jueves, 26 de febrero de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (II) - La sombra de un idilio


A pesar de que el título pueda sugerir otra cosa, este capítulo puede ser leído por gente de todas las edades. Soy consciente de que es un poco largo, pero era necesario ofrecer una imagen completa de esta parte de la historia.

Tres años habían bastado para cambiar la fisonomía al pueblo. Antes medraban las rencillas entre distintas familias; había que posicionarse, y estar a bien con una de aquéllas implicaba ganarse la enemistad de las otras. Una violencia soterrada recorría las calles de aquel lugar que por otras circunstancias podría haber resultado idílico.
Pero un día de verano, cuando más golondrinas recorrían el cielo, había surgido el cambio, así sin aguardarlo.
Un ángel vino a limar las asperezas de aquellas gentes cuyos sentimientos necesitaban ser reconducidos. Una mujer bellísima que alquiló un cuarto en un motel de los aledaños, y luego buscó trabajo en el pueblo. Así logró un puesto de camarera en un diner próximo a la playa. Sonreía a todo el mundo, sabía escuchar, empezó a frecuentar la iglesia, alquiló un modesto apartamento, era hermosa como un huerto florido.
En los momentos en los que el trabajo se lo permitía, solían verla escribir en un diario de tapas ajadas por el desgaste de los años; a no dudar, era un objeto que conservaba desde siempre. Más de uno hubiera dado un buen pico por averiguar lo que contenían esas páginas tan celosamente guardadas.
Así y todo, era una joven discreta y silenciosa en todo lo referente a sí misma. Se integró totalmente en las actividades de la iglesia, y allí supieron que su nombre era Rebeca Evigan. Tenía una sonrisa como un arrecife de perlas blanqueado por la luna. Se hizo amiga de Arthur Seyfried, el párroco, y de Anne Lawrence, Shana Merton y Alice Stevenson, mujeres ya maduras, que eran las que partían el bacalao en la parroquia. Rebeca prestaba oído atento a los sermones dominicales, y se había corrido la voz de que estaba haciendo una lectura sistemática de la Biblia.
Rebeca cada vez escribía más cosas en su diario.

