domingo, 25 de septiembre de 2011

Cuentos urbanos: Lautaro vivía en las cuevas (I) - Las minas de Eldorado


Este nuevo cuento urbano, que inicié hace cuatro meses y cuya redacción me ha llevado todo el verano, vine a ser una alegoría del mito del buen salvaje, defendido por filósofos de la talla de Jean-Jacques Rousseau (1713-1788). La aventura y el amor a la Naturaleza se hallan entretejidos como elementos predominantes, y por ende me he permitido alterar la Historia para dar mi particular visión de la leyenda de Eldorado. El producto final, muy al estilo de Rudyard Kipling (1965-1936), me ha generado el placer de haber creado una fábula de amena y emocionante lectura, dejando de lado los vanos requerimientos del ego.



Deseo agradecer la ayuda prestada por Isis Díaz Lagos, gran amiga de la hermosa tierra de Chile, que me hizo valiosas sugerencias para dar al cuento una semblanza más genuina.



Y sin más preámbulo, damos inicio a esta bella historia…



Antes de que el terremoto lo borrara del mapa de Chile, había un lago que surgía azul y centelleante de la boca de una caverna. Ya no quedaban muchos que recordaran el color paradisíaco del lago. Los flamencos llenaban el aire con la batahola de sus alas. Por las noches la luna repujaba con su plata las aguas de tal manera, que acabaron bautizando el lago como el “Baño de la Luna”.

Era un lugar que no estaba cerca de ningún núcleo habitado. Las estribaciones de los Andes cerraban el horizonte, y por los otros lados espesas florestas ocultaban el lago a la vista de todo posible explorador. Pocos conocían el “Baño de la Luna”, pero Lautaro era quien mejor lo conocía.

Transcurría la época en la que se vivía muy malamente en las ciudades, donde la gente se apiñaba en condiciones calamitosas, del mismo modo que los vicios y las malquerencias. Harto de tantos sinsabores, Esteban Galíndez, el padre de Lautaro, tomó la decisión de coger a su familia (compuesta de madre, esposa, dos hijos y tres hijas) e irse a los llanos despoblados, confiando vivir de la generosidad de la tierra. Así fue cómo llegaron donde los caminos acababan, en las proximidades de “El Baño de la Luna”, el rincón más inhóspito del delgado Chile. Allí levantaron una sencilla cabaña de troncos.

Ser el más pequeño de una familia de campesinos entregados al trabajo no era lo que se dice una bicoca. Lautaro se rodeó desde chico de una densa aureola de soledad y aislamiento. Apenas si había aprendido a leer; no hojeaba libros ni tenía maestros, ¿quién los necesitaba en esos lugares tan parecidos al jardín del paraíso? Si caían enfermos, la abuela Nila conocía todos los emplastos de plantas silvestres para devolverles la salud. Lautaro comía los frutos que crecían en los árboles de la floresta. Estaba sano, y su cuerpo, ágil y emaciado, se movía con la rapidez del quetzal entre ramas y calveros.

Un día sus correrías le llevaron junto a las márgenes de “El Baño de la Luna”. Riki, su perro, su fiel compañero, su inteligente pastor alemán, alzó las orejas. El sol sembraba de diamantes la superficie del extenso remanso. Lautaro se dejó caer al pie de un canelo y respiró el aire endulzado con el almizcle de las flores acuáticas. Extendió los dedos de sus dos manos, ambos sumaban los años que tenía. Había transcurrido un poco de su vida nada más, y ya se sentía sin familia ni amigos. Riki y la Naturaleza eran todos sus cariños. El lago le gustaba, y se prometió regresar en más ocasiones.

Sin embargo, la crudeza del invierno le disuadió de tal propósito. En los bosques las lluvias caían copiosas y el terreno quedaba encharcado de tal modo, que se tornaba impracticable caminar por trochas y veredas y mucho menos a campo traviesa. En contra de su voluntad, Lautaro hubo de pasar mucho tiempo al resguardo de la cabaña, lo que no obstaba para que sus ojos atisbaran la lluvia y los bosques que le preludiaban las bellezas de su lago.   

Para inicios de octubre, la primavera entró anunciando sus soplos perfumados. Los bosques renacieron, y bajo el palio de las hojas nuevas brotaron infinidad de prímulas y jacintos silvestres.

Lautaro escapó cuando pudo a las obligaciones que tenía contraídas en el rancho familiar, y corrió como un gamo hacia la orilla de “El Baño de la Luna”, escoltado por los airosos ladridos de su perro Riki.

