lunes, 20 de junio de 2016

Las desavenencias literarias de Sebastián Argote y Cencibel (II) - COMUNISTA Y FASCISTA


LECTURA NO RECOMENDADA PARA MENORES DE 18 AÑOS.

Desde hace varios años (tantos que se me saltan las lágrimas al considerar lo poco que, tras tanto esfuerzo, he avanzado en aras de mi bienestar económico), monto mi puesto en un ángulo de la Catedral, en la misma plaza del Ayuntamiento: extiendo, a estos efectos, un trapo verde por el suelo, de ésos que se utilizan en las timbas clandestinas, apilo dos o tres rimeros de libros, sitúo al lado el cutre letrero que pone “Escritor de esta ciudad” y el cestillo con unos pocos euros para estimular posibles donaciones (no las llaméis limosnas); despliego mi taburete de tijera y asiento en él las posaderas, en espera de que algún incauto le dé por acercarse a conocer mis obras. Así suele ocurrir los días laborables por las mañanas, llueva o truene o haga una chicharrera de asar morcillas en el suelo; las tardes las dedico a escribir y las noches a cultivar mi segunda gran afición: echarme al coleto jarras de cerveza en baruchos de mala nota. Y es deplorable que la experiencia me haya enseñado una cosa: los verdaderos bibliófilos suelen ser personas tímidas hasta la patología, y les suele imponer bastante tener al lado al autor de los libros que pretenden hojear; así que ni se acercan. Los que sí lo hacen suelen ser más tontos que un helado de croquetas, pero me da lo mismo con tal de que apoquinen los euros de sus abultadas carteras. Otros se acercan, miran el género, me aguantan el rollo pseudofilosófico, y, echándose la risita, se excusan diciendo que se han dejado el monedero en casa y que enseguida vuelven a comprarme el libro; si tuviera que estar esperándoles, mi gaznate no cataría la inexcusable cerveza nocturna. Quieras que no, en la calle se aprende bien lo pestífero de la raza humana. Y los kinkanfú (así denomino a los excursionistas chinos y japoneses) sólo se acercan para echarse fotos conmigo, me sueltan en el cestillo algún eurejo y no me compran el libro porque está escrito en un idioma que no comprenden… Total, ¿para qué vamos a hablar?
Con el tiempo aprendí a reconocer a unos fachuzos que se reunían todos los sábados para ir a misa matutina en la Catedral. Al principio actué con ellos como con todos, tratando de enjaretarles algunos de mis libros. Pero me acabaron echando tales miradas de desprecio y suficiencia, que se me volvió a hacer cortocircuito en las neuronas. Así, cada vez que pasaba uno de esos mendas, solo o en familia, con los bigotes dados de gomina y aspecto de haber guardado cola en la capilla ardiente del Generalísimo Franco, yo empezaba a arrojar pullas por la boca.
—¡Eh, tío! Aquí estoy yo, más rojo que un cangrejo río, y tú más facha que un mechero de la División Azul. ¿Ande vas con esa corbata palomera y tu mujer con to el bote echao de L’Oréal porque yo lo valgo? Por las noches me cuenta en mi lecho la picha flojita que te gastas…
Y solía concluir semejante diatriba entonando los primeros versos de La Internacional. No me calzaron ningún guantazo porque tengo reflejos más rápidos que el lagarto de Los Yébenes, pero sí que me causaron algún destrozo a los libros y al cestillo de los euros.
A ver, ¿me vais a decir que yo le tiro las barbas al Garzón y al Pablemos? Pues no, porque habéis de saber que los domingos por la mañana se reúne en el Zocodover la flor y nata izquierdosa de la capital. Algunos lucen barbas harapientas como las mías, y en sus rojas camisolas se les ven cercos de sudor a la altura de los sobacos. No son gentes para andarse con bromas porque saltan a la que na y te pueden hacer rico al dentista de turno. A éstos intenté también venderles mis libros, y como quien oye llover. Casi igual que con el facherío, porque algunos de esos libertarios piensan que los derechos de autor son un atentado directo contra la dignidad del proletariado. Pues nada, que no me toquen los cojones… ¡Otro cortocircuito neuronal!
—¡Eh, rojeras! Mucho decir de boquilla pero no renunciáis a los lujos que criticáis. Sois la izquierda pija. ¡Anda que os den! ¡El Alcázar no se rinde!
Y aquí me ponía a entonar el Cara al sol, cambiando en plan humorístico, eso sí, la palabra “cara” por “caga”. En esta ocasión sí que me corrieron a hostias y gorrazos. Acabaron con una edición completa de mis obras, cuyas hojas tapizaron tristemente la plaza del Zocodover. Y el carrito me lo devolvieron hecho un destrozo, y, para rematar la faena, no me dejaron un solo euro en el cestillo… ¡Hay que joderse!