***

Jeremías “Jem” Sandoval era un pescador de atunes, que en San Juan Capistrano sólo era bien considerado en su oficio. Nadie quería ser amigo suyo, y él tampoco quería ser amigo de nadie. Sólo iba a la lonja a vender su pescado, compraba algunas provisiones en el supermercado, y en cuanto le era posible se iba a su barca a compartir su soledad con la inmensidad de los mares. A su regreso de la lonja, solía pasarse a desayunar al diner de Hugh Carter, que abría muy temprano y era precisamente aquel en el que trabajaba Rebeca.
Un psiquiatra, por muy poco sagaz que fuera, habría diagnosticado a Jem el síndrome de Asperger, cuyos síntomas se resumían en un apego inusitado a la soledad y una ausencia de interés por lo que pudiera ocurrirles a las personas que tenía a su alrededor. Hugh Carter le conocía bien, y tal vez fuera el único ser de San Juan Capistrano que le profesaba un sincero afecto, al que Jem respondía cambiando algunas palabras con el simpático y orondo hostelero acerca de la calidad de los huevos con beicon y de las tortitas con sirope de arce que le habían sido servidas. Hugh incluso se permitía gastarle algunas bromas inocentes, pero Jem no era persona a la que le gustase bromear. Tenía reparo de entrar a los sitios públicos, porque era consciente de que no iba bien vestido con sus ropas descoloridas y pasadas de moda.
Una mañana entró en el diner oliendo a sobaquina y escamas de pescado. Aún no había terminado de levantar el sol, y ya había regresado de su faena en el mar.
–¿Qué vas a tomar? –le preguntó Rebeca con una voz cargada de afecto.
Jem se atrevió a mirarla, y sintió que se le trababan las palabras. Enrojeció hasta la raíz del cabello. Entonces comprobó con tristeza lo incapaz que era, que ni siquiera podía dirigirle una palabra simpática a ese encanto de muchacha. Jem era un hombre ya maduro, no sabía si calificarse a sí mismo de atractivo con esa melena indomable y plagada de canas, parecida en la forma a un paraguas. Jem tenía en el cutis el tono cobrizo del sol de los mares crepusculares, y para más inri hedía a sobaquina y escamas de pescado.
–Tomaré… lo de siempre –dijo con la vacilación de quien camina por una senda alfombrada de huevos. 
Rebeca marchó a la cocina a llevar la comanda.
Entretanto, Jem no conseguía aclararse la cabeza. Era muy extraña la impresión que le había causado la muchacha. Después de algunas experiencias frustrantes en su juventud, nunca había esperado mucho de las mujeres; se encontraba mejor llevando una vida solitaria, o al menos eso creía desde hacía varios años. Pero esta vez había sido distinto: estaba turbado, y en el fondo de su ser sentía ganas de tener un conocimiento más profundo de la camarera de Hugh Carter.
–Aquí tienes lo que has pedido –le sorprendió ella, rompiéndole el hilo de sus reflexiones.
–Quiero pagar la consumición –dijo torpemente.
–No hace falta –dijo ella sin dejar de sonreír–. Puedo esperar a que hayas acabado.
–Es que tengo un poco de prisa.
No era más que una excusa por parte de Jem para alargar la conversación con ella. Le estaba costando, porque era hombre parco en palabras. Sin embargo, necesitaba seguir la charla, aunque ya no supiera qué más decirle. Se enteró de su nombre por la chapa distintiva que llevaba prendida en la pechera de su uniforme. Un nombre indiscutiblemente hermoso. ¡Rebeca! ¿Cómo podría decirle que él se llamaba Jem, si no ostentaba ninguna chapa en la pechera de su blusa? El rubor que abrasaba su frente se resolvió en un sudor inoportuno, él, que ni siquiera transpiraba cuando le caía encima el rabioso sol del Pacífico.
Rebeca le trajo la vuelta del billete de diez dólares que le había dado. ¿Eso vaticinaba acaso el final de su instante juntos?
–Puedes quedarte el cambio –dijo como si estuviera confesando un crimen nefando.
–¡Muchas gracias!
La sonrisa de ella adquirió aún mayor grado de belleza.
–Me llamo Jeremías, aunque todos me llaman Jem.
–Es un placer conocerte.
–Lo mismo… digo.
Al salir del diner, Jem notó que las rodillas le flojeaban. No era capaz de definir lo que le estaba ocurriendo por dentro.
