Pido perdón por la extensión
del capítulo, pero quiero dejar cerrada esta parte de la historia.
¿Cómo
fueron previamente las cosas para Jem? Su corazón no llegó a apaciguarse,
ninguna noche pudo descansar en un mismo sueño. Haber perdido al amor de su
vida y ahora a su hija. No podía asimilarlo, pese a tener una afincada
costumbre de soledad. Melody estaba en una casa de acogida allí mismo, junto a
la costa de San Juan Capistrano. La casa se veía desde el mar, y muchas veces
Jem embarcaba para situarse en una adecuada perspectiva que le permitiera
atisbar aquélla con ayuda de unos prismáticos. Y desde allí podía observar a
Melody jugando en la playa con otros niños y tratándose con otras personas,
entre las cuales destacaba Arthur Seygfried, el párroco. Entonces el mar se
volvía sumidero de penas para el padre despechado, para el amante frustrado,
para el hombre que gastó su vida en soledad. No podría aguantar mucho de esa
forma, así lo presentía con más vehemencia conforme pasaban los días.
El
nombre de Rebeca venía investido de un fugaz carácter de esperanza en los
momentos en que contemplaba las constelaciones de una estación que acudía al
encuentro de otra. Si Rebeca hubiera permanecido a su lado, a pesar de todos
los inconvenientes a que se enfrentaban, estaba convencido de que Melody
hubiera seguido con ellos y hubiera crecido feliz, alejada de los efectos de la
melancolía que traía aparejada la soledad de su padre. Rebeca era símbolo de
esperanza y redención, así lo sentía Jem con más poder cada día que pasaba.
Rebeca era la personificación de todo lo bello y amable de la vida. Jem debía
encontrarla, a menos que prefiriera enfrentarse a la lobreguez de sus días.
Mirando desde el mar a la casa de acogida donde Melody había iniciado un nuevo
caminar, se afianzó en esta certeza. Ahora que ya no tenía otras
responsabilidades que atender, había llegado la hora de retomar con ahínco la
búsqueda de Rebeca. Decidió, en consecuencia, procurarse los servicios de un detective
privado que abordara las líneas de investigación que él, Jem, se veía incapaz
de llevar a cabo por cuenta propia debido a su desconocimiento de cómo
funcionaba el mundo apartado de las aguas del océano.
En
la lonja del puerto se enteró de la dirección de un detective privado que
acababa de jubilarse y que respondía al nombre de Carson Stevens. Se había ido
a vivir a una pequeña villa situada en la isla de Santa Catalina, donde
empleaba las horas dando largos paseos por el litoral y cuidando de las plantas
de su pequeño jardín.
Jem
decidió jugarse el todo por el todo. Una madrugada de tiempo sereno enfiló la
proa de su barca rumbo a Santa Catalina, que distaba pocas millas de San Juan
Capistrano. Era la culminación de la mañana cuando, tras haber atracado en una
tranquila cala, dio con la villa del detective.
Carson
Stevens se encontraba casualmente en el jardín, trasplantando esquejes de rosal
de Alejandría. Se trataba de un hombre obeso, de rostro grasiento y ojos
azules, redondos como canicas. Se protegía del sol y de su calvicie con un
ajado sombrero de paja. Tenía la blusa marcada por enormes cercos de sudor. Tan
enfrascado estaba en su labor, que no pudo por menos de arrugar el ceño en
cuanto vio a Jem traspasar la cancela del jardín.
Jem
no se anduvo por las ramas. Con tono suplicante requirió los servicios del
detective, quien en un primer momento se mostró severo e inflexible. Pero en
cuanto abrió los oídos a las explicaciones del desdichado pescador, abatió la
frente y se quedó unos instantes pensativo… Acababa de jubilarse, como quien
dice, aún no había tenido tiempo de degustar plenamente las mieles del
descanso, pero no cabía duda de que el hombre que tenía al lado sufría, y, en
principio, la búsqueda de una mujer, que para más señas había sido actriz
porno, no se le antojaba complicada. No era porque la historia del pescador le
conmoviera especialmente, sino porque se trataba de un caso de sumo interés,
que era distinto a otros que había abordado a lo largo de su larga carrera como
detective.
