miércoles, 25 de febrero de 2009

Ensoñación de una tarde de febrero


Las últimas semanas del invierno el tiempo atmosférico ha ido mudando su semblante desapacible. Tres clases de colores se aprecian en las flores de los almendros del Berrocal, me informa mi amigo Feliciano Moya en su último correo. Y noto que en su alma de artista bulle la esperanza de contemplar por nuestros campos el despliegue de un verdor que recuerde al del césped inglés; noto en sus letras un entusiasmo vernal, una querencia de hacerse onda de las alfombras de espigas cuando aún el amarillo no sucede al sangrar de las amapolas. Era domingo de carnaval, había diversión por las calles de Aldea y nuestros amigos Feliciano Moya y Santiago Ciudad sólo contemplaron el desfile de las flores de almendro en unos parajes por demás solitarios. Cuando se ha sufrido, la simple vista de un árbol florido nos reconcilia con la vida. Sí, amigos, el sufrimiento dificulta encontrar el amor por la vida... Me hubiera gustado acompañaros en vuestra recepción de los simples milagros que la Madre Naturaleza nos ofrece al precio de nada. Esta mañana, en un erial (sitio poco idílico), he visto un arzollo con flores rosadas, y no he pedido más en ese momento de oración. He imaginado vuestra compañía, y he creído que la vida me había acercado a vuestra amistad.

Otra amiga fue a la Higuera el domingo pasado, y tampoco se encontró a nadie. La Higuera, que fuera el santuario de mi juventud. Durante ese tiempo de proyectos e ilusiones no hice por ganarme el afecto y la amistad de las gentes que me rodeaban. Empero, conozco el poder que reside en el paraje de la Higuera. Los balidos lejanos del ganado; el arroyo que llora la ausencia del agua de antaño; los amortiguados sonidos de los vehículos que transitan la carretera de Puertollano; las nubes que despiden oblicuos haces de oro solar; el cerro perfumado de rocas mohosas y adustas plantas. La soledad y la canción del agua cautiva; la lluvia intempestiva y los caballones de barro verdoso. Siempre la soledad… Sí, querida amiga, yo también hubiera compartido tu merienda, y acaso en una zancada de las botas de siete leguas Santiago y Feliciano hubieran podido acompañarnos, pues a nuestros ojos les sería dado mirar en sentido al Berrocal. Tal es la dulce vida imaginada, sin esos tropiezos que los humanos hemos creado para amargar el tiempo que nos ha sido concedido bajo el sol.

Y ahora, Dios amado, si encuentras fuentes en mis ojos, deja que broten cual río de emoción. Nunca pude imaginarlo. Las fuentes querían asomar, pero las piedras del sendero de la vida le cortaban todo acceso. Hoy es una verdad, y acaso mañana se torne en simple fingimiento. Así fue ayer y más ayer aún. Siempre han regresado las flores de los almendros, pero las flores del afecto perecieron ahogadas tras la niebla de la melancolía no comprendida. Ayer había rostros, y hoy sólo puedo ver las flores del espino blanco e imaginar que conozco a los que me llaman desde la otra orilla del río de la existencia. ¿Puede ser verdad cuando ayer no lo fue? Sabes tú, Dios amado, lo que me hubiera gustado haber visto cuajada tan sólo una flor del ayer… Pero un jardinero de nubes juega con vapor, y el vapor siempre se disipa tras adoptar formas caprichosas; se disipa, y vuelve la soledad del principio. Por eso las praderas del cielo son solitarias, como los campos de Aldea en estos tiempos de diversiones prediseñadas a golpe de bando, tradición y costumbre.

Gracias por la nueva ilusión. No harás, Dios mío, del vapor una flor perenne. Yo te pido que seas para ellos lo que eres para mí. Sufro y siento la derrota… pero tus brazos siempre me levantan. Y tú serás el último en olvidarme, si es que te es dado olvidar la obra de tus manos.

Ilustración: “Almendros al atardecer”, de Feliciano Moya.

El jardinero de las nubes.

Sombras en Cornualles (IX): La llegada de mi hermana Margaret


Ya en el vano de la puerta me di de manos a boca con mi padre, pero esto no bastó a detenerme. Imprimí a mi paso mayor rapidez si cabe, temeroso de sentir mis oídos torturados por alguna débil reclamación emitida por mi madre.

Bajé las escaleras a grandes zancadas. En el rellano más favorecido por las sombras me topé con la espiritada figura de Beresford. Estaba apoyado contra el ángulo que formaban la unión de dos paredes. La suave luz de un reverbero cercano me mostró que tenía las facciones compungidas. Nuestras miradas se cruzaron, y comprendimos que estábamos amarrados a una misma tristeza.

-Joven señor, yo la vi nacer -dijo en un murmullo-. Y siempre soñé con que ella fuera a poner alguna florecilla en mi sepultura.

De inmediato se cubrió el rostro con las manos. Su cuerpo fue azotado por una suerte de espasmo que, a no dudar, vendría acompañado por copioso derramamiento de llanto.

No tuve redaños a responderle nada. Salí de la mansión con movimientos de autómata. Un recio aguacero corrió a mi encuentro. El agua había borrado las márgenes del camino que conducía a la aldea. Sin embargo, entre la oscuridad del atardecer surgió en lontananza la silueta de un calesín. No llevaba capota, y resultaba fácil imaginar que sus ocupantes estarían calados hasta los huesos.

Agradecí en mi fuero íntimo esta distracción pasajera. Así al menos no tendría que deprimirme por unos instantes con el pensamiento puesto en mi madre.

Al cabo de cinco minutos, me fue posible reconocer a los pasajeros del carruaje. Aparte del conductor, distinguí a una mujer joven, la cual se protegía de la lluvia con una manta de caballería.

