sábado, 31 de enero de 2009

Sombras en Cornualles (I): Llegada a Dawning


REALMENTE ÉSTA ES UNA CONTINUACIÓN DE LA HISTORIA QUE TIENE POR TÍTULO "LA EXPEDICIÓN ORNITOLÓGICA", YA PUBLICADA EN LAS ENTRADAS DE DICIEMBRE DE 2008. NO ERA MI INTENCIÓN OFRECÉRSELA A USTEDES, PUES SÓLO APARECE PAUL BRAUN, ENFRENTADO A UN TRISTE EPISODIO DE SU VIDA. GENARO ANDOLINI YACE EN EL LIMBO DE LAS OBRAS AÚN POR ESCRIBIR. DUDO DE MI CAPACIDAD PARA SOBRELLEVAR SEMEJANTE EMPRESA. DE MOMENTO, ANTE LAS INSISTENCIAS QUE ME HAN HECHO MUCHOS DE USTEDES Y QUE TANTO AGRADEZCO, LES OFREZCO ESTOS ÚLTIMOS MATERIALES QUE DISPONGO DE ESTA HISTORIA.

Triste contrariedad la de estar en la edad del romanticismo y tener que dejar las dulzuras de un país meridional para ir a desembarcar en una región de páramos interminables y cielos grises. Me refiero a Cornualles, más en concreto a los alrededores de la aldea de Dawning, donde radica el solar de los antepasados de mi madre.

La decisión de abandonar Ancona me cogió de improviso y me sentó como un jarro de agua fría. Mi padre había puesto fin a sus negocios en Italia, y fue consciente de la urgencia de llevar a mi madre al lugar de su infancia... Mi madre se consumía de día en día. Y como la nostalgia del viejo terruño fuera mermando sus facultades, mi padre le prometió llevarla a pasar sus últimos días a Inglaterra. Tras finiquitar todo lo referente a la compañía naviera, había llegado el momento de cumplir esta promesa.

Adiós, tardes sin fin de la dorada Italia. Adiós, olivos de las colinas que bordeaban el mar. Tenía dieciséis años y ya no volvería a entretejer mis cabellos con las primeras flores de limonero. Adiós, incontables poblaciones de pájaros. Erais toda mi vida, y ahora los hados del destino me arrojaban a tierras desoladas de brumas perennes, mares fríos y opresiva soledad.

En el transcurso de tan triste travesía mi madre y mi hermana Arabella permanecieron confinadas dentro de sus respectivos camarotes, en un fútil intento de luchar contra el mareo. Diciembre es realmente un mes nefasto para navegar por el Mediterráneo y luego desembocar en el Atlántico. Las olas cobran una pavorosa semblanza y los vientos del noroeste abaten sobre las naves imprudentes toda la intensidad de su tiranía. En tales circunstancias, la cubierta del bergantín Austro, que era aquél a cuyo bordo viajábamos, se constituía en un sitio muy poco seguro. Sin embargo, mi padre pasaba muchos ratos en la amura de proa, sujeto a los cabilleros mientras el barco daba peligrosas bordadas, absortos sus ojos en la curvatura terrestre que se había tragado la península itálica. Ora podía soplar un viento lacerante, ora las olas podían levantarse varios metros sobre el lecho del mar... mi padre no se movía de su puesto en la amura de proa. Yo sabía que pensaba en Margaret, mi otra hermana mayor, la cual se había casado en secreto con un humilde funcionario de Nápoles. Mi padre amaba a Margaret, y el recuerdo de la traición que ella cometiera a nuestra familia le pesaba en el alma como losa de plomo. Mi padre no podía olvidar que él mismo la había maldecido cuando se presentó en Ancona del brazo de su flamante marido. A lo que parece, mi hermana había ido a Pompeya a estudiar las ruinas que dejó indemnes la tragedia del Vesubio en el año 79 de nuestra era, y allí conoció al apasionado italiano que la anudó con los perfumados lazos de Himeneo. Yo recuerdo, y mi padre lo recordaba igualmente durante la travesía, el abatimiento con el que Margaret traspuso la cancela del jardín tras escuchar la voz condenatoria del hombre que la concibió y que tanto la había amado. Mi madre y Arabella también sufrían en lo secreto de sus camarotes la ausencia de Margaret, y yo no podía por menos de sumarme a la aflicción general. Considerando todos estos factores, es sencillo imaginarse que nuestra arribada a Cornualles no estuviera presidida en modo alguno por el más leve atisbo de alegría.