Con
la promesa de ir a visitarle a su galpón de San Juan Capistrano, Carson Stevens
se despidió de Jem y siguió enfrascado en sus tareas de jardinería. Jem se fue
con una esperanza peregrina palpitándole en su interior. Al fin y al cabo las
cosas podrían mejorar y no ponerse peor de lo que estaban.
La
esperada visita no tardó en verificarse. Al cabo de cuatro días, el detective
se presentó en el galpón de Jem, justo cuando éste acababa de regresar de una
nueva jornada en el mar. Le traía noticias alentadoras. No le había hecho falta
salir de Santa Catalina (por lo que sus honorarios no serían muy elevados) para
averiguar que Rebeca Evigan era efectivamente Solange Reyes, y sin duda se
podrían obtener noticias de ella por medio de Jimmy Staunton, el realizador que
había dirigido todas las cintas porno en que ella había intervenido; éste tenía
los estudios en una casa de West Covina, localidad no muy distante de Los
Ángeles.
Jem
se mostró un poco alicaído. No se creía que ella hubiera regresado al mundo
porno, pero esta noticia era mejor que nada. Carson Stevens le ofreció ir a Los
Ángeles para hacer una investigación más exhaustiva; reconocía que desde que se
había retirado, le daba pereza andar de acá para allá, y por eso, en la
presente ocasión, sólo se había limitado a contrastar algunos datos a través de
Internet; no obstante, si este indicio no le parecía a Jem lo suficientemente
satisfactorio, estaba dispuesto a afinar aún más en sus pesquisas. Jem se lo
agradeció, pero le dijo que con esta información ya tenía bastante. Algo le
decía que, tirando del hilo del realizador porno, conseguiría dar con el
paradero de Rebeca.
Tras
cobrar sus honorarios, el detective se marchó, conmovido por la mirada que apreció
en los ojos del pescador, en la cual ahora se aunaban la tristeza y la
esperanza.
Antes
de tomar una decisión definitiva, Jem aparejó su barca y se dirigió al sitio
desde el cual podía avistar desde la lejanía el jardín de la casa de acogida en
la que ahora su hija habitaba. Melody desdibujándose como una imprecisa silueta
en el horizonte costero. Una niña preciosa que tenía una madre y un padre. Y
merecía disfrutar de la presencia de los dos. Jem ya no vaciló. Partiría de
inmediato en busca de Rebeca. Le haría entender que no podían estar separados
por causa de las habladurías; era mejor resistir las acechanzas de los meapilas
de San Juan Capistrano que sufrir la ausencia de las personas amadas. Puso en
funcionamiento el motor de la barca, ansioso de emprender un nuevo rumbo.
Esa
misma tarde tomó un autobús, y a primeras horas de la madrugada sus ojos
apreciaron el soberbio skyline de Los
Ángeles. En la terminal se enteró de un autobús que partía con destino a West
Covina, pero eso no sería hasta la hora del alba. Se dispuso, pues, a
descabezar un sueño en uno de los bancos que allí había. No llevaba de equipaje
más que su tosco macuto de pescador, y, apoyando en éste la cabeza, cayó en un
reparador duermevela. En alguno de los sueños que debió tener, se le apareció
la figura de Rebeca, tan adorada, y se afianzó en el propósito de remover cielo
y tierra hasta dar con ella.
A
mitad de la siguiente mañana, el nuevo autobús le dejaba en las calles de West
Covina. Llevaba escrita en el papel que le había facilitado el detective la
dirección del realizador de películas porno. Se trataba de una casa que, a no
dudar, en el transcurso de las noches ofrecería el aspecto de una mansión
terrorífica, aunque a escala reducida. Resultaba llamativo ver las persianas bajadas
y clausurados los tragaluces de lo que debía de ser la buhardilla; quizá se
debiera a que aún la mañana no estuviera avanzada. Jem comprendía que su visita
a Jimmy Staunton tal vez no se desarrollase por cauces de cortesía, pero sus
deseos de dar con Rebeca eran verdaderamente imperiosos. Buscó la puerta
principal, y llamó al timbre.