Enseguida reconocí sus facciones. Noté que el corazón me daba un vuelco en el pecho.

Se trataba de Margaret, mi otra hermana.

Mi cuerpo ya estaba transido de impresiones contundentes. Acabé con mis huesos sobre el barro de la tierra.

Margaret se apeó del carruaje. Sus ropas, al igual que las mías, chorreaban agua. Se me aproximó con el rostro chispeante de alegría.

-Paul, Paul, ¿no me reconoces? Soy tu hermana Margaret. He venido a veros acompañada de mi esposo; él se llama Lorenzo, Lorenzo Testi. Vamos a ser padres dentro de unos meses. Paul, querido Paul, ¿qué estás haciendo bajo esta lluvia fría?

La emoción formó como una bola en mi interior, y tras algunas rápidas cavilaciones esta bola acabó explosionando. Me levanté del barro y fui a sepultarme entre los brazos de mi hermana. Necesitaba un consuelo, un alivio a tantas vicisitudes morales. No fui capaz de derramar lágrimas, pero ya lo hizo mi hermana por los dos.

Lorenzo, mi cuñado, me dio a su vez un abrazo. Parecía una persona cordial, tanto por la exquisitez con que me trató como por la cortesía que utilizó con Beresford ( el cual ya había salido a nuestro encuentro tan pronto percibió los cascos de caballería sobre el mojado embaldosado) al confiarle el carruaje.

-¿Dónde están todos? -me preguntó Margaret-. ¿Dentro quizá?

-Están en el cuarto de mamá -respondí sintiendo que la vergüenza me abrasaba el pecho.

-¿Qué pasa?

Margaret debió percatarse de algo alarmante en el tono de mi voz.

-Mamá se está muriendo -afirmé sucintamente.

-¡Dios mío!

No aguardó a que yo la acompañara. Ignorando las precauciones debidas a su estado de gestación, se lanzó escaleras arriba hacia el dormitorio de nuestra madre. Lorenzo, temiéndose algún mal percance, le fue a los alcances. En lo que a mí refiere, quedé como petrificado al pie de las escaleras.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

lunes, 16 de febrero de 2009

Sombras en Cornualles (VIII): En la alcoba de mi madre

Desde entonces era corriente que a nuestro conocimiento llegaran informes detallados de las calamidades que estaban sufriendo muchas familias de Dawning. Había escasez de alimentos, y de esta adversidad se resintió incluso nuestra acomodada despensa. Había gentes que sólo veían como solución la emigración a otras regiones, en tanto que a otros la desesperación los impelía a acudir a las playas y a los arenales para arrancar con la sola ayuda de sus manos el engrudo que contaminaba el litoral y las esperanzas de Dawning. ¡Cuántas aves muertas encontraba yo en mis dolientes andanzas por la costa! Viéndolas rebozadas de combustible por doquier me era casi imposible reconocerlas. Las lágrimas impregnaban mis mejillas, y no era nada inusual: ¿quién no lloraba entonces en Dawning? La noche quedaba atrás y la luz del sol daba paso a un nuevo día de infortunio.

-Dichoso tú, hijo mío, que pronto te marcharás a Bristol -me comentaba mi madre para alentar mi consuelo.

Yo, a decir verdad, no tenía ningún deseo de irme a ninguna parte. Todo me producía tristeza. Mi madre se iba marchitando visiblemente. Mi corazón sufría mucho porque la amaba y porque ella amaba el recuerdo del paisaje de Dawning que ya no existía. Ojalá le hubiese dicho a mi madre todo lo bueno que ella me inspiraba. Pero no: lo fui postergando y la vida no dura para siempre. ¡Lo que yo daría por darle la vuelta a las arenas del tiempo!

Faltaban quince días escasos para mi marcha al internado. Las hojas de las acacias del jardín habían perdido el esplendor del verano. Había que agradecer el hecho de que los chubascos empezaran a hacerse cada día más persistentes, ya que en no poca medida contribuían a purificar el ambiente agobiado por los malsanos efluvios del betún. Recuerdo con especial viveza cierta tarde en que las acometidas de la lluvia amenazaban con traspasar los vidrios emplomados de mi ventana. Yo me encontraba sentado al filo de mi cama, y mis pensamientos vagaban por regiones nebulosas de la imaginación. El anatema que había diezmado a mis amigas las aves me había hecho tornarme introvertido y refractario al trato humano.

Estaba en lo más profundo de mis meditaciones cuando la puerta se abrió de súbito. En el vano apareció la tensa fisonomía de mi hermana Arabella.

-Es mamá... Desea que acudas a su lado -me dijo con la voz bañada en llanto.

No pasó un minuto antes de que me hallara a la cabecera de mi madre. Si le había fallado en vida, no era mi deseo fallarle en su último suspiro.

Había sido en vano devolverla a los aires patrios; su salud iba empeorando progresivamente. Tenía la piel de la cara fláccida y tintada de amarillo. Sus ojos parecían perder brillo por momentos. Sus brazos habían adelgazado una barbaridad, y ahora sólo semejaban estacas secas de las que se arrojan al fuego por no tener otra utilidad.

Su huesuda mano buscó la mía, y al sentir su contacto noté que la vergüenza de mí mismo me hacía mantener los párpados bajos.

-Paul, con lo que te he querido siempre -balbuceó con voz desmayada- y todavía no me puedes mirar a los ojos.

-Puedo hacerlo -repuse obligándome a clavar la mirada en su marchito rostro.

-Arabella ha estado siempre a mi lado; Margaret mientras fue pequeña... Pero tú has sido tan esquivo como un gorrión... Acaso seas un pájaro en realidad.

