciría en el tanque principal para alimentar a los temibles peces que moraban allí. Decidimos, pues, abreviar la visita, ya que faltaban escasamente unos cincuenta minutos para la hora indicada.

Volvimos a la planta baja para contemplar más a nuestro sabor el gigantesco esqueleto del cachalote. Y vimos por añadidura valioso muestrario de animales disecados, pertenecientes a la fauna polar, y un pez espada y otro soberbio ejemplar de un pez martillo. A mí me atrajo especialmente la recreación de un laboratorio marino, con su multitud de raros especímenes (un calamar de dos cabezas, por ejemplo) en frascos de formol, sus vademécums de vieja impresión, sus microscopios de los tiempos de Van Leeuwenhoek, en fin, todos esos detalles que tienen la magia de transportar al visitante a las épocas pioneras de la Historia de la Ciencia.

Al poco tomamos el ascensor y nos plantamos en el último piso. A la salida nos topamos con un inmenso bote de regatas, que parecía marcarnos el sentido hacia donde se hallaba el pasillo dedicado a la industria naval y la exploración submarina. La largura de dicho pasillo se veía incrementada merced a un acertado montaje de espejos. Y hacia el promedio se hallaba la puerta que comunica al mirador superior de la bahía. El entarimado se encontraba empapado por la lluvia, por lo que hubimos de desistir de salir afuera. No obstante, nos acomodamos en las mesas de la cafetería para tomar un ligero refrigerio. Los rayos del sol comenzaban a aflorar entre las nubes, repartiendo brillos en las plomizas aguas de la bahía. Aunque no lo pareciera, seguía siendo verano y las aves del mar abandonaban sus refugios para planear sobre la dilatada alfombra del Cantábrico. La playa del Puntal se veía solitaria y barrida por el viento salado. Las embarcaciones aparecían por todas partes. Tomé mi infusión con el alma endulzada por tanta belleza como me brindaban los inmensos ventanales.

Bajamos a la planta primera, y seguimos imbuyéndonos de cultura marítima. Observamos gran variedad de maquetas sobre artes pesqueras y herramientas utilizadas en la construcción de barcos. Había además una recreación a escala natural de la crujía de un barco de guerra del siglo XVIII, con cinco cañones de corredera montados en sus respectivas cureñas; a través de los postigos practicados en el improvisado casco naval, la artillería apuntaba hacia el lado contrario de la bahía, tal como hubiera sucedido en un galeón real.

Al lado de la crujía de artillería había una recreación de una oficina portuaria, con el despacho del armador. Leyendo uno de los carteles informativos, me enteré de que Santander dependió administrativamente de Burgos hasta 1801, año en que Carlos IV le otorgara la categoría de provincia.

-¡Ya casi es la hora! –me advirtieron.

El museo tenía mucho más por visitar, pero se acercaba el momento fijado para que el hombre rana alimentara a los peces del tanque central del acuario. Por consiguiente, nos encaminamos allá con premura, a efectos de ocupar un buen sitio en las gradas de observación.

Fuimos de los primeros en apropiarnos los mejores sitios de la grada de arriba. Al cabo de unos instantes, se formó una buena aglomeración, y hubo de actuar de acomodador el vigilante que tan buenas lecciones nos había ofrecido sobre la vida submarina del Cantábrico. Ya habían dado las doce y aún no sucedía nada. Los ojos de los espectadores atisbaban todos los rincones del tanque, esperando que el hombre rana apareciera por el lugar más insospechado. El nerviosismo que se respiraba en derredor parecía transmitirse a los mismos peces, a lo cual se sumaría el hambre que debían de estar padeciendo llegada esa hora.

De súbito, en la parte de arriba del tanque, justo por donde se deslizaba la claridad de la lucerna, se acertaron a percibir dos inconfundibles aletas de goma. Acto seguido fue introducido lo que parecía un tubo de aireación, que llegó a tocar el fondo del tanque, y de inmediato el hombre rana se sumergió entre tirabuzones de burbujas. Tras él fueron arrojados los recipientes de plástico que contenían el alimento de los peces. Enseguida se elevó una ensordecedora salve de aplausos. El hombre rana saludó haciendo gestos teatrales con los brazos.