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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domingo, 12 de junio de 2016

Las desavenencias literarias de Sebastián Argote y Cencibel (I) - ANTISEMITA



Con este relato, que despacharé en muy pocos capítulos, doy por concluido el libro de los “Cuentos Urbanos”. Los mismos han sido escritos en la calle, y, debido al grosor del cuaderno empleado y a la búsqueda de ocasiones propicias, me han llevado casi seis años. Se hace pesado, y a la vez apasionante, escribir en la calle, sometido a las inclemencias temporales y a la sorpresa que puede suscitar entre los viandantes ver a un tío ya maduro haciendo garabatos en un cuaderno. En fin, la fiesta terminó… ¿Qué queda ya?
Este relato está inspirado en hechos reales. Como autor, no me hago responsable del jaleo mental y de las ideas que se le traslucen a mi personaje… Son simples desavenencias literarias, como el título bien indica.
 Quizá el lenguaje empleado desaconseje la lectura a menores de dieciocho años.

Se abre la escena una fresca mañana de principios de mayo, en una de esas calles pinas que tanto abundan en el casco antiguo de Toledo. Un hombre alto y relativamente fornido, no sabemos si calvo (a juzgar por la boina que utiliza), el rostro picado de barbas rojicanas, vestido como un viejo operario de laboratorio fotográfico, y empujando un mugriento carrito de la compra, le sale al paso a una mujer cuarentona, aún de buen ver, y la llama por su nombre.
—Tú eres Sebastián —responde ella—. Yo leí un libro tuyo.
—Yo nunca olvido a quien me compra un libro, y ya hace más de tres años de ello.
La mujer no sabe qué decir. Sin duda hubiera preferido que el tal Sebastián no la abordara en mitad de la calle. Al final opta por preguntar:
—¿Y cómo te van las cosas?
—Empiezo mi historia por el final. Sigo respirando, no me quejo de hambre y todavía no visito a los matasanos.
—Una respuesta de escritor. Te debe de ir muy bien porque escribes de lujo. Me encantó tu novela “Los cisnes tristes”.
—Ahí está la cuestión. Se cruzó en mi vida un golpe de mala suerte. Sigo llevando los libros en mi carrito de la compra, y ya hasta he empezado a regalarlos.
—Bueno, no desesperes. Muchos no saben apreciar el buen arte. —La mujer, vencida su desconfianza inicial, se anima en la conversación. —Trabaja en otra cosa mientras esperas tu gran oportunidad. Seguro que sacaste unos estudios superiores.
—Jamás fui a la universidad.
—¿Seguro? Pues nadie lo diría; escribes como un doctor de Salamanca.
—Por el final habría de empezar a contar mi historia —enfatiza el escritor—. Me sigo llamando Sebastián Argote y Cencibel.
***
 La escena se desarrolla ahora en una de esas librerías de nuevo cuño que tanto proliferaron en la ciudad imperial y que duraron lo que rastrojo en amapola (¿se dice así?). La librería “Galisteo”, plantada a dos carambolas de la Sinagoga del Tránsito.
Cuando inauguran donde sea una librería, los dueños pierden los piños por atraerse clientela, y, en el caso de aquélla, por su proximidad a la mencionada sinagoga, dieron en especializarla en tratados de cultura y tradición hebreas.
Esa vez que decimos, un rabino de los de Jerusalén, sefardita a todas señas, estaba enfrascado en un enjoyado tomo del Talmud que allí se exponía.
—Buenos días.
Era yo mismo el que emitió este saludo, pero una versión más refinada de mi persona. Me había lavado y afeitado y vestido con un traje de los que dan el pego, de ésos que se consiguen en Zara por na y menos. El rabino lucía unas barbas que casi le hacían de servilleta, y yo to escamochao y con tanta crema en la jeta que parecía una bombilla recién acabada de encender. El rabino me miró con ojos poco amigables, e hizo ademán de seguir engolfado en ese librote.
