lunes, 16 de febrero de 2015

La medalla de comunión


En la sesión del día 11 de febrero del corriente, estuvimos trabajando la técnica de la descripción. La monitora nos recomendó el vídeo de más arriba, titulado "La mendiga y las bolsas", para que encontrásemos inspiración para una historia  en la que se involucrase el uso de los cinco sentidos en las partes descriptivas. El vídeo es un corto de animación de Eduardo Suazo. Antes de visulizarlo, recomiendo desactivar el vídeo musical que suelo poner en la barra derecha de este blog.

Al visionar este vídeo, me vinieron recuerdos muy apartados, cuando en una ocasión robaron a mi madre la medalla de comunión de mi hermana, que llevaba colgada al cuello. Mi hermana salió corriendo tras los ladrones, y éstos le dieron esquinazo en la boca del metro de Oporto, en Madrid. Pasó toda la noche llorando, y aún se me remueven las entrañas al rememorarlo. Para la historia que aquí ofrezco, aprovecho también un personaje de la primera novela de cierta extensión que escribí hace ya más de veinticinco años: me refiero a Paquita, a la que he encontrado muchos paralelismos con la mendiga del vídeo.


LA MEDALLA DE COMUNIÓN

Se conserva claro y nítido en mi  memoria, pese a la aspereza de estas sábanas, cuyo roce me desuella los talones, y al hedor a orina podrida que trasciende desde el váter. Quizá este recuerdo fuera más hermoso si no estuviera en este antro de residencia de ancianos, a la que vienen a pasar sus últimos días quienes no tenemos dinero para pagar otra mejor.
Yo era barrendero en 1980. Puedes creer que me gustaba mi trabajo. Solía pasar leyendo las dos horas posteriores a  la cena.  No me casé nunca; me hubiera gustado haberlo hecho y fundar una familia. Tal vez la melancolía de que estaba inseminada mi vida, me llevaba a fijarme en toda la gente que me rodeaba.
Recuerdo el primer jueves de junio de 1980, cuando a la señá Paquita la atracaron dos macarras imberbes, arrancándole la medalla de comunión de su hija, que había fallecido un año antes tras larga y penosa enfermedad. No llegué a tiempo de impedirlo. Los niñatos la dejaron caída de nalgas en el pavimento de la calle, con un cerco sanguinolento surcándole el cuello; salieron  a  la fuga los muy cabrones, mientras se guaseaban como si fueran cornejas que graznan en el crepúsculo de un camposanto.
La señá Paquita se quedó desconsolada. Intenté ayudarla a levantarse, pero sus ojos de betún endurecido segregaron unas lágrimas de la consistencia del aceite. Esa medalla era el único recuerdo que le quedaba de la familia que una vez tuviera. Cuando logró reaccionar, se aferró a la pernera de mi pantalón; quería rogarme algo. Empezó a tartajear y las lágrimas se vertieron dentro de la cavidad de su boca; debieron de saberle amargas y calientes como raíz de ricino.
–Arsenio (tal es mi nombre), seguro que han tirado la medalla de mi niña a una papelera. Registra las bolsas. ¡Es la medalla de mi niña!
Me di cuenta, al verla boquear y con las pupilas erizadas, de que la señá Paquita había perdido el juicio. Para contentarla le dije que cumpliría su requerimiento. No juzgué oportuno disuadirla y decirle que esos delincuentes venderían la medalla a las primeras de cambio, para procurarse dinero para la droga.
Ay, me duelen las escaras que me produce esta cama de los mil demonios. Sí, recuerdo los años que siguieron a ese incidente. Era descorazonador ver los cristales de aire frío de esas madrugadas de invierno arrebatando los colores de la salud a la señá Paquita. Se dedicaba a registrar todas las papeleras, formaba extraños túmulos coloridos con las  bolsas y decía que se los iba a llevar a casa en un carrito de supermercado para registrarlos con más detenimiento. A cuenta de los olores malsanos que esto generaba, sus vecinos lograron echarla de su casa. Se estableció en una chabola de ratas y cartones, plantada en medio de un barrizal bilioso que había por entonces en el barrio. Siempre  me describía la medalla las veces que nos parábamos a hablar: la imagen de la Virgen Niña, la dedicatoria… Incluso me mostró alguna foto de la misma. Y las bolsas de basura parecían hongos tornasolados creciendo en derredor de la chabola. La policía le había advertido, en muy severos términos, que si no dejaba esa costumbre tan poco higiénica, la ingresarían en una institución psiquiátrica. La imagen y los miasmas que ella ofrecía al barrio eran ciertamente intolerables. A mí mismo se me iba la vida de tristeza al verle sus uñas tan sucias y glutinosas.
Y un buen día me dijo, con una sonrisa de dientes mellados:
–¡Mira, Arsenio, he recuperado por fin la medalla!
Me la mostró con jubilosa unción. Era la misma que ella recordaba: el redondel de oro con la Virgen Niña y la dedicatoria.
Volvió, pues, a su casa, recobró sus limpias costumbres y el aprecio de sus vecinos, y pasó el resto de su vida con la dicha de conservar el último recuerdo de su familia.
¡Fui yo, señá Paquita! Ahora que ya no estás y me estoy muriendo, puedo decirlo con orgullo. Tuve que ahorrar muchos años, pero al final le encargué al joyero del barrio que me consiguiera una réplica exacta de la medalla, con la misma dedicatoria.
Si existe el cielo, quiero que cada estrella asuma la forma de una colorida bolsa de basura, y, en cualquiera de ellas, quizá encuentre la medalla de amor que mi vida pudo haber merecido.
Madrid, 14 de febrero de 2015.
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).

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4 comentarios:

Mayte.M dijo...

Primo me gusta mucho lo que escribes, pero hoy me parece un poco triste, será que tengo yo el día plof. Besos Mayte

El jardinero de las nubes dijo...

Gracias, prima Mayte, ciertamente hay una melancolía que alienta en mis escritos, aunque haya finales felices. Un abrazo y no te dejes vencer por el desánimo.

Anónimo dijo...

Un deleite al leer textos de altura, de buena clase con el estilo muy tuyo de nostalgia y un toque de tristeza que llega muy dentro y toca fibra de la que te lee en este momento.Un beso.

El jardinero de las nubes dijo...

Muchas gracias, de corazón lo digo.