Viéndose en la necesidad de serenarse, regresó a su barca y se apartó de la costa cosa de un par de millas. Nunca había visto el cielo con un azul tan profundo, nunca las nubes le parecieron tan blancas, nunca la brisa del mar recreó tanto el aliento de una boca anhelada; unos labios de fruta y coral procurando la unión con sus propios labios, que los espejos revelaban del gris pedregoso de las lápidas de olvidados cementerios marinos. Su mente, aun así, no se serenaba, y, aunque no era la hora apropiada, se fue al caladero de los atunes a pescar con sus artes rudimentarias. Tuvo suerte, sin embargo, y llenó los cajones que tenía en el fondo de la barca. Pero era un sinsentido: al llegar a puerto se encontraría la lonja cerrada, no disponía de hielo picado y la pesca se echaría a perder. Por tanto, tomó la decisión de devolver los atunes al agua, mientras aún permanecieran vivos. Pero la desazón no se le había quitado. Veía a Rebeca hasta en las cosas invisibles. Acaso fuera un sentimiento tan hermoso y efímero como una flor del desierto, que tan sólo luce su belleza en el transcurso de un día. Necesitaba, con todo, volver a verla, a Rebeca, o su alma no conocería el reposo hasta que lo hiciera.
Liberada de la carga de atunes, dirigió su barca hacia el varadero. El viento era favorable, e infló la vela con una vigorosidad poco habitual. Las aves del mar también llevaban el camino a tierra, siguiendo la estela de la barca.
Ahora, que caminaba de nuevo por los tablones del muelle, olía más que antes a sobaquina y escamas de pescado. Se imaginaba que ella arrugaría la nariz  y su sonrisa sería más de condescendencia que de simpatía. Pero él había vuelto por ella; por ella había afrontado una jornada añadida en el mar, por ella estaba dispuesto a ir a buscar flores al desierto y capturar su belleza en campanas de cristal de roca.
–Jem, ¿de dónde sales? –preguntó Hugh Carter en cuanto lo vio traspasar la puerta del diner.
–Tengo hambre –respondió con forzado laconismo. Y es cierto que un hambre extraña, aunque no de alimentos, devoraba las entrañas de su ser.
–Pues siéntate donde quieras, que enseguida te sirvo.
–Realmente… no.
–¿Te pasa algo, Jem?
En ese momento apareció Rebeca por la puerta de la cocina, y aquí fue cuando Jem perdió transitoriamente el uso del habla. Hugh siguió la dirección de su mirada y, a fuer de hombre curtido en las campañas de la vida, adivinó al punto lo que estaba pasando por la mente de su amigo.
–Anda, truhán, siéntate, que enseguida va ella a servirte.
Jem le agradeció, en su fuero íntimo, ese atisbo de comprensión sin tener que entrar en detalles. Corrió a sentarse, pues, junto a la primera mesa que encontró libre, dentro del radio de acción de Rebeca. Aunque su cortedad era extrema, sentía arrojos para llevar a cabo sus pretensiones.
–¡Hola! ¿Otra vez aquí? –lo saludó ella, desplegando toda la belleza de su sonrisa.
–Hoy me siento… hambriento.
Pidió la hamburguesa especial de la casa, con extra de patatas fritas y ensalada picante. No es que tuviera mucho apetito, la comida apenas si la tocó, pero pidió renovar varias veces su consumición de cerveza. El bienestar etílico que esto le ocasionó, le indujo a dar un nuevo paso en su osadía.
–Rebeca, ¿quieres una cerveza? Yo invito.
Una nueva sonrisa de labios adorables.
–Te lo agradezco, pero no puedo dejar que me inviten mientras estoy trabajando.
Jem se estaba quedando sin recursos para continuar el diálogo, y empezó a sentirse desesperado. El sofoco le provocó un inquietante jadeo.
–¿Estás bien? –Rebeca dejó la bandeja sobre la mesa, y se acercó a él. Le puso una mano sobre el hombro.
–¡No estoy bien! No estoy bien desde la primera vez que te he visto. Me he ido al mar para ver si te olvidaba, y ni por ésas. Sé que soy poco atractivo y huelo mal, y sé que todos piensan que estoy tocado del ala. Pero yo creo… creo que puedo ser el mejor de los hombres si tú me lo pides… Puedes rechazarme, y por ello no seré mejor de lo que soy. ¡No sé cómo decirlo! Estoy comiendo esto sin hambre, pero puedo estar aquí…, cerca de donde tú estás.
Sin poderlo evitar, dos lágrimas brotaron rabiosas de sus ojos. Se sentía avergonzado. Pero aún notaba la mano de ella en su hombro.
–Yo no soy mejor que tú, Jem. Tal vez tú seas infinitamente mejor que yo… Debo volver al trabajo.
Al verse nuevamente solo, Jem depositó sobre la mesa un billete de diez dólares, y, dejando a Hugh con la palabra en la boca, emprendió la escapada del diner. Se maldecía a sí mismo por haber permitido que la embriaguez lo dominara hasta el punto de haberse ido de la lengua.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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lunes, 16 de febrero de 2015