Los pescadores de arenques que faenaban en las inmediaciones de la rada de Dawning, acogían con ojos suspicaces la llegada del Austro. Tenían los rostros cenicientos, tocados con grasientos casquetes de marinero, y las ropas que llevaban se les caían a pedazos. En Dawning no se respiraba ambiente de prosperidad; así pudimos constatarlo tan pronto el bergantín atracó en el mísero puerto. Las casas estaban levantadas con toscos adobes y los tejados eran de pizarra ennegrecida por la humedad. Pese a encontrarnos en lo más extremado del invierno, de las chimeneas apenas si salían delgados tirabuzones de humo negro de turba; allá donde la miseria sentaba sus dominios, escaseaba hasta el combustible para calentarse durante la época del frío.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

jueves, 29 de enero de 2009

La oración de la nube y el pájaro

Hoy me he equivocado... Hay una nueva oportunidad en el mañana, que de momento aparece limpio de errores.

Pero ¿ha de preocuparme tanto el mañana? El esfuerzo de mi senectud no ha de ser más afortunado que el de mi juventud. El pájaro quiere ser nube, la nube quiere ser pájaro, cantaba Tagore. Ni siembran ni recogen en graneros, y el alimento no les falta.

Frío tráfago el de esta sociedad que no conoce la felicidad aunque ande persiguiéndola incansablemente. El dinero es la cumbre, el dinero es la meta, el dinero es la panacea; si hay que aplastar las flores en el barro por hacernos con aquél, ¡hagámoslo!...

No, a mí dejadme la nube y el pájaro y esas flores limpias de barro. Llamadme loco o descastado. Mi vida me pertenece. Dejadme transitar los caminos que jamás andaríais. Si la tristeza ha de estar presente de todas formas, soñaré que jamás la conocí. Soñaré que pude tener amigos y los conservé. Quemaré todos los almanaques que me separan de todas aquellas oportunidades perdidas. Si las ilusiones son humo, dejad que haga con ellas una nube para guarecerme de las fatigas de esta vida.

Mi vida vale lo que un río silencioso. Dadme una nube, un pájaro y un atardecer y me consideraré afortunado. Luego vendrán las cosas que no espero, y sentiré mi corazón elevarse en alas del gozo.

Es la oración que te hago, amado Dios: la nube y el pájaro han de acabar siendo la misma cosa.

El jardinero de las nubes.


sábado, 24 de enero de 2009

La tienda de la Primi


Estuve en un tris de dejarme la sesera cuando me estrellé con la bicicleta frente a la tienda de la Primi, al arranque de la calle Tahona. Todo se resolvió en un feo raspón en mi rodilla derecha, que echaba tanta sangre que no parecía sino el día que amasan las morcillas y que dejó los entrañables adoquines de basalto aljofarados de lunares cárdenos. Dolía a rabiar, y no pude reprimir algún que otro sollozo. Y la Primi salió pronta a socorrerme, abandonando momentáneamente el cuidado de su comercio. Me ayudó a quitarme la bicicleta de sobre las costillas, y me preguntó si me dolía mucho la herida que me había hecho, ofreciéndose a curarla con un algodón impregnado en mercromina. Tan enorme derroche de hospitalidad por su parte, comenzaba a levantarme los colores y a provocar ardor en mis orejas, habida cuenta de mi indeleble timidez. Haciendo uso de palabras entrecortadas, le agradecí su amabilidad, sintiéndome casi deshonrado por haberme estrellado delante de la mirada de tan gentil señora, cuyo esbelto porte figuraba a lo primero la finura y el empaque de toda una "lady" inglesa. Como pude, arrastré mi maltrecho cuerpo y la descuajeringada bicicleta fuera del alcance de su vista; para colmo, la cadena de los pedales me había flagelado de grasa las pantorrillas, propiciando el aparecer en tan indignas trazas delante de la respetable señora, lo cual centuplicó mi vergüenza de un modo casi intolerable.