Mi sensibilidad juvenil no me permitía seguir escuchando más reproches, aun cuando provinieran de alguien tan amado para mí. Separé mi mano de la de mi madre y huí aterrado de la alcoba... Siempre andaba equivocado, incluso para comunicar mis más sinceros sentimientos. Arabella siguió mi marcha con mirada escandalizada.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

domingo, 15 de febrero de 2009

Boletín del Grupo Municipal Socialista de Aldea del Rey

Por tiempo limitado, y con el fin de colaborar en la difusión de esta información que considero importantísima de cara a mi pueblo de Aldea del Rey, les ofrezco el boletín que ha publicado el partido de la oposición.

He tomado esta decisión porque no abastezco a mandar correos con este documento y se me empieza a colapsar la memoria de mi cuenta de correo.

Quiero dejar sentado que esto es una excepción: en mi blog se habla de justicia, no de política. Yo no pertenezco al PSOE ni al PP, pero cuando observo que algo debe hacerse público en justicia, no vacilo.

Pasado un mes, retiraré esta entrada.

Para acceder a este documento con distintas opciones de lectura, hacer clic sobre la imagen y se abrirá una ventana nueva. Utilizar para una más cómoda visualización el cuarto botón de encima del documento (pantalla completa), empezando por la izquierda. Asimismo hay un botón para el zoom.

El jardinero de las nubes.


viernes, 13 de febrero de 2009

Sombras en Cornualles (VII): Conmoción tras la marea negra


-En buena hora hemos hecho nuestra aparición en Dawning -oí murmurar a mi padre, cuya desencajada semblanza era fiel reflejo de la preocupación que experimentaba ante el porvenir inmediato.

Se daba el caso de que la aldea contaba con un alcalde con una figura ultrajada por el paso de los años y el contacto de las sales marinas. Respondía al nombre de Ray Bates, pero era más bien conocido en el lugar por el apodo de colmillo de murciélago. Tras haber pasado la mayor parte de su vida a bordo de innumerables barcas pesqueras, tenía los huesos atormentados por la acción de la humedad, padeciendo por ende frecuentes ataques de reumatismo. Era de los pocos pescadores que había tenido ocasión de aprender a leer y escribir, y muchos opinaban que la vara de alcalde le venía como anillo al dedo.

Pero no se trataba de un hombre de espíritu combativo; bajo su mandato Dawning ni había prosperado ni se había sumido en acusado declive. Ahora había llegado el momento de experimentar la angustia en toda su crudeza, y colmillo de murciélago no se sustrajo a la aflicción general. Gran cantidad de peces y moluscos muertos se veían desparramados por los arenales. En los páramos de los alrededores no crecía el suficiente pasto para sostener una abundante cabaña ganadera. La tierra era gredosa en su mayoría, y sólo en virtud de grandes esfuerzos permitía germinar algunos frutos... Desde luego, el panorama no se presentaba muy halagüeño.

-Alcalde, ¿de qué vamos a vivir ahora? -arrojó esta pregunta una mujer viuda con seis hijos a su cargo.

-Tendremos que confiar en la bondad de Dios y en nuestras propias fuerzas -respondió el interpelado con un acento que no sugería mucha esperanza.

-¿Vamos a tener que abandonar nuestros hogares? -añadió un tercero.

-Aún es pronto para tomar tan drástica decisión -replicó el alcalde.

-¿Entonces qué? ¿Vamos a tener que pedirle al señor de la casa solariega que nos mantenga?

-No sería una mala solución, ¡voto a bríos! -comentó otro hombre con voz atiplada-. Ahora tendría que dar la talla, después de tantos tributos como él y sus antecesores nos han cobrado en el pasado.

-Es verdad. ¡Nosotros no somos sus lacayos!

-Disfrutan del dinero de nuestros antepasados.

-Pues que aflojen la faldriquera. Ahora lo necesitamos para comer.

La conversación que se había suscitado entre los pescadores se estaba saliendo de orden. Era palpable la hostilidad que los lugareños sentían hacia nosotros, los habitantes de Dawning House.

La inquietud que podíamos experimentar era tanto más acusada cuanto que aún quedaban cercanos en el tiempo los años en que las clases humildes de Francia se habían levantado contra sus opresores, lo que no quitaba que este último calificativo se hubiese aplicado erróneamente en incontables ocasiones. ¿Cuántas gentes hubo de noble cuna, auténticos espejos de virtudes y misericordia, que por el solo hecho de no tener un origen humilde habían terminado con sus cabezas cruelmente cercenadas? En Francia se habló entonces del inicio de una nueva era. Empero, una pasión y un entusiasmo mal controlados dio pie a una orgía de sangre (en muchos casos inocente) y a que la justicia acabara con los ojos descubiertos y con los pesos de su balanza falseados. No era extraño que aun después de pasado cierto tiempo mucha gente de alcurnia de cualquier parte del mundo tuviera pesadillas en las que aparecían cestos rebosantes de cabezas cortadas, bajo guillotinas percudidas de sanguaza.

Lo cierto es que la sumisión de las clases humildes hacia las clases nobles se había visto muy mermada, habida cuenta de lo que había acontecido en Francia. Los reproches que ahora los lugareños de Dawning nos dirigían portaban importantes dosis de insolencia y resentimiento. Me fue posible observar que los dientes de mi madre se ponían a castañetear de puro pánico. Nos sentíamos en el centro de un círculo de creciente hostilidad.

No obstante, mi padre tenía nervios de acero y no mostró la sensación de amilanarse lo más mínimo. Dio tres pasos hacia el frente, recorrió con mirada neutra los rostros indignados y al mismo tiempo desesperados que le rodeaban y se quedó unos instantes pensativo, como rumiando una respuesta que pudiese serenar los ánimos. Al cabo alzó los brazos para reclamar la atención y el silencio de los circunstantes.