Los peces, sobre todo los tiburones, se congregaron junto al hombre rana mientras abría el primero de los recipientes, que a juzgar por el aspecto contenía peces pequeños y diversos trozos de carnada. Acto seguido comenzó el reparto de comida. Como suele ocurrir en la vida, los más fuertes arrebataban el alimento a los más chicos, y el hombre rana se veía en la precisión de recurrir a mil triquiñuelas para que ninguno se quedara sin su correspondiente pitanza. De esta manera, lenta pero implacablemente, se fueron vaciando los distintos recipientes. Y para finalizar el espectáculo, el hombre rana se permitió realizar alguna pequeña acrobacia, tal como recorrer el tanque agarrado al lomo de un inofensivo tiburón. Tras esto, esbozó un saludo de despedida y regresó junto al resplandor de la lucerna. Los aplausos menudearon por todo el recinto del acuario, evidenciando que el espectáculo había sido del agrado de todos los asistentes al mismo.

-Llegó la hora de irse –me dijo mi inmediata acompañante.

Salimos fuera del museo. El sol estival se había abierto entre las nubes y los charcos comenzaban a evaporarse. La dulzura del aire y los juegos de luces que ensalzaban la panorámica de la bahía, parecían preludiar el fin de nuestras vacaciones en el Cantábrico. Quise apuntar algo en mi libreta, y descubrí sobre el papel una lágrima de lluvia que la brisa acababa de depositar ahí. Una incierta melancolía empezaba a agitarse en mi interior. Siempre cuesta tener que dejar algo que resulta querido.

Antes de entrar al vehículo, me aparté un instante para capturar una última imagen del mar. Barcos y pueblos de la bahía, niebla rendida por los requerimientos del sol. Pude ver a los dos pájaros (gaviotas esta vez), que a mi corto entender simbolizan la presencia de Dios y llenan mi alma de consuelo y hasta de alegría.

Y detrás de mí noté las tres presencias que se reparten los sentimientos más profundos de mi corazón.

FIN

Fotografías del autor y otras sacadas de Internet

El jardinero de las nubes.

sábado, 12 de febrero de 2011

Días en Cantabria (VI): Liérganes, en los dominios del Hombre Pez


El martes 10 de agosto de 2010 amaneció totalmente despejado, circunstancia que se pudiera diputar excepcional en la vertiente cantábrica. Nos fuimos de cabeza a la playa del Sardinero, allá en Santander, para disfrutar del buen tiempo como era debido y esperado.

Como ya he comentado en alguna ocasión, he pasado casi toda mi juventud ausente del mar, y por eso cuando chapoteo en agua salada suelto alaridos con la exaltación de un niño, por cuanto ya no existe en mí el menor vestigio de pusilanimidad por causa del ridículo. En la ocasión que nos ocupa, aún no eran dadas las diez de la mañana y mis voces entusiastas alborotaban buena parte del arenal. Ya debían de conocerme de los anteriores días, puesto que una mujer en biquini que (acompañada de su marido) paseaba por la divisoria de las aguas, me espetó en los siguientes términos:

-¡Qué pesado eres!

En ese preciso instante, yo acababa de liberar mi grito de guerra (¡Ribadeseeella!), que me estimulaba para adentrarme en aguas tan frías como las que bañan las costas de Cantabria. Debió cogerme en un momento chistoso, pues sin amilanarme lo más mínimo, le respondí a la mujer con cierta voz de falsete:

-¡Únase a mí y verá cómo disfruta!

Pero no, la mujer siguió su camino en dirección al promontorio en el que se asientan los jardines de Piquío. En esta sociedad lo que importa es ser parte de un rebaño y hacer todo lo que resulte acorde a las conveniencias impuestas; el que de las mismas se aparta, aunque sea la raya de un lápiz, enseguida es tildado de loco… Pues en tal caso, ¡bienaventurada sea la locura!