Y eran años ya cubiertos por la inexorable pátina del tiempo, los años de las gominas de John Travolta y de los cupones de regalos en comercios y pollerías. El mío no fue el único accidente de bicicleta que aconteció en ese lugar, habida cuenta de la casi imperceptible concavidad que había en el arranque de la calle Tahona y que, merced al orgullo herido, propició que yo no volviera a entrar en la tienda de la Primi; esa concavidad que en días de lluvia formaba una pequeña balsa del color de la plata oxidada.

Por esos años, se extendieron por toda España las pequeñas tiendas de autoservicio de la franquicia "Spar". Ni te quiero contar cuando un buen día, en aquella plácida Aldea setentera, va y nos plantan una de esas tiendas que tanto mentaban en televisión. Era una virguería entrar allí y ver los artículos tan pulcramente colocados en sus respectivos anaqueles. Y no se había oído jamás, en toda la historia del comercio aldeano, algo equiparable al monocorde ronroneo del refrigerador de los productos lácteos; ni el zumbido de los fluorescentes del techo cuando caía la oscuridad de la tarde. ¡Y qué bella la luz del mediodía que penetraba tamizaba por las cortinas fragmentadas en aristas horizontales!

Fue la primera vez en mi vida que vi que vendieran comida enlatada para perros y gatos en una tienda de Aldea; eso nunca se había conocido, ni siquiera en muchos comercios de la capital o de Puertollano. Yo acudía allí a por latas de bonito en escabeche de la marca "Isabel", mucho antes de que me pegara la morrada padre con la bicicleta.

Había allí tantas delicatessen y cosas exóticas, que la curiosidad te llevaba a emprender la exploración por tu propia cuenta y riesgo. Pero la Primi, haciendo gala de una severa amabilidad, siempre me preguntaba qué deseaba, parapetada tras su caja registradora, hasta que después de mucho observar cómo yo enrojecía hasta la raíz del cabello, se aprendió lo que me llevaba a su tienda..., ese santuario comercial donde todo olía a nuevo y a limpio. ¡Y vaya si era limpia la Primi! Siempre echaba el cierre tras fregar el escalón de la tienda, cuando ya hacía rato que estaban encendidas las despintadas farolas de aquellos entonces... Las mismas farolas a cuyo resplandor acudían los "escurpiones", esos lagartos pequeñitos que comentaban que escupían veneno al desaprensivo que osara echarles mano.

Pues bien, desde el contratiempo de la bicicleta y a causa de mi tozuda cortedad, no volví a degustar las latas de bonito en escabeche marca "Isabel", en cuyo cartón recuerdo que aparecía el dibujo de una señorita muy guapa (como una de esas nadadoras de Esther Williams) que portaba en una bandeja supuestas piezas del producto que contenían las latas. No me atreví a volver a entrar a la tienda, ni siquiera cuando no estaba la Primi y la sustituía una de sus hijas. Y lo peor de todo es que le retiré la palabra y la mirada, por causa de la tremenda y absurda vergüenza que pasé cuando el accidente de la bicicleta. No fue poco lo que sentí no poder entrar a por una de las latas del delicioso bonito en escabeche; lamenté no poder hablar con tan gentil señora y recrearme en la vista y la colocación de los artículos que tanto anunciaban por televisión.

Yo solía pasar por la calle Tahona en horas solitarias, y eran pocas las ocasiones en que lograba sustraerme a la mirada de la Primi, siempre estratégicamente ubicada en su rincón de la caja registradora. Recuerdo una mañana de sábado de diciembre de hace una eternidad, cuando la sorprendí colocando con celofán adornos navideños en los vidrios de las puertas de su comercio, donde a buen seguro venderían pinturas de la marca "Titanlux", de esas que en la televisión anunciaban remedando la canción "Colores", interpretada al alimón por el cantante Donovan y el grupo Mocedades en un meloso "spanglish".