El agua de la poza destacaba con un azul refulgente entre las ramas de los acebos y araucarias y bajo los cielos despejados de la estación florida. El corazón de Lautaro se entregó a agradabilísimas emociones. No importaba la soledad en mitad de las dulzuras de ese paraíso. El mundo, la vida toda, podía contenerse en un recinto tan reducido pero asaz anchuroso para los sueños de Lautaro.

El río que abastecía el lago vertía en éste por medio de una ancha y espumeante cascada. El agua impactaba con destellos similares a diamantes esparcidos en la nieve. Lautaro tenía la sangre candente de la mocedad y apeteció nadar en esas aguas frescas y cristalinas.

Procedió a desnudarse, y, sin meditarlo demasiado y seguido por la fidelidad de su perro, se lanzó al interior de la torca. La diafanidad del agua hacía de la natación una experiencia similar al vuelo. Lautaro recordó lo que significaba su nombre: “águila veloz”, así se lo había explicado la abuela Nila en cierta ocasión. Sumido en pensamientos impalpables, alcanzó la zona de la cascada. Riki prorrumpió en ladridos admonitorios; le aterraba el desplome de las aguas torrenciales. Pero Lautaro no percibía en la inmediata la menor señal de peligro. Siguió nadando, pues, y, tras colisionar con la cascada y verse impulsado hacia el fondo, accedió a un recinto de sombras refrescantes.

-¡Una caverna! –se dijo en cuanto sacó de nuevo la cabeza al aire.

En efecto, un ramal del lago se adentraba en una galería excavada en la roca por la acción de las aguas. La claridad, aunque bastante atenuada, acertaba a iluminar la reconditez de la gruta.

Lautaro salió de las aguas, seguido de su fiel Riki, y accedió a una espaciosa sala ornada de briosas estalactitas, cuyos muros aparecían incrustados de minerales cristalinos; la luz que penetraba por la abertura de la cascada creaba unos agradables efectos cromáticos.

Riki se puso a ladrar desaforadamente. Los ojos de Lautaro parecieron invadir toda la superficie de su rostro.

-¿Dónde estamos?

Desperdigados por toda la cueva, había cofres rebosantes de riquezas variadas, si bien el oro y los rubíes se erigían como las joyas predominantes. Un tesoro en el interior de una gruta, como en los relatos de aventuras.

Lo que más atrajo la atención de Lautaro, fueron tres cofres llenos de figuras de pájaros batidas en oro y con las alas y los ojos decorados con piedras preciosas. Tucanes, águilas, cóndores, quetzales, guacamayos…, una acertada variedad de la inmensa riqueza ornitológica de aquellos lugares de la América del Sur. Lautaro se dio cuenta de que cualquiera de esos ejemplares bien podría subvenir a las necesidades de una familia por luengos años.

Después de la primera vez, acudió en repetidas ocasiones al interior de la gruta. En uno de los cofres, dentro de un estuche de piel de vicuña, logró encontrar ciertos documentos que le pusieron al corriente de lo que había sucedido en ese lugar, no sin antes hacer ímprobos esfuerzos con el ejercicio de la lectura.

Al parecer, el tesoro allí escondido era conocido como “El tesoro de las Españas”. Tras muchas intrigas y engaños, el español Francisco de Pizarro se lo había arrebatado al emperador inca Atahualpa, al objeto de embarcarlo directamente para la corte española. Del transporte del tesoro desde Cajamarca hasta la bahía de San Mateo, en el Pacífico, lugar donde fondeaba la Armada Española, se le dio el encargo a un joven capitán que respondía al nombre de Gaspar de Ulloa. Pizarro fue un temerario porque confiar tal comisión a un inexperto capitán era como poner un zorro al cuidado de un cercado de gallinas. Tan pronto Ulloa se creyó a trasmano del grueso de la soldadesca española, pervirtió a sus hombres y modificó el rumbo del convoy, dirigiendo sus pasos muy lejos, en dirección opuesta a San Mateo, hacia las regiones más recónditas del aún inexplorado Chile. Los integrantes del convoy eran conscientes de que se habían convertido en proscritos por dar oído a las insinuaciones de riqueza del cabecilla Gaspar de Ulloa. ¿De qué les servía ser propietarios de un tesoro si se habían convertido en malhechores en los apartados territorios de Ultramar? Superada la decepción del principio, su único afán consistía en seguir hacia el sur, internándose en los dilatados bosques de Chile, para escapar a la maza del verdugo. Lo que Lautaro ignoraba era que la desaparición de “El tesoro de las Españas” daría posteriormente pie a la leyenda de Eldorado, siempre aderezada con infinidad de circunstancias a cuál más romántica. 

