domingo, 12 de junio de 2016

Las desavenencias literarias de Sebastián Argote y Cencibel (I) - ANTISEMITA



Con este relato, que despacharé en muy pocos capítulos, doy por concluido el libro de los “Cuentos Urbanos”. Los mismos han sido escritos en la calle, y, debido al grosor del cuaderno empleado y a la búsqueda de ocasiones propicias, me han llevado casi seis años. Se hace pesado, y a la vez apasionante, escribir en la calle, sometido a las inclemencias temporales y a la sorpresa que puede suscitar entre los viandantes ver a un tío ya maduro haciendo garabatos en un cuaderno. En fin, la fiesta terminó… ¿Qué queda ya?
Este relato está inspirado en hechos reales. Como autor, no me hago responsable del jaleo mental y de las ideas que se le traslucen a mi personaje… Son simples desavenencias literarias, como el título bien indica.
 Quizá el lenguaje empleado desaconseje la lectura a menores de dieciocho años.

Se abre la escena una fresca mañana de principios de mayo, en una de esas calles pinas que tanto abundan en el casco antiguo de Toledo. Un hombre alto y relativamente fornido, no sabemos si calvo (a juzgar por la boina que utiliza), el rostro picado de barbas rojicanas, vestido como un viejo operario de laboratorio fotográfico, y empujando un mugriento carrito de la compra, le sale al paso a una mujer cuarentona, aún de buen ver, y la llama por su nombre.
—Tú eres Sebastián —responde ella—. Yo leí un libro tuyo.
—Yo nunca olvido a quien me compra un libro, y ya hace más de tres años de ello.
La mujer no sabe qué decir. Sin duda hubiera preferido que el tal Sebastián no la abordara en mitad de la calle. Al final opta por preguntar:
—¿Y cómo te van las cosas?
—Empiezo mi historia por el final. Sigo respirando, no me quejo de hambre y todavía no visito a los matasanos.
—Una respuesta de escritor. Te debe de ir muy bien porque escribes de lujo. Me encantó tu novela “Los cisnes tristes”.
—Ahí está la cuestión. Se cruzó en mi vida un golpe de mala suerte. Sigo llevando los libros en mi carrito de la compra, y ya hasta he empezado a regalarlos.
—Bueno, no desesperes. Muchos no saben apreciar el buen arte. —La mujer, vencida su desconfianza inicial, se anima en la conversación. —Trabaja en otra cosa mientras esperas tu gran oportunidad. Seguro que sacaste unos estudios superiores.
—Jamás fui a la universidad.
—¿Seguro? Pues nadie lo diría; escribes como un doctor de Salamanca.
—Por el final habría de empezar a contar mi historia —enfatiza el escritor—. Me sigo llamando Sebastián Argote y Cencibel.
***
 La escena se desarrolla ahora en una de esas librerías de nuevo cuño que tanto proliferaron en la ciudad imperial y que duraron lo que rastrojo en amapola (¿se dice así?). La librería “Galisteo”, plantada a dos carambolas de la Sinagoga del Tránsito.
Cuando inauguran donde sea una librería, los dueños pierden los piños por atraerse clientela, y, en el caso de aquélla, por su proximidad a la mencionada sinagoga, dieron en especializarla en tratados de cultura y tradición hebreas.
Esa vez que decimos, un rabino de los de Jerusalén, sefardita a todas señas, estaba enfrascado en un enjoyado tomo del Talmud que allí se exponía.
—Buenos días.
Era yo mismo el que emitió este saludo, pero una versión más refinada de mi persona. Me había lavado y afeitado y vestido con un traje de los que dan el pego, de ésos que se consiguen en Zara por na y menos. El rabino lucía unas barbas que casi le hacían de servilleta, y yo to escamochao y con tanta crema en la jeta que parecía una bombilla recién acabada de encender. El rabino me miró con ojos poco amigables, e hizo ademán de seguir engolfado en ese librote.
—Buenos días —repetí el saludo, y a continuación solté mi rollo tantas veces ensayado—: Me llamo Sebastián Argote y Cencibel. Vivo aquí en Toledo, aunque soy originario de Córdoba, donde hay también una judería que te cagas. De hecho, Luis de Góngora y Argote forma parte de mis antepasados. Pues mira, soy escritor. He escrito nada menos que cinco novelas y tres colecciones de poemas. Las tengo ahí expuestas en ese mostrador. El dueño de la librería es colega y me ha dejado hacerme publicidad aquí mismo. ¡Del autor al lector! ¿Te vienes a echar un vistazo a mis obras? Vamos, tío, éste es mi medio de vida… Vender mis libros… Yo no atraco ni sableo a nadie.
(Alma de Dios, ¿cómo se te ocurrió soltarle ese rollo a todo un rabino?).
—Lo siento. No interesa.
Esto dijo el jodío. Hubiera quedado mejor si el “no interesa” hubiese quedado en un “no me interesa”. ¡No interesa, no interesa! Esto dijo el tío, y siguió con las napias sepultadas entre las páginas del mamotreto. Joder, ¿para esto me había puesto de tiros largos y echado encima medio bote de Varón Dandy? Yo, antes de ser el escritor más ninguneado de la capital del Tajo, había trabajado de pinchadiscos (me niego a utilizar DJ, esa palabreja tan atufadamente inglesa) en garitos de mala muerte y conocía de qué pie cojeaban las personas, pues de noche y con el cubata en diestra destapan aspectos de su personalidad que a la luz del día ni osarían exteriorizar. Pues, ¡coño!, ¿no era que el puto rabino me mandaba a beber los aires? Nada, es mejor que no me tengáis al lado cuando se me cruzan los cables.
—¡Pero ven a ver mis libros, cacho fariseo! Te aseguro que molan más que esa mierda de Talmud que enarbolas.
Creo que no me entendió muy bien, aunque el rostro se le tiñó de fluido sanguíneo y los pelos de la barba se le erizaron como si hubiera tocado la botella de Leiden ésa.
—Déjeme en paz —soltó con frase forzada y hueca.
—¡Qué cojones! Lástima que no te hiciesen jabón con los micheles que te gastas, y con esa barba tendrían para rellenar cinco colchones. Aparte de eso, ¿qué coño haces aquí, si nuestros Católicos Reyes hace más de cinco siglos que expulsaron a los de tu raza?
Y no paró ahí la cosa: con la pinza totalmente ida, solté lindezas sobre los campos de exterminio nazis y las matanzas en la franja de Gaza. El pobre rabino no se hizo cruces porque no era cristiano, pero se puso a boquear como un rodaballo salido del agua. Y nunca sabría que una de mis más trabajadas novelas (“La amapola verde”) versaba sobre el heroísmo del pueblo hebreo en las comarcas de la Extremadura. El rabino me amenazó con el puño, y no le encajé un par de hostias porque el dueño de la librería, visto el follón que se había armado, me echó del local con cajas destempladas, y poco faltó para que me descalabrara con mis propios libros.
—¡Serán hijos de puta! —exclamé tirando asqueado de mi sempiterno carrito y aflojándome el puto nudo de la corbata, mientras ponía tierra de por medio.
Pues sí, a menudo pierdo los papeles y digo las cosas al revés de lo que las pienso. Después de haber escrito “La amapola verde”, ningún menda abstemio de vino hubiese dudado de mis declaradas simpatías hacia el pueblo judío.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).




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