La medalla de comunión


En la sesión del día 11 de febrero del corriente, estuvimos trabajando la técnica de la descripción. La monitora nos recomendó el vídeo de más arriba, titulado "La mendiga y las bolsas", para que encontrásemos inspiración para una historia  en la que se involucrase el uso de los cinco sentidos en las partes descriptivas. El vídeo es un corto de animación de Eduardo Suazo. Antes de visulizarlo, recomiendo desactivar el vídeo musical que suelo poner en la barra derecha de este blog.

Al visionar este vídeo, me vinieron recuerdos muy apartados, cuando en una ocasión robaron a mi madre la medalla de comunión de mi hermana, que llevaba colgada al cuello. Mi hermana salió corriendo tras los ladrones, y éstos le dieron esquinazo en la boca del metro de Oporto, en Madrid. Pasó toda la noche llorando, y aún se me remueven las entrañas al rememorarlo. Para la historia que aquí ofrezco, aprovecho también un personaje de la primera novela de cierta extensión que escribí hace ya más de veinticinco años: me refiero a Paquita, a la que he encontrado muchos paralelismos con la mendiga del vídeo.


LA MEDALLA DE COMUNIÓN

Se conserva claro y nítido en mi  memoria, pese a la aspereza de estas sábanas, cuyo roce me desuella los talones, y al hedor a orina podrida que trasciende desde el váter. Quizá este recuerdo fuera más hermoso si no estuviera en este antro de residencia de ancianos, a la que vienen a pasar sus últimos días quienes no tenemos dinero para pagar otra mejor.
Yo era barrendero en 1980. Puedes creer que me gustaba mi trabajo. Solía pasar leyendo las dos horas posteriores a  la cena.  No me casé nunca; me hubiera gustado haberlo hecho y fundar una familia. Tal vez la melancolía de que estaba inseminada mi vida, me llevaba a fijarme en toda la gente que me rodeaba.
Recuerdo el primer jueves de junio de 1980, cuando a la señá Paquita la atracaron dos macarras imberbes, arrancándole la medalla de comunión de su hija, que había fallecido un año antes tras larga y penosa enfermedad. No llegué a tiempo de impedirlo. Los niñatos la dejaron caída de nalgas en el pavimento de la calle, con un cerco sanguinolento surcándole el cuello; salieron  a  la fuga los muy cabrones, mientras se guaseaban como si fueran cornejas que graznan en el crepúsculo de un camposanto.
La señá Paquita se quedó desconsolada. Intenté ayudarla a levantarse, pero sus ojos de betún endurecido segregaron unas lágrimas de la consistencia del aceite. Esa medalla era el único recuerdo que le quedaba de la familia que una vez tuviera. Cuando logró reaccionar, se aferró a la pernera de mi pantalón; quería rogarme algo. Empezó a tartajear y las lágrimas se vertieron dentro de la cavidad de su boca; debieron de saberle amargas y calientes como raíz de ricino.
–Arsenio (tal es mi nombre), seguro que han tirado la medalla de mi niña a una papelera. Registra las bolsas. ¡Es la medalla de mi niña!
Me di cuenta, al verla boquear y con las pupilas erizadas, de que la señá Paquita había perdido el juicio. Para contentarla le dije que cumpliría su requerimiento. No juzgué oportuno disuadirla y decirle que esos delincuentes venderían la medalla a las primeras de cambio, para procurarse dinero para la droga.
Ay, me duelen las escaras que me produce esta cama de los mil demonios. Sí, recuerdo los años que siguieron a ese incidente. Era descorazonador ver los cristales de aire frío de esas madrugadas de invierno arrebatando los colores de la salud a la señá Paquita. Se dedicaba a registrar todas las papeleras, formaba extraños túmulos coloridos con las  bolsas y decía que se los iba a llevar a casa en un carrito de supermercado para registrarlos con más detenimiento. A cuenta de los olores malsanos que esto generaba, sus vecinos lograron echarla de su casa. Se estableció en una chabola de ratas y cartones, plantada en medio de un barrizal bilioso que había por entonces en el barrio. Siempre  me describía la medalla las veces que nos parábamos a hablar: la imagen de la Virgen Niña, la dedicatoria… Incluso me mostró alguna foto de la misma. Y las bolsas de basura parecían hongos tornasolados creciendo en derredor de la chabola. La policía le había advertido, en muy severos términos, que si no dejaba esa costumbre tan poco higiénica, la ingresarían en una institución psiquiátrica. La imagen y los miasmas que ella ofrecía al barrio eran ciertamente intolerables. A mí mismo se me iba la vida de tristeza al verle sus uñas tan sucias y glutinosas.
Y un buen día me dijo, con una sonrisa de dientes mellados:
–¡Mira, Arsenio, he recuperado por fin la medalla!
Me la mostró con jubilosa unción. Era la misma que ella recordaba: el redondel de oro con la Virgen Niña y la dedicatoria.
Volvió, pues, a su casa, recobró sus limpias costumbres y el aprecio de sus vecinos, y pasó el resto de su vida con la dicha de conservar el último recuerdo de su familia.
¡Fui yo, señá Paquita! Ahora que ya no estás y me estoy muriendo, puedo decirlo con orgullo. Tuve que ahorrar muchos años, pero al final le encargué al joyero del barrio que me consiguiera una réplica exacta de la medalla, con la misma dedicatoria.
Si existe el cielo, quiero que cada estrella asuma la forma de una colorida bolsa de basura, y, en cualquiera de ellas, quizá encuentre la medalla de amor que mi vida pudo haber merecido.
Madrid, 14 de febrero de 2015.
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).