Esta anécdota fue puntualmente recogida en la libreta al término de mi baño. Yo me encontraba al resguardo de la sombrilla mientras escribía, pues el sol repartía su furor por toda la playa. Mis acompañantes se encontraban construyendo un castillo de arena cerca de la divisoria. Desde mi puesto vi que se les aproximaba un niño de unos tres años, escoltado por una mujer que tenía todo el aspecto de ser su abuela. A esta sazón, descubrí un cangrejo que se mimetizaba con la arena, y, antes de que se camuflara por completo, lo atrapé entre mis dedos y fui a mostrárselo a mis acompañantes.

-¡Mirad un cangrejo del color de la arena!

-¡A ver, a ver! –exclamaron arrebatándomelo de las manos.

-Es un cámbaro –apuntó la mujer que ejercía de abuela.

-Espere que lo anote –respondí vertiendo la información en la libreta.

La mujer me especificó además que por esos andurriales se denominan “mulatas” a los cangrejos negros que se pueden encontrar en los mercados y “masera” al buey de mar.

Tras las pertinentes anotaciones, y mientras se reanudaba la construcción del castillo, nos pusimos a pegar la hebra. Me enteré de que ella era maestra jubilada y había ejercido en Ciudad Real capital a comienzos de los años 70 del pasado siglo. Me habló de gentes cuyos nombres me resultaban vagamente familiares y pude apreciar que guardaba agradables recuerdos de su paso por la capital manchega. Cuando le pedí consejo sobre excursiones que pudieran realizarse por los pueblos del interior, se mostró taxativa:

-Vayan ustedes a Liérganes por el ramal de FEVE que parte de la estación cercana al ayuntamiento. Desde mi punto de vista, allí se encuentran las casas más bonitas de la región. Ah, y no se olviden de ir al restaurante “El Cantábrico” para saborear un chocolate con churros como no probaran otro igual.

Dándole las gracias, di por cosa hecha llevar a la práctica su consejo en una de aquellas plácidas jornadas.

No tuvimos que aguardar mucho para realizar la proyectada excursión. A la tarde del día siguiente (miércoles, 11 de agosto), ya nos encontrábamos en la estación de FEVE de Santander, sacando los billetes del tren que en poco menos de cuarenta minutos nos conduciría a la renombrada villa de Liérganes.

Los vagones me recordaron a los del metro de Madrid, tanto por los razonablemente incómodos asientos cuanto por el sistema de megafonía y anuncios luminosos para indicar las estaciones de paso. Me tocó compartir asiento con una mujer sexagenaria, cuyos ojos me causaron cierta turbación; a esta sazón, escribí en mi libreta que los tenía de un verde extraño y transparente, que despertaba la memoria de piedras mojadas y encostradas de musgo. Esta señora se bajó en la estación de Nueva Montaña, y mis pensamientos quedaron libres para centrarse en las delicias del paisaje.

En la libreta dejé constancia de los viejos barrios santanderinos aupados en las colinas; de la alternancia de los cuadros verdes de las huertas de las afueras con la grisura de los polígonos industriales; de la hermosa ría que gozoso contemplé entre las estaciones de Maliaño y Astillero; de las esbeltas grúas de los astilleros; de una nueva ría entre las estaciones de La Cantábrica y San Salvador; de la marcha que la vía férrea seguía, costeando a lo primero la autovía hacia Bilbao para distanciarse de la misma a renglón seguido; del paisaje campestre que enaltecía el recorrido entre las estaciones de Heras y Orejo; del río sombreado por apacible alameda que bordeamos pasado Solares, entre las estaciones de Ceceña y la Cavada; de la estampa bucólica, verde y campesina que nos deparaban los prados que precedían la entrada a Liérganes; y, finalmente, me dio tiempo a recoger la impresión de las dos elevaciones montañosas, forradas de tupido boscaje, que amparaban la hermosa villa: las llamadas “tetas de Liérganes”, que llevan por nombre “Marimón” y “Cotillamón”, respectivamente. Eran las 16:55 y habíamos invertido en el viaje sus justos cuarenta minutos.