Lautaro necesitó mucho tiempo para apercibirse de esta realidad. Había dado con un mito; Eldorado había dejado de ser una leyenda, y aquellas fabulosas riquezas estaban ahora a su abierta disposición.

Alrededor de los cofres había múltiples esqueletos vestidos con mohosas ropas de soldados de siglos ya pasados. Lautaro no quiso a lo primero indagar las causas de tales muertes. Ahora pensaba tan sólo en su familia, que había tenido que emigrar lejos de su hogar para ganarse el pan trabajando duramente la tierra. “El Tesoro de las Españas” les apartaría para siempre del fantasma de la miseria y el hambre. Sin embargo, Lautaro juzgó oportuno meditar con detenimiento cuáles iban a ser sus siguientes disposiciones.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


domingo, 18 de septiembre de 2011

Parto gozoso


Durante cinco semanas he vivido prácticamente inmerso en la redacción de este manuscrito, cuyo título final aún estoy barajando. Lo he escrito a instancias de unos buenos amigos de mi juventud, con quienes me reuní tras casi dos décadas de no tener noticias de ellos: mis primas Nuria y Gema, Anna, FranÇois y su hermana Christine. A ellos les hago responsables de este producto en última instancia.

El trabajo trata sobre nuestros tiempos de adolescencia, centrados básicamente en los veranos de la segunda mitad de la década de los ochenta. El escenario no es otro que Aldea del Rey, y los protagonistas, todas las gentes con las que convivimos en aquellos años tan hermosos e irrepetibles. Está escrito desde la perspectiva del adolescente que fui, no regateando ni defectos ni virtudes, poniendo asimismo de relieve los míos propios.

Está dividido en 6 libros:

1º Verano de 1985.

2º Verano de 1986.

3º Verano de 1987.

4º Navidad de 1987.

5º Verano de 1988.

6º Verano de 1989.

Cada libro está organizado en sus correspondientes capítulos; alrededor de unos 20 por libro. He intentado agilizar la escritura mediante el empleo de frases cortas y expeditivas, un lenguaje sencillo, ameno y ausente de cultismos, sin por ello restar realidad y colorido a los hechos referidos. En total, han sido 432 cuartillas escritas a pluma, y estimo que el trabajo comprende en torno a las 70.000 palabras.

Ahora viene el proceso de refinado y traslado al procesador de textos, cosa que abordaré con más calma para poder atender adecuadamente mis obligaciones laborales. He estado secuestrado prácticamente en mi casa y en la Biblioteca General del Estado de Ciudad Real, donde he pasado horas muy gratas de silencio y escritura.

Tengo contraídas muchas deudas de gratitud:

1º A los amigos antes referidos, que prendieron en mi alma el necesario prurito literario, apelando a mis dotes como escritor.

2º A mi familia, que han tenido que transigir con mi celo literario, mis noches de insomnio, mis abstracciones y hasta mis ausencias en varios casos.

3º A Feliciano Moya Alcaide, ilustre pintor de esta tierra, que me facilitó los cuadernos en los que se ha redactado el manuscrito.

4º A Aideé Flores, amiga y colega mexicana, gran cultivadora de las artes plásticas, que se ha ofrecido a hacerme algunas ilustraciones para este trabajo.

5º Y aunque parezca una excentricidad por mi parte, a mis materiales de escritura, y, sobre todo, a mis plumas estilográficas, que me han facilitado todas estas horas de dedicación sin que al final me hayan salido callos en los dedos.

En principio, no tengo intención de publicar este trabajo, por cuanto pudiera haber personas que se sintieran molestas por mis apreciaciones de cuando yo no era más que un adolescente lleno de temores y complejos. Lo haré circular por ámbitos estrictamente privados, para estimular los recuerdos comunes en las personas que confiaron en el proyecto. No obstante, si alguien tuviera especial interés en leerlo, valoraría la cuestión de facilitárselo bajo ciertas condiciones.

El libro comenzó a escribirse la noche del domingo 14 de agosto de 2011, y ha sido concluido la mañana del 18 de septiembre de 2011.

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).