-Habitantes de Dawning, aunque no lo parezca nuestras manos están tan vacías como las vuestras -exclamó con voz suave pero firme-. Teníamos en Italia un negocio que florecía, mas de repente llegaron los tiempos adversos: la ruina monetaria y la ruina personal... -Los ojos de mi padre parecían evocar la imagen de la hija ausente-. Hemos venido a llevar una existencia modesta en la tierra que una vez aprendimos a querer. Este noble deseo es todo el patrimonio que podemos ofreceros.

Mi padre dio fin a su improvisada arenga tragando saliva de forma notoria; mientras peroraba se había olvidado de respirar, y ahora era cuando los nervios empezaban a jugarle una mala pasada. Miró en derredor esperando que alguien le contestara, pero nadie se atrevió a hacerlo. Los lugareños nos ignoraron rápidamente, y atendieron a otros asuntos de mayor importancia para ellos.

Beresford se aproximó a mi padre, y le dijo:

-No le faltan agallas, milord. Ha sabido aplacarlos. No obstante, vaya haciéndose a la idea de que a partir de ahora sólo encontrará rostros huraños cada vez que baje a la aldea.

-Es el precio de vivir aquí en las actuales circunstancias -adujo mi padre con la voz teñida de melancolía.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

jueves, 12 de febrero de 2009

Sombras en Cornualles (VI): De cómo Jack Stormfield detuvo la marea negra

Pese a todo, hubo alguien a quien su temperamental furor le llevó a intentar acciones diferentes a la de quedarse contemplando como un lerdo la expansión del betún por todo el litoral de la bahía. El hombre en cuestión se llamaba Jack Stormfield, y era un tipo montañoso en toda la acepción de la palabra. Su inusual estatura me hacía pensar en la del gigante Goliat. Pescaba siempre en solitario, y los músculos de sus brazos estaban duros como piedras de tanta costumbre como tenía de remar en medio del mar embravecido. Su pelo ostentaba un rabioso color zanahoria, y sus ojos tenían un casual color azul en medio de su piel enrojecida y sembrada de pecas oscuras. A Jack le gustaba hablar con mesura, mas no por ello era proclive a la soledad; en cuanto terminaba su jornada de pesca, solía encaminarse al único figón de Dawning para rodearse de calor humano.

Ahora, ante la catástrofe que nos asediaba, Jack carraspeó, y, rompiendo el silencio de sus convecinos, acertó a decir lo siguiente:

-Tenemos que impedir que esa mancha negra se extienda.

-Eso es una pretensión imposible -objetó con evidente desánimo el hombre que estaba a su lado.

-Quizá haya un modo de taponar el pozo de betún -siguió discurriendo el intrépido Jack.

-Si encuentras el tapón adecuado, no te digo que no -añadió su interlocutor.

Recuerdo que lo que Jack hizo a continuación distrajo la atención de la muchedumbre del espectáculo ofrecido por el avance de la marea negra. Sin pararse en ningún tipo de consideraciones, Jack se encaminó a través de un abrupto sendero practicado en el acantilado hasta la gruta de Darkmirror. Como viera que allí se alzaba un heterogéneo grupo de peñascos, a los que los continuos embates de las olas habían terminado por arrancar de su asiento en la roca firme, creyó que tal vez ahí radicaba la solución del problema.

En la aldea de Dawning era legendaria la fuerza de los brazos de Jack Stormfield, pero la fama de la misma alcanzó su culminación cuando le vimos levantar uno de aquellos pesados peñascos sin aparente esfuerzo. A continuación tuvo que girarse en redondo, cosa que llevó a cabo con extrema lentitud y cautela. Su rostro se puso colorado como una cereza y gruesos goterones de sudor resbalaban por sus sienes rubicundas. Resollando como una fiera herida, inició unos dificultosos pasos en sentido a la gruta. El betún seguía brotando furiosamente, y enseguida convirtió el conjunto de Jack y el peñasco en una informe masa de color chocolate.

Todos contuvimos la respiración al ver que Jack había desaparecido por la abertura de la cueva... Al poco el betún dejó de fluir. La catástrofe había sido abortada en su foco de origen.

En cuanto Jack salió al exterior, fue recibido con una estentórea salve de aplausos y ovaciones diversas. El héroe estaba irreconocible con la gruesa capa oleaginosa que encubría sus facciones. Por cuanto se encontrara al límite de sus fuerzas, acabó trastabillando y cayendo sobre el inmediato lecho rocoso.

Al momento acudieron unos cuantos hombres a socorrerle.

Jack se había hecho acreedor al respeto y a la gratitud de sus convecinos. No obstante, el mal que el betún había provocado era de considerables proporciones; el agua, las playas y los roquedales estaban entregados a los efectos de una descomunal contaminación.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.


lunes, 9 de febrero de 2009

Tere Alcaide

Su casa tenía un pasillo profundo. La luz sólo parecía levantarse a un metro y medio del suelo, pues los techos se veían perennemente envueltos en un encaje de sombras. Las ventanas de su casa mostraban las persianas bajadas, como ante una amenaza de lluvia radiactiva. En el verano abrían la puerta principal, y una luz muy tenue brillaba en la lejanía del interminable pasillo. A no dudar, ella andaría por allí.

La vi muchas veces en mi vida, y cuando sonreía lo hacía como la Virgen María, sin enseñar nunca los dientes: las bellas comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba en una sonrisa tan plácida como la marcha del sol al sepultarse en los brazos del océano. Cuando era jovencilla, sus cabellos enmarcaban indómitos la suavidad de su rostro. Salía muy poco de su casa.