Salimos de la estación y nos topamos con una tienda de recuerdos estratégicamente situada. No nos dejamos arrastrar por la fiebre consumista que traslucían otros turistas que habían viajado con nosotros, y atravesamos el puente que cruza el río Miera hasta la orilla izquierda. No me pareció que el caudal de aquél fuera el que se hubiese esperado tras un año de lluvias torrenciales.

Frente a nosotros se encontraba el “Hotel-Restaurante El Cantábrico”, que era precisamente el que la maestra jubilada me recomendara para degustar el tan famoso chocolate con churros. La terraza del establecimiento bullía de gente, a la que se fue sumando bastantes de los que veníamos de la estación de FEVE. Logramos situarnos en una de las mesas del final de la galería, justo enfrente de la caseta de información turística. Eran las 17:04.

Al cabo de unos minutos, vino el camarero a tomarnos el pedido. Nos advirtió que hasta las 18:00 no se servían churros. Al ver que no teníamos intención de aguardar tanto, nos sugirió bizcochos para mojar en el chocolate, propuesta que aceptamos a pies juntillas.

Entretanto, ya habían abierto la caseta turística. Mientras venían los bizcochos y el chocolate, me acerqué allí para pedir un plano de la villa. La empleada de la caseta estaba atendiendo a una turista alemana, cuya parsimonia en el hablar y constantes preguntas me empezaban a poner de los nervios; sin preocuparle que yo estuviera aguardando para ser atendido, solicitaba nuevas informaciones, tanto de la comarca de los Valles Pasiegos como del resto de Cantabria. A todo esto, vi que el camarero ya se acercaba a nuestra mesa con el pedido que habíamos efectuado.

Por fin, tras casi quince minutos de esperar a que la alemana se despachara a gusto, conseguí hacerme con el plano turístico, amén de las pertinentes recomendaciones para disfrutar la visita a Liérganes.

El chocolate, aunque exquisito, no me pareció nada del otro jueves, tal vez porque no me tira mucho lo dulce. Mis acompañantes, en cambio, sí que lo celebraron como corresponde a tan reputada golosina. Por lo que a mí respecta, me gustó más tomarlo con bizcochos que con los churros que podrían habernos servido si hubiésemos ampliado nuestra estadía en la terraza del restaurante.

Tras abonar las consumiciones, me erigí en guía, plano en mano, para comenzar el recorrido turístico. Eran las 18:00, poco más o menos. Enfilamos el paseo del Hombre Pez, encontrándonos con las primeras casas solariegas que adornan la hermosa villa. Los balcones y miradores bullían de flores de vivos colores. Los sillares y los entramados de madera estaban lavados por la lluvia que nunca falta por aquellas comarcas del norte de la Península Ibérica. Los jardines, plantados de copudos árboles de sombra y esbeltos setos, difundían fragancias deleitables con la proximidad del río y la humedad producida por el agua llovida. Aunque no luciera el sol, cundía una grata sensación de renovado colorido e incursión en la historia barroca.

Nos salió al paso una casa de fachada de sillares, que aparecía materialmente cubierta por una hiedra reluciente. Las ventanas de palillería inglesa, con los marcos pintados de marrón, semejaban unos como ojos que se abrían en el verdor circundante. Estaban echados los visillos, pese a lo cual di en imaginar un gabinete de escritura donde yo me sentiría a las mil maravillas, dado caso de que la morada fuese de mi propiedad. En fin, los sueños son baratos y la realidad no tiene por qué ser tan mala.

Continuamos por la bonita calle de Camilo Alonso Vega y al poco torcimos por la del Puente Romano, cuya estrechura no parecía pronosticar que iba a terminar en la ribera más apreciada de la villa. Alcanzamos el llamado Puente Romano (que no por eso deja de ser medieval), y entramos en el ámbito de la leyenda que con todo mimo atesora el lugar: el Hombre Pez de Liérganes.