Pues bien, un buen día de sofocante sol primaveral en Aldea, cuando ya la tienda hacía varios años que estaba cerrada y la herida de mi rodilla yacía olvidada en una casi borrada cicatriz, aventuré un saludo con tan educada señora. Y ella me respondió de un modo muy agradable, tanto que temí estuviera a punto de preguntarme si deseaba otra lata de bonito en escabeche marca "Isabel", que nunca volvieron a saberme tan ricas como cuando las compraba en su tienda.

Al final acabaron desapareciendo los adoquines de la calle Tahona, y una tarde de verano, en lo más fiero del "resistidero", pasé por el lugar con la voz silenciosa y la mente cargada de recuerdos. Observé los vidrios de la tienda, manchados de lluvia y polvo, y recordé cuando la Primi los tenía tan pulcros que no parecían sino espejos que atrapaban el cielo y la sombra. Y otra vez aparecía a mi imaginación su mirada parapetada en su sempiterno rincón de la caja registradora. El calor de la siesta otorgó dulzura a semejante ensoñación, y, fuera del lamento por haber permitido que la timidez interpusiera una barrera en mi trato con tan afable señora, sentí una gran alegría por haberla conocido y por saberla parte de mi vida de antaño.

El jardinero de las nubes.


domingo, 18 de enero de 2009

Oraciones unidas



Dedicado a quien no se lo puedo dedicar.

La política es para el momento (decía Einstein), para este mundo que alejado del cielo se aboca a su propia ruina. Le vieron como el mensajero de la esperanza, y le recibieron con alborozo cuando aceptó ocupar el cargo ofrecido. Pero el juego político implica satisfacer a unos y desagradar a otros. Su espalda, otrora tan recta y gallarda, empezó a doblarse por el peso de la edad. Su desempeño político levantó hacia él brotes de inquina y animosidad. No podía mirar a los cielos y hundirse al mismo tiempo en el légamo de la política. El dolor de su cuerpo no aflojaba, y la vida pasaba rápidamente. Cerró los ojos, saboreó el aliento divino y cerró las puertas de su despacho…, para no volver a abrirlas nunca más.

Pronto lo olvidaron, y en el silencio de su alma buscó a Dios y también los recuerdos de la flor ausente del cementerio.

Los cielos de Aldea festejaban los colores del crepúsculo, y desde su ventana el campo soltaba un bostezo de bruma azulada. El pájaro se sumergía en la profundidad de la nube tintada, y el rebaño apagaba sus balidos en el recogimiento de la majada del cerro cercano. El dolor físico se acrecentaba, y de sus labios de ceniza brotaban las preces para el Dios de las horas crepusculares. Venían los hijos a visitarle, y le veían ensimismado en el silencio de sus meditaciones; cuando ellos se iban, se avivaba su deseo de abrazarles... Pero ya se habían ido, y sólo le quedaba para abrazar un montículo de lecturas piadosas.

La primavera extendía sus estandartes de verdor, y ya el cuerpo no le permitía ir más allá del marco de su ventana.

Entonces, una tarde de lluvia, me vio pasar por la acera del otro lado. Y supuso que yo marchaba a rezar a la catedral de los campos, hiciera niebla, sereno o hubiera hielo en las cunetas; y esta suposición alcanzó mayor entidad otra mañana de lluvia que me vio pasar de nuevo. Su alma, avezada a la presencia de Dios en la soledad, quiso armarse de mis pies y emprender las sendas de mis oraciones. Yo todavía podía hacerlo, aunque mi propio ocaso no se perfilaba lejano.

Una vez miré a su ventana, y sus ojos flotaban en el lago de las lágrimas. Apoyó su mano en el vidrio ornado de nubes y sol, y yo levanté mi mano; mis rezos acompañarían los suyos desde los campos.