Una vez me la encontré en la fuente del Cortijillo. Yo venía del Castillo de Calatrava en bicicleta. Estaba exhausto por el agotador camino, y me encontraba al borde de una pájara. Ella me ofreció un poco de agua y un dorado albaricoque para reponer mis fuerzas. Sonreía, y su sonrisa era talmente la sonrisa de la Virgen María en los lugares despoblados. No hablaba mucho, pero su voz tenía el timbre y la dulzura de un arroyo apacible desgranándose entre las piedras. Le di las gracias, y seguí mi camino. Era tan hermosa que no me atreví a dirigir la vista atrás, porque yo entonces intuía que no era empresa sencilla escalar montañas tan elevadas.

Alguna vez la vi volver de misa, agarrada a los brazos de sus tías. Tan pálida y delicada como un lirio en la carroza de la Virgen del Valle. Y yo me preguntaba cómo una joven de tanta belleza iba con el cabello tan corto y con los ojos abatidos tras unas gafas levemente ahumadas. Caminaba muy despacio, su mirada clavada en los adoquines del suelo.

Una de esas veces pasé por la proximidad de las tres mujeres, y aventuré un saludo desesperado. Ella levantó los ojos, y la sonrisa se esbozó en sus labios pintados de palidez. Tras las gafas levemente tintadas, sus pestañas clareaban y se adivinaban lágrimas en la fragilidad de sus ojos. Tenía el cuerpo emaciado, y, a pesar de ser tan joven, le costaba un suplicio arrastrar los pies.

Cierta tarde de octubre, mucho tiempo después, yo me encontraba caminando por la calle principal del cementerio de Aldea. Giré mi cabeza, y me encontré con el rostro de la joven que me auxiliara en mi debilidad junto a la fuente del Cortijillo. Brillaba el sol entre las ramas del cercano ciprés, y los hilos de una de sus telarañas ostentaban perlas de relente. Mis pies se detuvieron, hechizados por la imagen en blanco y negro. Era ella, la muchacha que vivía en la casa del pasillo interminable y que sonreía como la Virgen María. La paloma y la brisa del otoño aunaron sus voces en un arpegio sedante. También se oía cómo las mujeres restregaban las lápidas para el inminente día de los Santos. Seguí mi camino sin querer creerlo y a duras penas evitando pensarlo.

Muchos años se sucedieron en el cementerio, y en su imagen se fue depositando poco a poco la ceniza de la intemperie. Hubo ocasiones en que, pese al carmín de sus labios y a la aparente lozanía de sus cabellos, parecía tan pálida y demacrada como en los días de su ocaso. Y una mañana de invierno, cuando Valeriano el sepulturero andaba trajinando en otro lugar apartado, deposité en la imagen de su rostro el mismo beso que le daría a la Virgen María en caso de tenerla delante. El vendaval se enfurecía en las ramas del ciprés, y el gris de las nubes sonrió como ella sonriera aquel día junto a la fuente del Cortijillo.

Y si me escuchas, deja que doble mi rodilla ante ti. Nunca hablamos mucho, pero el corazón existe sin necesidad de articular palabras. Tenías 37 años cuando la leucemia impidió que volviera a cruzarme contigo en ninguna otra parte. La vida va pasando, y las arañas siguen tendiendo sus hilos entre las flores; y las gotas de rocío que se les posan encima, siguen figurando lágrimas del cielo.

El corazón se repliega entre sus hojas de sentimiento. Los párpados se cierran, y en los sombríos pasillos del sueño resplandece tu añorada sonrisa, Tere Alcaide.

El jardinero de las nubes.

domingo, 8 de febrero de 2009

Sombras en Cornualles (V): La marea negra


Sin embargo, antes de la entrada del otoño, sucedió en los aledaños de Dawning un incidente que bien podía ostentar el calificativo de catástrofe. Una mañana, al asomarme por mi ventana, descubrí horrorizado que en toda la línea del litoral se había extendido un espantoso manto de negrura.

-¡El dragón negro de la gruta de Darkmirror está vomitando toda la pez infernal que tiene en los intestinos! -iba vociferando Frances Miller por la costa, mostrando sus grises y largos cabellos en completo alboroto; no cabía duda de que adolecía de ausencia de juicio a causa del horror oleaginoso que las olas arrastraban hasta donde ella se encontraba.

Observando el dantesco espectáculo que ofrecían los efectos de esa marea negra en aquellos acantilados y playas de Cornualles, se me vino rápidamente a la memoria cierto pasaje bíblico cuya primera lectura me llenó en mi más tierna infancia de un pavor inexplicable. El texto en cuestión rezaba así: Salieron entonces el rey de Sodoma, el rey de Gomorra, el rey de Admá, el rey de Seboyim y el rey de Belá (esto es, de Soar) y en el valle de Siddim les presentaron batalla: a Kerdolaomer, rey de Elam, a Tidal, rey de Goyim, a Amrafel, rey de Senaar, y a Aryok, rey de El-Lasar: cuatro reyes contra cinco. El valle de Siddim estaba lleno de pozos de betún, y como huyesen los reyes de Sodoma y Gomorra, cayeron allí. Los demás huyeron a la montaña (Gn 14, 8-10). Los cabellos se me erizaban toda vez que consideraba en mi imaginación la horrible muerte a que se vieron expuestos los reyes de Sodoma y Gomorra. Hundiéndose en un fluido bituminoso y sintiendo la asfixia que les provocarían los gases letales e inflamables. El betún no representa un serio peligro cuando se halla confinado en sus pozos o torcas; pero ¿qué ocurre si supera los límites de su prisión natural y se extiende hasta los más frágiles reductos de vida? Esta pregunta estábamos en situación de responderla ahora todos los que habitábamos en torno a la bahía de Dawning.

Al parecer cierta contracción telúrica había removido la bolsa subterránea que contenía el betún que había en el pozo de la cueva de Darkmirror, cuya entrada comunicaba directamente con el mar, y el denso fluido, impulsado por implacable presión interna, se propagaba en las aguas adoptando la forma de una mancha negra de formidables dimensiones y abominables efectos. Los peces, los moluscos, los crustáceos y las aves marinas morían al contacto de semejante veneno negro. Los arrecifes, ya de por sí de prieta tonalidad, se matizaban más pavorosamente con ese engrudo espeso y maloliente.