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viernes, 6 de febrero de 2015

Cuentos Urbanos: El lado pornográfico de la vida (I) - Un cambio de vida


Podríamos pensar que los tiempos han cambiado, que los valores morales han evolucionado con respecto a los de épocas pretéritas, que hoy somos más liberales y tolerantes, que no existen tabúes ni límites en lo concerniente a la libre expresión. Todo es, no obstante, pura fachada. La tendencia a juzgar por las apariencias, a buscar a ultranza defectos en otras personas, a creernos mejores de lo que somos, todo eso sigue vigente y con más fuerza cada día. Quizá resulte sencillo acusar al prójimo de falta de moralidad, aun cuando en nuestro interior seamos un dechado de miserias.
De esto trata el nuevo cuento urbano que ofrezco a la consideración de los lectores. A pesar del título, lo pornográfico, en la acepción del término que actualmente resulta más popular, no deja de ser un simple telón de fondo, algo causal al fin y a la postre. Acaso lo pornográfico no sea lo relativo a la promiscuidad sexual, sino el desprecio al prójimo por envidias, recelos, animadversiones, rencores u otros resentimientos.
Como autor literario, y ya con la edad que me gasto, no tengo que sonrojarme por publicar algo parecido. Tuve la querencia de hacerlo, y, no sin alguna reticencia previa, lo he escrito y me arriesgo a publicarlo. Quien quiera encontrar en este relato elementos de juicio en contra de mi moralidad, que quede bien servido. Si llegan al final de la lectura de los distintos episodios, tal vez se susciten pensamientos diferentes a los que el solo título pudiera sugerir.
Con todo y con eso, advierto que esta lectura sólo es adecuada para personas mayores de edad (al menos en los pasajes de sexo explícito). Sé que esta advertencia puede resultar ociosa en el mundo de Internet, donde es imposible poner puertas al campo, pero por mi parte declino toda responsabilidad de escándalo por cuanto he hecho la oportuna recomendación de edades.
Asimismo, quiero advertir que éste es un relato ficticio, producto de mi imaginación, por lo que invoco el amparo del derecho constitucional a la actividad creativa. Aunque esté ambientado en lugares reales, no me mueve ningún deseo de ofender a nadie ni subyace ninguna intencionalidad que pudiera ser interpretada como racismo, condena a actividades que constituyan un modo de vida, ataque a una comunidad religiosa, etcétera. Tan sólo me mueve un interés literario y el discurso dramático del relato en nada se corresponde con la realidad.
Por otra parte, si dejamos aparcados ciertos detalles escabrosos, hasta puede resultar una historia realmente bonita.