Aunque nadie se lo había dicho, sabía que era yo, el jardinero de las nubes, y se dio cuenta de que nunca tuvimos ocasión de hablar juntos. Es cierto: la primera vez que me miró desde su ventana vespertina, supo que era yo. Y desde mis propios sueños, me enviaba mensajes: "Sal a los campos y reza conmigo. Haz lo que a mí me está vedado, y no te preocupes si dudan de tu juicio: el camino del cielo es un camino de locura..."

Él se cobijaba entre las sombras de su oratorio. Bajaba una cuarta las persianas, engarzaba el rosario a sus anquilosados dedos y repetía las palabras que a mí no me era dado articular. Pero sin saber cómo ni por qué, yo también rezaba, apoyado junto al almendro de la vera del camino, cuyas ramas enrojecían con la savia que transportaba el germen de las flores.

Una noche soñé que yo le comunicaba algo. Lo vi frente a su espejo, en la hora de su aseo matutino. Cogió la brocha de afeitar, y amasó nubes de jabón aromático encima del cerro de la Higuera; y yo, escondido entre los eucaliptos, rezaba por él y por mí mismo.

Una mañana de verano, el dolor curvó su espalda. Se apoyó en el alféizar de la ventana, y miró a la alondra que moraba en los campos del amanecer y que de vez en cuando le traía con su jovial vuelo noticias de Dios. El dolor era insufrible. Con los ojos anegados en lágrimas, le dijo a la alondra: "Busca al jardinero, y dile que hemos de rezar juntos de nuevo; que hemos de rezar por mi vida y el cese de mi dolor". Y vi la alondra sobre el cerro de la Higuera, desenvolviéndose entre nubes de jabón de afeitar. Era la hora del ocaso, y doblé mi rodilla en dirección a las luces mortecinas. Alguien sufría, él sufría, y necesitaba unir sus oraciones con las mías.

Y me vio otra vez esta mañana, inmerso en la costra de la niebla. Miré hacia su ventana, y le presentí tras los vidrios vaporosos. Su mano formaba arabescos con el vaho, y adiviné que me estaba saludando. "¿Saldrás esta tarde a rezar?". Me escondí tras la niebla, y mi mente empezó a hilar palabras. "Cuando el calor del mediodía haya remitido, y por la tierra se despliegue el frescor del atardecer, rezaré por usted y por mí; por los que han de ser consolados y por el rápido tránsito de la vida... Y estará usted en esta tierra para compartir muchas tardes de rezos conmigo".

Mis pies me alejaron de su presencia, y mi alma me acercó a su alma.

La noche ha caído, y en la tibieza del lecho descansa su espalda dolorida, su vida añeja y su melancolía de la soledad. Su almohada sostiene la sonrisa de una conciencia limpia, la grandeza de un alma que quiere estar bien dispuesta para entregarse a Dios en el santuario de los cielos.

Mientras tanto, mi alma intuye que tanto en el cielo como en la tierra mi santuario está en las nubes.

El jardinero de las nubes.



viernes, 16 de enero de 2009

Jennifer tiene un bebé

Hoy me ha saludado con mi nombre de pila, al pie de la acacia aletargada por el invierno (aunque ya con alguna leve flor y yemas ebrias de primavera temprana), la cual vi plantar cierto día de octubre de 1979. ¡Qué grande se ha puesto desde entonces!

Me ha saludado con mi nombre de pila, e iba empujando un carrito en cuyo interior se veía un bebé rollizo y sonrosado, bien dormidito, de apenas un mes de vida. Y he pensado que la vida de Jennifer acapara un buen pellizco de mi propia vida. Su mamá la trajo al mundo el 24 de febrero (mañana es su cumpleaños) de 1981, un día después de la intentona golpista de aquel bigotudo teniente coronel de apellido Tejero. Aún creo verla como esta mañana he visto a su hijo en el cochecito... La acacia no se alzaba entonces ni siquiera a dos metros del suelo.

Me parece ver todavía sus cabellos desgreñados, cuando aprendió a caminar, y su morrillo manchado de crema de cacao. Sus ojos semejaban dos uvas de las que nace el vino de Málaga. Solía seguirme con sus balbuceos a lo largo de la acera, y una vez tuve que evitar que se acercara a las fauces de un perro vagabundo... La acacia se atrevió a echar sus primeras hojas.