La alarma cundió rápidamente por todos los alrededores de la bahía. Se diría que la aldea de Dawning se había quedado despoblada como por ensalmo, por cuanto todos sus habitantes se congregaron en torno al acantilado en cuya pared se abría la gruta de Darkmirror. La presión con la que el betún era expulsado al exterior no decaía un ápice. El mar se contaminaba por momentos; la mancha negra proseguía su avance por toda la línea de la costa. Todos teníamos que presenciar con dolorosa impotencia la destrucción de nuestro entorno natural. Resultaba cuando menos ambicioso hacer una estimación inicial de los daños que se iban a originar. Sin embargo, los habitantes de la aldea empezaban a sentir la helada presencia del fantasma del hambre, del desamparo y de la extrema indigencia. Sin los bienes que el mar procuraba, Dawning estaba condenada al abandono y a la ruina progresiva. Desde todo punto de vista, la situación era como para activar el sentimiento de rebelión contra la desdicha, si bien resultaba en vano emprender una contienda contra las fuerzas desatadas de la Naturaleza.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.


sábado, 7 de febrero de 2009

Sombras en Cornualles (IV): La nueva vida de Paul Braun

Empecé a saber lo que era convertirse en un ser solitario y silencioso. La atención de mi familia estaba centrada en la reforma de Dawning House, en tanto que mi propia atención revertía a los alrededores de la mansión. La salud de mi madre, cosa increíble por cierto, mejoraba de día en día, lo cual me permitía explayar libremente mis fantasías en medio de las románticas excursiones que cada día emprendía por los parajes de las inmediaciones. Reconocí el litoral rocoso de Cornualles, y admiré las olas invencibles que se levantaban con las galernas del invierno. Seguí en la distancia las tareas de los pescadores en sus ridículas embarcaciones. Incluso trabé conocimiento con algunos de ellos: Han Stickwell, Liam Austin, George Greenpath, Fred Adler... Conocí por ende a Frances Miller, una sexagenaria de espalda jorobada que recogía en los bajíos lapas y almejas en el transcurso de las mareas bajas. No obstante, siempre que las circunstancias me eran propicias, me apartaba del trato humano; me sentía terriblemente solo con mis semejantes. A este tenor, las aves marinas eran las únicas criaturas de Dios que saciaban mis deseos de compañía.

Las nieblas y los fríos del invierno dieron paso a una época en la que se insinuaban en los páramos baldíos humildes briznas de hierba; una época en la que el ganado mugía más jocundo y en la que el mar se lavó la cara al mismo tiempo que los cielos. Bandadas de gansos y golondrinas regresaban por el Sur de su destierro estacional. Las reformas de la mansión progresaban a un ritmo muy rápido, y todos estábamos contentos y animosos.

-No te distancies de nosotros -me advirtió mi padre en una ocasión en que estaba eligiendo el empapelado para una alcoba.

-¿Por qué piensas que me estoy distanciando?

Mi padre pasó cinco o seis páginas del catálogo antes de responderme:

-Tu pasión por los pájaros te está llevando a olvidarte de la existencia de la especie humana.

Sin poder evitarlo, me puse muy triste. Busqué el lado más sombrío de la estancia para ocultar la alteración de mi rostro.

-Quiero ser un buen ornitólogo -aseveré seguidamente con voz menguada.

-Hijo mío, es una gran cosa tener una vocación firmemente arraigada. Empero, toda dedicación que resulte excesiva conduce sin remedio a un estado cercano a la destrucción, primero moral y después física. Tienes que intentar no convertirte en un esclavo de tus propios gustos. Disfruta de todo con moderación, y la tuya será una vida dichosa. Por pretender ser un buen ornitólogo, no has de sucumbir a la tentación de apartarte del trato humano. Ten amigos y no rehuyas el contacto de tu familia. No dudes que el secreto de la felicidad reside en apreciar el valor de la moderación.

Después de este improvisado sermón, mi padre siguió consultando el catálogo como si tal cosa. En cuanto a mí, me aparté de la zona en sombras y procuré otorgar a mi fisonomía una apariencia menos dramática.

Aquella tarde no tuve prisa por marcharme a los bajíos. Disfruté de una agradable hora de charla al lado de mi madre y mi hermana, y luego, tan pronto percibí en el litoral el suave contacto de la brisa tardía, acaricié en mi interior un sentimiento bastante aproximado a la idea que mi padre me había dado de la felicidad.

Las gaviotas y cormoranes cabalgaban sobre las crestas de las olas, y yo no dejaba de observar sus evoluciones a través de mi catalejo. Traté de dibujarlas en mi cuaderno de campo lo mejor que sabía, mas hube de concluir que mi educación artística dejaba bastante que desear. A este tenor, mi padre me había comunicado con anterioridad su intención de llevarme ese otoño a un internado de Bristol para completar mis estudios. Le habían llegado muy buenas referencias de tal institución, y ya era hora de culminar la labor de aprendizaje que dejé inconclusa en Italia. Desde muy joven yo dominaba el inglés tan bien como el italiano, y esperaba que mi adaptación al nuevo sistema escolar se verificara sin bruscas transiciones.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Sombras en Cornualles (III): El interior de la casa solariega

No fue cometido fácil franquear el portón de entrada; el efecto dilatador de la humedad, unido a la aspereza producida por el óxido de la cerradura, tuvieron un buen rato ocupado al diligente Beresford. Y todavía había que agradecer a la Providencia que estuviese levantado el rastrillo del baluarte principal. Mi madre, al observar que el acceso al inmueble no estaba siendo plausible de momento, se puso a tiritar y a suspirar por unos pediluvios, remedio que estaba urgiendo verdaderamente a las delicadas plantas de sus pies. Por último, la perseverancia de Beresford se vio premiada: el enorme batiente del portón se abrió crujiendo sobre sus goznes, tal que ese insufrible sonido hizo que nos rechinaran los dientes con unanimidad.