—Buenos días —repetí el saludo, y a continuación solté mi rollo tantas veces ensayado—: Me llamo Sebastián Argote y Cencibel. Vivo aquí en Toledo, aunque soy originario de Córdoba, donde hay también una judería que te cagas. De hecho, Luis de Góngora y Argote forma parte de mis antepasados. Pues mira, soy escritor. He escrito nada menos que cinco novelas y tres colecciones de poemas. Las tengo ahí expuestas en ese mostrador. El dueño de la librería es colega y me ha dejado hacerme publicidad aquí mismo. ¡Del autor al lector! ¿Te vienes a echar un vistazo a mis obras? Vamos, tío, éste es mi medio de vida… Vender mis libros… Yo no atraco ni sableo a nadie.
(Alma de Dios, ¿cómo se te ocurrió soltarle ese rollo a todo un rabino?).
—Lo siento. No interesa.
Esto dijo el jodío. Hubiera quedado mejor si el “no interesa” hubiese quedado en un “no me interesa”. ¡No interesa, no interesa! Esto dijo el tío, y siguió con las napias sepultadas entre las páginas del mamotreto. Joder, ¿para esto me había puesto de tiros largos y echado encima medio bote de Varón Dandy? Yo, antes de ser el escritor más ninguneado de la capital del Tajo, había trabajado de pinchadiscos (me niego a utilizar DJ, esa palabreja tan atufadamente inglesa) en garitos de mala muerte y conocía de qué pie cojeaban las personas, pues de noche y con el cubata en diestra destapan aspectos de su personalidad que a la luz del día ni osarían exteriorizar. Pues, ¡coño!, ¿no era que el puto rabino me mandaba a beber los aires? Nada, es mejor que no me tengáis al lado cuando se me cruzan los cables.
—¡Pero ven a ver mis libros, cacho fariseo! Te aseguro que molan más que esa mierda de Talmud que enarbolas.
Creo que no me entendió muy bien, aunque el rostro se le tiñó de fluido sanguíneo y los pelos de la barba se le erizaron como si hubiera tocado la botella de Leiden ésa.
—Déjeme en paz —soltó con frase forzada y hueca.
—¡Qué cojones! Lástima que no te hiciesen jabón con los micheles que te gastas, y con esa barba tendrían para rellenar cinco colchones. Aparte de eso, ¿qué coño haces aquí, si nuestros Católicos Reyes hace más de cinco siglos que expulsaron a los de tu raza?
Y no paró ahí la cosa: con la pinza totalmente ida, solté lindezas sobre los campos de exterminio nazis y las matanzas en la franja de Gaza. El pobre rabino no se hizo cruces porque no era cristiano, pero se puso a boquear como un rodaballo salido del agua. Y nunca sabría que una de mis más trabajadas novelas (“La amapola verde”) versaba sobre el heroísmo del pueblo hebreo en las comarcas de la Extremadura. El rabino me amenazó con el puño, y no le encajé un par de hostias porque el dueño de la librería, visto el follón que se había armado, me echó del local con cajas destempladas, y poco faltó para que me descalabrara con mis propios libros.
—¡Serán hijos de puta! —exclamé tirando asqueado de mi sempiterno carrito y aflojándome el puto nudo de la corbata, mientras ponía tierra de por medio.
Pues sí, a menudo pierdo los papeles y digo las cosas al revés de lo que las pienso. Después de haber escrito “La amapola verde”, ningún menda abstemio de vino hubiese dudado de mis declaradas simpatías hacia el pueblo judío.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).




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