Me permito rescatar un escrito que a este tenor redacté hace algunos años y que está concebido de la siguiente manera:

Hoy, en la víspera del regreso, el reflujo de las olas me ha hecho recordar la historia de Francisco de la Vega, el llamado hombre pez de Liérganes.

El padre Benito Jerónimo Feijoo recopiló en su obra "Teatro Crítico Universal" el relato de una serie de fenómenos inexplicables de la época, pero totalmente certificados. Entre los mismos figura el caso del hombre pez.

A lo que parece, Francisco se fue de su Liérganes natal para ir a aprender el oficio de carpintero a Bilbao. Un caluroso día de 1674 se dio un baño en la ría de esta ciudad, y, como fuera un excelente nadador, desembocó en el mar y no paró de nadar. Lo dieron por perdido.

Cinco años más tarde, unos pescadores atraparon en la bahía de Cádiz un extraño ser antropomorfo que tenía el cuerpo materialmente cubierto de escamas. El Santo Oficio intervino, y tras interrogar a la criatura marina, sólo consiguieron sacarle esta palabra: "Liérganes".

Fue conducido a esta localidad, y una viuda reconoció en las facciones de la criatura los rasgos de su desaparecido hijo Francisco.

A partir de aquel momento, llevó Francisco en su casa una vida apacible y retirada. No llegó a recuperar el habla. Sólo pronunciaba a ratos las palabras: "pan, vino y tabaco".

Un día salió a dar un paseo por la orilla del río que bordeaba su pueblo. La atracción por el líquido elemento fue poderosa, y volvió a nadar en sentido al mar. Nunca más regresó.

He aquí un ejemplo del mito del buen salvaje que refería Levi-Strauss (un filósofo y no la archiconocida marca de pantalones), del cual Edgar Rice Borroughs tomara buena nota para crear el personaje de Tarzán.

Nos acodamos en el Puente Romano, y pude estimar que en aquella parte el río tenía cierta profundidad, la suficiente como para practicar la natación. En la orilla izquierda, casi a los pies del puente, se encontraba el bronce alegórico a la figura del hombre pez, cuya anatomía en principio, a pesar de lo atinada, no tenía que ver con la de ninguna criatura marina. Por otro lado, en la orilla derecha se apreciaba cierta congregación de oriundos y forasteros, disfrutando de los baños estivales que el río Miera procura con abierta generosidad en aquellos ubérrimos parajes.

Mis acompañantes bajaron a ver de cerca la estatua del hombre pez, y yo me quedé en la cúspide del puente, atrapando brisas, luces, pensamientos, paisajes de estío y permitiendo que mi mente se esponjara con nuevos recuerdos. Agradecí encontrarme allí en ese punto de mi vida, disponiendo a manos llenas de lo que antes tan escaso se había revelado. Ya no se escuchaban los llantos del pasado, sino el jolgorio de la vida, entre aguas y trinos de pájaros. Eché mano de la libreta y anoté en mayúsculas exageradas la palabra “FELICIDAD”.

Me avisaron para que reanudáramos el escrutinio de los hermosos rincones de la villa. Continuamos por la citada calle de Camilo Alonso Vega y entre caserones de belleza a cuál más pujante, nos adentramos en la zona donde abundaban las tiendas de recuerdos y productos típicos de la comarca. Curiosamente, en todas ellas tenían a la venta unos endebles palitroques a guisa de bastones para senderismo, con su contera metálica, su baño de barniz y palabras alusivas a Liérganes y sus riquezas naturales y antropológicas. Las calles eran muy estrechas y las distancias mermadas. Desembocamos en el Barrio de la Costera, donde nuestra vista se recreó con la contemplación de dos casas del siglo XVII: la del Intendente Riaño y la del Acebo. Ésta última contaba con un delicioso jardín, confinado por una cancela rematada en puntas de lanza; y del mismo paramento de piedra se erguían sendos prismas triangulares y una briosa cruz revocada por el musgo y la humedad de luengos inviernos cántabros. Cuando nos fuimos del lugar, me di cuenta de que mi rapto de fascinación me había impedido cuidarme de sacar alguna fotografía para recordar con posterioridad las bellezas que mis ojos habían contemplado en ese recogido Barrio de la Costera.