«San Francisco, abril de 2004.
»Soy la chica más buena de esta tierra. He asimilado desde pequeña las fuentes de la moralidad, no he hecho daño a nadie, por mucho daño que me hayan hecho a mí en el pasado… Mi nombre es el de la misma virtud.»
Aquí había concluido el diario de su vida de antes. Solange Reyes se tocó el coño. La sensación de amarlo y odiarlo al mismo tiempo. Lleno de vida y con los músculos en plena forma, palpitantes, prestos a ser hilo conductor de placeres y fantasías inconfesables. En este negocio la juventud implicaba la perfección del cuerpo, y las calorías residuales podían ponerla a una en la antesala de los infiernos. La madurez llegaría, las arrugas cercarían su mirada verde de aguas reposadas, tal vez seguiría sintiendo los mismos deseos. ¿Quién iba a saberlo ahora?
Cogió con sus dedos de esmerada manicura el viejo diario, empuñó el bolígrafo y añadió lo siguiente a las últimas palabras:
«Los Ángeles, junio de 2011.
»Soy la más zorra de esta tierra. He asimilado desde mi juventud todos los secretos del negocio del placer. Me han metido la polla por todos los agujeros, he hecho mamadas sin fin, he bebido orina y semen... Mi nombre es el de la misma degradación.»
Joder, se me ha corrido el puto rímel. ¿Llorar a estas alturas de mi carrera? ¡Hostias, y dentro de diez minutos empiezo el rodaje!
Metió el cuaderno dentro de su bolso. Por hoy se había terminado el escribir. En cuanto abriera la puerta de su improvisado camerino, empezaría todo de nuevo. Lo que le gustaba y la ponía cachonda que te cagas. Su coño y su culo para todos los cualquiera de este mundo. Su boca para servir de receptáculo a esas mingas gordas como serpientes. Después de una hora de rodaje, una ducha, una buena limpieza bucal y aquí no ha pasado nada. Solange Reyes, la bomba asiático-mexicana, habría dejado un nuevo testimonio en los anales de la industria del porno. Con sólo abrir la puerta…
Dos golpes sonaron en ésta. El corazón de Solange dio un vuelco. Le habían arrancado con brusquedad palmaria de su mundo de sucias elucubraciones.
  –Solange, en un minuto rodamos –sonó al otro lado la voz de Jimmy Staunton, el director de la cinta.
–Ya voy –dijo ella.
Un tanga negro, unas mallas reticuladas del mismo color, un sujetador que más que sujetar aprisionaba sus tetas ampulosas. El pelo, negro con reflejos azulados, largo como una carretera, recién acabado de planchar. Los labios pintados de un rojo terciopelo. La sombra de ojos, perfilada de nuevo, inundando de oscuridad el contorno de su mirada. Era su trabajo, y abrió la puerta. Tenía que cumplir, para eso era generosamente pagada. Sus películas eran más vistas que cualquiera que las que Hollywood producía; sólo que no las estrenaban en pantalla grande, sino en DVDs no muy caros, y poco después aparecían colgadas en perturbadoras páginas de Internet.
El rodaje fue más de lo mismo. Las perversiones sexuales llevadas a la enésima potencia. Dos maromos del montón repartiéndose los encantos de su cuerpo. Dos pollas intentando hacer en su boca una doble penetración, casi rasgándole las comisuras de los labios. Tan asqueroso y estimulante como todas las cintas porno que se han rodado y aún se rodarán.
–Solange, estate preparada –le dijo Jimmy al final del rodaje, dándole la última calada al porro que había estado fumando–. Recuerda que pasado mañana volvemos a rodar. Se trata de una sesión de sexo anal, mírate el guión. Así que no comas demasiado mañana.
–Ok.