Beresford tanteó unos segundos en las tinieblas del zaguán, y antes de que pasara un minuto ya se había procurado los servicios de una lámpara de aceite para alumbrar nuestro recorrido por la mansión. Allá dentro las profusas telarañas formaban caprichosos festones grises. El polvo era tan espeso que no se distinguían las escenas de los cuadros ni el lustre de las armaduras acertadamente situadas en ángulos salientes de los largos pasillos.

Cuando llegamos a lo que parecía un amplio salón de baile, en cuyo remate se encontraba la balaustrada que comunicaba con los pisos superiores, nos vimos sorprendidos por un enérgico batir de alas. Aquello se debía a que algunas aves utilizaban ese lugar como refugio contra las inclemencias del exterior. Y en el momento en que detectaron nuestra intrusión, se escaparon alborotadamente a través de las brechas de una soberbia claraboya de vidrios emplomados que había en las alturas del salón.

-Tendríamos que cobrarles una renta a todos estos inquilinos ilegales -observó humorísticamente mi padre.

-Lamento mucho tan indeseable circunstancia -se disculpó el bueno de Beresford, como si aquello fuera de su exclusiva responsabilidad.

-No se preocupe, Beresford. De esta forma mi hijo tendrá la oportunidad de estudiar las costumbres de estas aves especializadas en anidar en salones de baile -dijo mi padre con sonrisa cáustica.

Representó una grata sorpresa encontrar en cada una de nuestras respectivas habitaciones un fuego de troncos, cuya extraña viveza hacía resaltar de un modo fantástico las molduras de las campanas de las correspondientes chimeneas. Nos reunimos para cenar en una sala muy amplia, a cuyo largo se extendía el paralelogramo de una robusta mesa de cerezo. Beresford se esmeró todo lo posible por ofrecernos un buen agasajo, pero enseguida echamos de ver que la cocina no era su fuerte; aprovechando una ausencia del mayordomo, mi padre nos comentó la necesidad de procurarnos los servicios de una cocinera, y ésa sería una de las primeras disposiciones que tomaría en el reacondicionamiento de Dawning House.

Como fuese mucho el cansancio acumulado a lo largo de nuestra travesía por mar, esa noche nos retiramos temprano a dormir. Ya que llegué a mi cuarto, tiré de la falleba de la ventana, abrí los postigos y contemplé el exterior con mirada obnubilada. Todo era un único envoltorio de niebla. El rugido del mar ponía una nota de variedad en medio de toda esa monotonía de color blanquecino. Luego, sin más demora, cerré la ventana y me introduje en mi lecho. Recuerdo la especial frialdad de las sábanas, aun cuando la hoguera llevara ardiendo toda la tarde. Apagué entre mis dedos la llama de la vela, y dejé que mis pensamientos se fueran abocando a un sueño profundo.

Hasta que a la mañana siguiente no se hubo disipado el velo de la niebla, no me percaté de la vista espléndida que se contemplaba desde mi ventana. El sol brillaba en todo lo alto de la bóveda celeste. El viento acarreaba multitud de fragancias marinas. En cuanto al mar, parecía ostentar una tonalidad menos gris. Y sobre su encrespada superficie volaban mis amigas las aves. Unas aves adustas y de enorme fortaleza, pues el entorno no les permitía otro género de vida... A lo mejor yo no terminaba añorando tanto la lejana Italia como en un principio me había imaginado. Era posible que yo también encontrara mi sitio en la indómita Cornualles.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

lunes, 2 de febrero de 2009

Sombras en Cornualles (II): El exterior de la casa solariega

Desembarcamos todos haciendo gala de una solemnidad cautelosa. Mi madre y Arabella estaban pálidas como un lienzo debido a las náuseas que les había provocado tan prolongada travesía. Mi padre se alisó los pliegues de su abrigo, e inspeccionó los rostros de los lugareños que no cesaban de retratarnos con la boca abierta. De uno de los grupos más próximos al muelle se destacó un hombre con muchos inviernos a las espaldas, cuyo paso tambaleante sugería la impresión de que cojeaba de ambas piernas. Era de porte emaciado, con el rostro lleno de arrugas y una larga cabellera amarillenta como la paja usada en las caballerizas.

-Usted es sir Michael Braun -le dijo a mi padre con una casi imperceptible nota de servilismo-. Yo soy Silas Beresford, el mayordomo de Dawning House, recordará usted. He mandado traer un carro para disponer el traslado de ustedes y sus efectos personales al... castillo -vaciló al remarcar esta última palabra.

-Muy amable de su parte, Beresford -agradeció mi padre.

-¿Viene con ustedes milady..., perdón, quiero decir Lady Harriet? -indagó el mayordomo, mirándonos con ojos rebosantes de emoción.

-¡Mister Beresford! -exclamó mi madre al borde del llanto-. ¡Cuántos años hace que no nos vemos!

-¿Cómo se encuentra, milady? ¿A qué se debe su aspecto alicaído?

Un silencio tajante dejó suspenso en el aire el interrogante planteado por el buen doméstico. Ninguno de nosotros quería sacar a relucir nada que tuviera que ver con la pesadumbre que oprimía a mi madre, aun cuando la cortesía impusiera una respuesta. Así pareció entenderlo Beresford finalmente. Pese a ir muy mal ataviado con una librea medio devorada por las polillas, lo ceremonioso de sus movimientos hacía honor a su cargo, y, por ende, sus modales estaban investidos de una delicadeza y exquisitez admirables. Una vez que hubo colocado nuestro cuantioso equipaje sobre la caja del endeble carro, nos pidió que nos acomodásemos como buenamente pudiésemos. Así lo hicimos. Mi madre, por ser de condición valetudinaria, se sentó en el pescante al lado de Beresford. Los demás íbamos retrepados encima de la carga, la cual pugnaba por liberarse de la sujeción a que la sometían los listones de los costados del carro.