A las 19:00 tomamos el tren que nos conduciría de vuelta a Santander. Pasé el viaje con la cabeza apoyada en la ventanilla, absorbiendo paisajes, caminos, regatos y celajes que coqueteaban con el atardecer. Y los recuerdos que me afloraban en relación a Liérganes, eran tan dulces como el sabor a chocolate a la taza que me había quedado en el paladar.

CONTINUARÁ… (Último capítulo: Las maravillas del Cantábrico)

Fotografías del autor, excepto retrato.

El jardinero de las nubes.

sábado, 5 de febrero de 2011

Cuentos urbanos: Paloma


Solían decirme que espabilaría cuando comenzara la universidad y pudiera relacionarme con gentes de diversa índole. Me hablaban de las fiestas de estudiantes, de las actividades reivindicativas, de las horas de estudio en atestadas bibliotecas, de la juventud y la vida en su conjunto. Y ante esto alenté la esperanza de que mi hasta entonces melancólica vida obrara un giro de ciento ochenta grados.

Sin embargo, el primer trimestre pasó sin pena ni gloria; y el segundo comenzaba bajo los mismos auspicios. Muchos de mis compañeros ya habían roto el hielo, ya quedaban para salir los fines de semana y para ir a la cafetería de la facultad los días de entre semana para sostener distendidas tertulias y animadas partidas de naipes. Una vez más, mi apocado carácter me estaba jugando una mala pasada.

Los sábados solía pasarlos yo en mi casa leyendo y escribiendo, pues por entonces soñaba con alcanzar alguna notoriedad en la república de las letras, estando dispuesto a sacrificar mis mejores años al objeto de pulirme en tan noble oficio. Y aunque han transcurrido los años, esos sábados aún perviven en mi memoria con una aureola de nostálgica dulzura.

Hubo un sábado, no obstante, en que rompí mi rutina de enclaustramiento. Mi madre apreció la necesidad de comprarme un par de zapatos nuevos, y me propuso ir a las tiendas del centro de Madrid, cuando aún seguía vigente el período de rebajas.

Recuerdo que era el último sábado de febrero de 1990. El jueves anterior me había enfrentado al último de los exámenes parciales, y me apetecía sobremanera darme una vuelta por el centro.

Mientras enfilábamos hacia la estación del metro, mi mente tarareaba la canción “Luka”, de Suzanne Vega. Esa música me inducía a prestar atención al entorno y mirar con desusada intensidad todo rostro que se me pusiera por delante, sobre todo si era femenino.

Eran las cuatro y media de la tarde y el vagón iba casi vacío al abandonar la estación de Oporto. Pero, llegados a Pirámides, un nutrido tropel de jóvenes abarrotó el habitáculo; y en los otros vagones también se apreció tan inusual como admirable afluencia.

Debían de tener más o menos mi misma edad. Iban provistos de buenas ropas de abrigo, pues febrero se estaba despidiendo con su peor cara.

Fijándome en el rostro de mi madre, mientras a su vez se fijaba en todos esos jóvenes, no me resultó difícil adivinar sus pensamientos, que después de todo coincidían plenamente con los míos. Acaso no fuera el momento más idóneo para formular reproches, pero el silencio puede contener las más elocuentes amonestaciones. Después de tantos años, aún permanece esa amarga sensación que no me veo capaz de elucidar en toda su magnitud.

Yo me sentía incapaz de mantener diálogos y sonrisas similares a las que estaba presenciando en ese vagón atiborrado de juventud. Pero entonces apenas estrenaba mi mayoría de edad y abrigaba la certeza de que el tiempo de mi vida me iba sobrado y podía permitirme aguardar unos años a que mis complejos remitiesen y pudiera integrarme en la sociedad del modo que mis sueños pretendían.

Llegamos a la estación de Ópera, y los jóvenes abandonaron los vagones como acuciados por una misma voluntad. Y fue entonces cuando distinguí el rostro de Paloma, mi compañera de curso.