Mírate el guión, mírate el guión… ¿Guión para qué?... Por muy acostumbrada que estuviera, las penetraciones anales la hacían sentirse ultrajada. Hubiera preferido seguir chupándosela a un mismo tiempo a dos sementales hormonados, en lugar de que se la metieran por detrás. A veces las embestidas eran tan vehementes, que acababa sangrando, y eso la hacía sentirse desgarrada por dentro durante varios días. El culo es para cagar y no para cosechar migajas de placer. ¿Acaso los tíos sentían más afirmado su instinto dominante metiéndosela a una mujer por detrás? A ella le gustaba que la follaran, ¿para qué iba a negarlo? Estaba en este trabajo por devoción y por lo bien que lo pagaban, no era prostitución en el sentido estricto de la palabra, nadie la obligaba a ello, no había razón para sentirse vejada: ella tenía algo que ofrecer, y era bien pagada por ello. Pero eso de que te la clavaran por detrás...
Esa noche no pudo conciliar el sueño. Tal vez se debiera a la opípara cena de hamburguesas, nuggets de pollo, guisantes rehogados con jamón y patatas fritas que se había preparado ante la perspectiva de pasar a dieta todo el día siguiente. Las tripas tenían que estar limpias para el sexo anal.  Quizá por eso no dormía. Le entraban escalofríos sólo de imaginarlo. Además su partenaire iba a ser Rick Williams, un negrata con una minga que parecía el mango de un hacha, toda ella desgarrándole el recto. ¿Cómo quedaría tras la sesión de rodaje? Sangre y dolor. Cada vez se sentía menos capaz de aguantar esos suplicios. Decían que era placentero, los gays principalmente, pero ella nunca había experimentado placer con eso, incluso cuando en escenas lésbicas su oponente le introducía penes de silicona blanda. La noche se le iba a hacer muy larga, y se presentaría al rodaje con unas horribles ojeras cercándole los ojos. Jimmy la regañaría por eso; la maquilladora tendría que hacer filigranas para que no se notara.
En estas reflexiones, la sorprendió el amanecer. Una nube de smog se cernía sobre los rascacielos de Los Ángeles. Solange se dio una ducha, masticó una rama de apio para calmar su voraz apetito mañanero, hizo gargarismos con el colutorio para asegurarse un aliento fresco y agradable, se vistió con parsimonia, y, suspirando, se dirigió al garaje de su bloque de apartamentos.
Los Ángeles tenían el tráfico siempre en hora punta. La casa donde se rodaban los vídeos estaba en West Covina, y eso suponía un viaje de casi cuarenta y cinco minutos. Se formaban atascos y retenciones cada dos por tres, y los mismos le daban ocasión de proseguir con sus reflexiones de la pasada madrugada.
El verano se acercaba, por lo que los cielos se veían poblados de golondrinas. Solange se recreaba en contemplarlas a través del parabrisas de su utilitario. Las golondrinas llevaban fragmentos de luz marina en el filo de sus alas, y sin duda eran portadoras de auspicios favorables. Solange, en mitad del atasco de tráfico, rememoró el sonido de las olas del Pacífico, los tranquilos pueblos costeros fundados por los españoles, las nubes que al atardecer se teñían de rojo con los reflejos del desierto de California… Hoy no tenía ninguna gana de que se la metieran por detrás.
Entonces la vista de las golondrinas acució a su mente para hacer una asociación inesperada… No muy lejos de esos lares, había un sitio que era conocido como la Ciudad de las Golondrinas. ¡San Juan Capistrano!, que albergaba los restos de una antigua misión española. Recordaba que le había encantado aquel pueblo risueño, aupado en colinas que se abrían al mar. Un buen lugar para vivir y envejecer. Si ella pudiera hacerlo…
¡Y lo hizo! Al menos comenzó a hacerlo. Dio un giro brusco al volante, y el coche enfiló el sentido opuesto a West Covina. Había decidido que hoy no se la meterían por el culo… y nunca más. Vamos, que sus días de estrella del porno habían pasado a la historia. Que se la metieran a Jimmy por donde más le amargara. Seguro que estaría llamándola insistentemente al móvil de ahí a poco menos de una hora. ¡Que te den, Jimmy! Búscate otra que se preste a las guarradas que salen de tu imaginación calenturienta, seguro que tienes una lista muy larga… ¡Yo me voy a San Juan Capistrano!

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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