Abandonamos la aldea como pudiera haberlo hecho una comitiva fúnebre. Las nieblas contribuían a anticipar la hora del atardecer. Hacía tal frío que enseguida se nos quedaron los miembros agarrotados, viéndonos en la precisión de masajearlos para restituir el riego sanguíneo. Íbamos por un sendero que quería seguir el contorno de la cresta de los acantilados, si bien manteniéndose a una distancia prudencial de los temibles despeñaderos cortados a pico. Se diría que el mar mugía muy cerca de nuestros oídos, y en el entrevero de la niebla se podían columbrar los distantes farallones de las islas Scilly. El carro avanzaba a trompicones. Mi madre se resentía de cada roca o desigualdad del camino, y se las veía y deseaba para reprimir los quejidos de dolor que acudían a sus labios.

No llevaríamos veinte minutos de marcha cuando a menos de un cuarto de milla avistamos los perfiles de una añosa mansión situada al borde de un abrupto promontorio. Al contemplarla de cerca la impresión que me sugirió, era la de tratarse de un castillo reconvertido por los imperativos de alguna tendencia modernista. Los adarves se habían mudado en soleadas galerías acristaladas, los torreones se habían cerrado con compactos techos cónicos, delatando estos añadidos la intención de evitar que el frío invernal invadiera las estancias interiores. La imagen que presentaba el conjunto no era con todo nada hospitalaria. Aves de mal agüero anidaban en las grietas de los muros, y los momentos que no consagraban a la rapiña los invertían en planear en derredor de los sombríos torreones y en arrojar lúgubres graznidos al compás de los clamores del viento del Norte.

Cuando estuvimos más próximos, pudimos apreciar con mayor detalle la desolación que imperaba en el edificio al cual los caprichosos giros de la rueda de la fortuna nos habían encaminado. Había sectores que aparecían totalmente derruidos por los ultrajes del tiempo y la incuria, y asimismo nos dimos cuenta que eran muy pocas las vidrieras que permanecían ilesas. Plantas nocivas habían enraizado en los tejados y en las zonas más vistosas de la fachada, y las gárgolas por las que se canalizaba en los aleros el agua llovediza estaban a un paso de desintegrarse a consecuencia de los avances del óxido. Nuestras fisonomías reflejaron el desaliento ante la perspectiva de fijar nuestra residencia en tan desabrido inmueble. Estoy seguro que por la mente de mi padre pasó la idea de ordenarle a Beresford que pusiera marcha atrás y nos condujera nuevamente a los claustrofóbicos camarotes del bergantín Austro. Sin embargo, toda su decepción se ciñó a la pronunciación de las siguientes palabras:

-Bien está que en casi veinte años Dexter no haya respondido a nuestras cartas. ¿Pero es que tampoco ha encontrado tiempo para preocuparse de la conservación del edificio?

-Hay una explicación, sir Michael -repuso Beresford, soltando un leve carraspeo-. El señor barón vio tan mermada su fortuna que decidió sentar plaza como militar. Hace muchos años que se fue destinado a la India, y detrás de él se marchó el señor Laws.

Es necesario puntualizar que el hombre que mi padre había nombrado era el hermano de mi madre, mientras que el hombre que a su vez mencionó Beresford fue en tiempos el administrador de las posesiones de la familia Dawning.

-Éste es el motivo de tantas incomodidades como ustedes están teniendo ocasión de apreciar -siguió explicando el mayordomo- y que les tienen perplejos y a mí avergonzado. Desde que el señor Laws se marchara, he tenido que sobrevivir remendando redes para los pescadores de la aldea; la renta subsidiaria que el señor barón me señalara no me alcanzaba para cubrir mis necesidades más elementales. Y si no he dispuesto de dinero para atender mis gastos, mucho menos lo he tenido para decidirme a reparar por propia cuenta los vicios arquitectónicos del castillo. Fíjese que antes de acudir a recibirles en este miserable carruaje, he revisado los establos del castillo por si había alguno que pudiera servir a este menester. Mas no ha sido así, sir Michael; todos los carruajes que allí había se encontraban en un estado lastimoso, y éste que llevamos se lo he tenido que alquilar a un buhonero del lugar por dos o tres chelines.

-Te reembolsaré lo que hayas gastado -afirmó mi padre.

-Después de todo, no es mala montura la que llevamos. Esta mula es mía y procuro tenerla bien cuidada. Aún no ha nacido persona que pueda decir que mi Rose tiene la más diminuta garrapata en los ijares. ¡Ya me ocupo yo de cepillarla a diario y de suavizarle las crines con unas gotas de aceite de oliva.

-Beresford, ¿es muy lamentable el estado de Dawning House? -le atajó mi padre para evitar que cambiase de tema.

-Si le doy mi más sincera opinión, sir Michael, habrá de saber que, exceptuando unas pocas estancias, todo está hecho una ruina. Sería necesario mucho trabajo y dinero para devolver a Dawning House su esplendor de antaño.

-Ahora es invierno, y es mal momento para iniciar reformas -dictaminó mi padre.

-Eso mismo opino yo, señor. Sin embargo, les puedo garantizar que el ala oeste, la que mira al mar, no está excesivamente dañada. Creo que podrían alojarse allí hasta encarar épocas más afortunadas.

-Seguiremos gustosos tu sugerencia, amigo mío.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.