Habíamos coincidido en la primera fila de asientos de la primera clase que abriera el curso académico, allá por las postrimerías de octubre. Le dirigí varias miradas subrepticias durante aquella caótica exposición de matemáticas. A mi juicio, ella personificaba la imagen que me había formado de la perfecta estudiante universitaria. Su larga melena de color caoba, sus gafas de montura de acero, sus ojos de azabache, sus labios breves y aún en flor de besos…

Luego descubrí que era muy simpática y abierta de genio, gracias a lo cual formaba parte del menguado círculo de personas cuyo trato mi timidez me permitía cultivar. Llegué incluso a considerar la posibilidad de tener un pequeño affaire con ella, pero hube de desecharla rápidamente.

Una soleada tarde de noviembre, en la calle Agustín de Foxá, a la salida del maltrecho autobús que nos traía del campus de Cantoblanco, vi cómo Paloma se encaminaba al encuentro de un individuo con barbas, greñas y vestiduras extravagantes. Al momento sus bocas se fundieron en un hambriento y prolongado beso. Yo seguí mi camino por la acera que me conduciría hasta la Plaza de Castilla, desechando ilusiones y acaso forjándome otras nuevas.

Tres meses habían transcurrido desde entonces, y ahora veía a Paloma saliendo de un vagón del metro, una estación antes de yo apearme. Me pregunté adónde iría con tanta gente. Incluso acaricié el sueño de poder acompañarla en medio de esa muchedumbre de jóvenes, a despecho de su barbado novio.

Llegamos a nuestro destino, la estación de Callao, salimos al exterior e iniciamos nuestra peregrinación por las zapaterías de la cercana calle de Hortaleza. Fuimos a aquélla en la que hacía cuatro años mi madre me consiguiera unos zapatos que me habían resultado muy buenos.

Mientras caminábamos, prendí mi vista en el cielo. Había nubes ya descompuestas en jirones, que unas horas atrás habían descargado un chubasco, dejando humedad en asfalto y aceras y algunos pequeños charcos. Mi pensamiento no paraba de evocar a Paloma y hacía cábalas acerca de los lugares que se estarían enriqueciendo con su presencia. Llegué a imaginar que había desaparecido mi figura convencional y carente de atractivo; que por obra de extraño hechizo ahora yo tendría más centímetros de estatura, una cabellera y una barba nazarenas y mis ropas ostentarían llamativos estampados; y en algún rincón de esos viejos barrios matritenses me toparía con la anhelada presencia de Paloma, y sus ojos me acogerían con agrado, reflejando su sonrisa en los vidrios de sus gafas estudiantiles. Al final, yo cerraría mis ojos y en mis labios aparecería una impresión de amor y placer, mientras que unos brazos de vida estrecharían mis espaldas.

Pero no, la verdadera realidad eran calles y zapaterías del viejo Madrid. Y en el entretanto, mi mente incoaba los acordes de la preciosa canción de Suzzane Vega. Esa música contenía el rostro de Paloma en el filo del invierno. Algún día, algún día…

Al lunes siguiente, volví a encontrarla en clase y le comenté que la había visto. Ella traslució cierto asombro. Me explicó que acudían a una manifestación por no recuerdo qué motivo y que habían ido a comer a la Plaza Mayor.

Desde entonces la distancia fue creciendo. Al curso siguiente ya dejé de verla por la facultad. No sé si abandonó la carrera o se cambió de estudios.

Todavía hoy, cuando cojo el metro o paseo por el casco antiguo de Madrid, se me escapa algún destello del pasado. Y trato de imaginar cuáles serán los cambios que Paloma habrá experimentado en estas dos décadas.

Ya no sueño nada acerca de ella, pero en mi alma queda un triste regusto de haber sido joven y no haber sabido aprovecharlo. Me puede quedar, no obstante, el consuelo de haber aprovechado mi madurez desde los tiempos en que las hojas apuntaban verdes en el árbol de la vida.

El jardinero de las nubes.