Luego ya la vi en la época del colegio, con el lazo azul en su pelo castaño, el pichi gris y la faldita plisada del uniforme que usaban las alumnas de las Hijas de la Caridad. Y su cartera a los hombros, que entonces no tenía semejes de mochila. Jennifer era como el ángel de la mañana que desplegaba sus alas entre los charcos de lluvia de la ciudad... La acacia estiró sus ramas, y pronto empezaría a dar sombra.

Un día, de repente, dejó de mostrarnos su torso desnudo en aquellos calurosos días de verano. Las pecas adornaron su rostro, y empezó a disfrutar de las noches de adolescencia. Regresaba tarde a casa, llevando sobre su cielo un enjambre de estrellas. Y traía sus labios tibios de tantos besos... La acacia ya tenía una copa esplendorosa.


Un día se deshizo de sus vestidos de infancia, comenzó a llevar atuendos vanguardistas, a teñirse el pelo de mil colores, a utilizar exageradas sombras de ojos, a hacerse más agujeros en los lóbulos de sus bonitas orejas, a fumar como un carretero y a beber como un cosaco. Ya nada recordaba a aquella dulce paloma que vi enfundada en su vestido de Primera Comunión. Su madre se quejaba de que se había vuelto muy rebelde y no estudiaba. A mí apenas si me saludaba... Un día la copa de la acacia se vio sacudida por cruentas ráfagas de tormenta, mas no pudieron doblegarla.

Sí, Jennifer, me culpo por haberte olvidado a partir de aquel entonces. Yo miraba a los escalones cuando creía que tú pasabas a mi lado. No me apercibí de que en algún momento sentaste cabeza, estudiaste para enfermera y te casaste con un hombre que trabajaba en una entidad bancaría... No me di cuenta de lo cambiada que estaba la acacia.

Y he aquí que esta mañana has saludado a tu viejo vecino, junto a la acacia que se ha nutrido de nuestras vidas... La acacia cuya primera flor de la ya cercana primavera ha caído dentro del carrito de tu precioso bebé.

El jardinero de las nubes.


lunes, 12 de enero de 2009

La señora de las palomas

Al punto de las tres de la tarde, cuando sabía que su presencia pasaba desapercibida, entraba en acción la "señora de las palomas", en ese rincón ignoto, junto a la verja del Parque de Abelardo Sánchez. Añejo parque del centro de Albacete. Durante un tiempo de un ya apartado otoño, me lo pateaba de arriba abajo, porque era necesario encontrar el consuelo de Dios en la soledad.

Y la vi a ella, la anciana del chubasquero gris y los cabellos de gualda blancura. Llevaba un carrillo de la compra a rebosar de mendrugos de pan duro, que durante la mañana recolectaba con candor evangélico en todos los bares y panaderías de la capital manchega. Una nube de palomas la engullía cuando comenzaba a desmigajar el pan deshidratado, y constelaban su chubasquero gris de habones blancos. Se ponía un sombrero de lluvia que ya tenía el color del guano fresco.

Durante tres días pasé cerca de ella, escuchando su maternal parlamento con las palomas. Al cuarto día me detuve junto a los barrotes de la verja, y me puse a mirar cómo alimentaba a las palomas. La barba espinaba mi rostro, y mis ojos se aferraban a cualquier imagen pasajera para distraer la tristeza que borbollaba en el caldero de mi alma.

Las palomas abrieron una clara en torno al rostro de la señora, y ella me lanzó su azulada mirada y sus encías estaban despojadas de dientes cuando me sonrió.

-Siempre me rodean con sus alas -dijo con su voz cantarina-. Incluso el domingo, cuando voy a misa, me manchan el abrigo que me regaló mi hijo que se fue a la Argentina, y me manchan la pamela de fieltro que me regaló mi marido que se fue a los cielos.

Alargué mi mano entre los barrotes, al tiempo que las rodillas se me plegaban por la melancolía. Acabó mi cabeza a la misma altura que la de la señora.