Acudió
a abrirle una mujer de ascendencia mexicana, que tenía toda la pinta de una
empleada doméstica. Jem preguntó por Jimmy Staunton, y a su vez la mujer le
preguntó para qué quería ver a su jefe; Jem le respondió que se trataba de una
cuestión de vida o muerte y que le urgía ver al dueño de la casa sin la menor
demora. La mujer respondió que su jefe estaba en mitad de un rodaje y que era
forzoso esperar a que acabara. Jem comenzó a amoscarse, estaba muy cansado del
largo viaje que había hecho y no estaba dispuesto a esperar o a marcharse sin
una respuesta.
Por
los sonidos, le resultó fácil averiguar dónde se encontraba la zona de rodaje,
y hacia allá se encaminó, haciendo caso omiso de las elocuentes advertencias de
la empleada doméstica.
Al
abrir una puerta se dio de manos a boca con una ardorosa escena lésbica, en las
que dos tentadoras actrices de color se estaban comiendo mutuamente el chichi.
Allí sólo había un hombre grabándolas con una cámara de Super8, por lo que Jem infirió
que se debía tratar sin duda de Jimmy Staunton. Éste se volvió hacia el intruso
con un gesto de rabia, que se mudó en estupor en cuanto Jem le preguntó dónde
se encontraba Rebeca, por otro nombre Solange Reyes. Las dos actrices dejaron
de comerse el chichi, y en un principio pensaron que la presencia del intruso
obedecía a una modificación de última hora del guión, pero al ver lo nervioso
que se había puesto Jimmy empezaron a temer que aquél fuese un psicópata. Jimmy
dijo no saber nada de Solange, pero al mirarle a los ojos, Jem comprendió que estaba
mintiendo.
El
cansancio y la desesperación hicieron mella en su, por lo habitual, reposado
temperamento. No se veía con ánimo de suplicar a ese mindundi de voz afeminada;
tampoco su oratoria podía ofrecerle argumentos convincentes que poder esgrimir
en esta ocasión. La sangre se le agolpó, pues, en el rostro, y, apelando a sus
ejercitadas fuerzas de marino, agarró de las solapas de su chupa de cuero a
Jimmy Staunton, quien enseguida se apercibió de la desventaja en que se
encontraba ante una hipotética pelea. Jem lo arrinconó contra la inmediata
pared, mientras las actrices salían despavoridas de la habitación. La empleada
doméstica, por su parte, hizo ademán de coger el teléfono para llamar a la
policía, pero se contuvo de hacerlo a cuenta de la mirada fulminante que Jem le
dirigió.
Acto
seguido, Jem repitió a Jimmy la pregunta que le había hecho, advirtiéndole que
como le dijera un embuste volvería en su busca para hacérselas pagar muy caras.
Jimmy tragó saliva y desembuchó todo lo que sabía, motivo por el cual Jem le
liberó las solapas. Precisamente esa misma mañana Solange tenía que ir a un
hotel de Los Ángeles para hacerle una mamada a un político corrupto que él,
Jimmy, conocía y con el que estaba en deuda. Jem, al percatarse de que aquél
había extorsionado a Rebeca, no pudo reprimir asestarle un puñetazo en la boca
del estómago. Luego puso pies en polvorosa.
Le
había sonsacado a Jimmy la dirección del hotel y el número de la habitación a
la que Rebeca debía presentarse. El tiempo no le venía sobrado si quería evitar
que la mujer de su vida se viera envuelta en una desagradable situación.
Se
gastó un buen puñado de dólares en la carrera de un taxi que lo dejó junto a la
misma marquesina del hotel. Hizo caso omiso del recepcionista, quien, en vista
de que un intruso se colaba en uno de los ascensores, avisó inmediatamente al
personal de seguridad. Jem subió las doce plantas con el corazón en un puño,
mayormente por la emoción de reencontrarse con Rebeca después de tanto tiempo.
Llegó a la habitación en cuestión, oyó los gritos de aquélla y fue cuando
comprobó lo acertado de la intuición que lo había conducido allí.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).