Ella franqueó el bullicioso festón de palomas, y había migas pulverizadas entre sus dedos de sarmiento cuando estrechó los míos, ásperos por el frío de la vida.

-¿Qué andas buscando, joven peregrino? -me preguntó como respetando mi silencio.

Apreté su mano y la acerqué a mis labios. Olía a espiga de trigo candeal, a relente nocturno y a remoto jabón de violetas. En mis ojos, las pupilas engulleron los iris. Ella tenía los estanques de sus ojos achinados circuidos de afluentes de sangre, y un fuego de amor destellaba en el fondo de sus pupilas.

-Joven peregrino, yo también estuve mucho tiempo sola… y ahora me rodean las aves del cielo.

En mi chaqueta también empezaron a aparecer habones de guano; las palomas revoloteaban entre nosotros, desgranando sus zureos intemporales.

La señora me besó en la frente, me dijo adiós, tomó su carrillo y se perdió por las avenidas del parque, arrastrando tras de sí su amorosa aura de palomas.

Y yo me fui de la verja del parque, manchado de guano y de cariño, estando solo pero acompañado, estando triste pero lleno de valor.

Y en lo recóndito del parque, rodeado de cisnes cabizbajos y árboles deshojados, mis encías armadas de dientes dibujaron una sonrisa...

Y me gustó sonreír...

Acaso a mí también me rodearían pronto las palomas de ese parque de Albacete.

El jardinero de las nubes.

viernes, 9 de enero de 2009

Las cartas del olvido

Abrí las puertas del tiempo, y no quise mirar atrás. La caja de cartón que fuera clausurada años atrás, exhumó sus más escondidos secretos. Aparecieron las viejas cartas amarillentas, y en la hora del ocaso mi alma se vio sacudida por un débil pálpito de nostalgia. Estas cartas las escribieron y las miraron ojos de cielo, de agua y de tierra. Todos desaparecidos ya del horizonte de mi vida. La amistad perdida era una herida que ya parecía cicatrizada. No quise sufrir por nada que no tuve. Era la hora del ocaso, y encontré un asomo de paz, contemplando el brasero que el sol formaba sobre las desmadejadas nubes de occidente. Mis dedos acariciaban las cartas. Mis pensamientos buscaban un modo de vadear el caudaloso torrente de las lágrimas.

Ojos de mirada de cielo. Había descampados en tus frases, y brillaban en los mismos las hogueras de San Juan y se levantaba el olor de las sardinas asadas en los solares nocturnos. Me conociste epistolarmente, cuando me mostraba menos humilde que ahora. Me decías las cosas que según tú me merecía, y alguna vez me tomaste de pantalla y pensaste en mí cuando de ordinario no pensabas en mí. Nunca te dije nada, porque el rechazo iba a ser seguro. No era como tú esperabas, y la amistad acabó disipada como la fina hilatura de la niebla entre el calor del mediodía. ¿Perdimos o ganamos?, nunca lo pensé. No era mi cuerpo tu modelo de cuerpo; no era mi personalidad tu modelo de personalidad... Si yo me escondiera entre las sombras, no vendrías a buscarme. No buscarías mi saludo. Y soñé una vez contigo, cierta noche de enero de 1991, cuando ya llevaba varios años sin pensar en ti. Tus cartas surgieron de la caja olvidada. Cerré los ojos, quise imaginar y tu vida no salió de la niebla. Era mejor seguir olvidando.

Ojos de mirada de mar. Y el mar también podría ser una idílica extensión de hierba. La ausencia del tiempo conjugada con la ausencia del espacio. Buscabas el cariño, y mi mala letra no te disuadió de seguir buscándolo. Fue importante sentir lo que me impulsaba a abrir el buzón a cada dos por tres. Aquí están las cartas, las postales lejanas. Los aires de un cielo más fresco, la fragancia de una tierra más verde. Surcar las espumas del mar de la bruma, y coronar el encuentro. Los salones solitarios, los bailes sin música. La esperanza remozada a golpe de escritura. No quise ver lo que ocurría cuando el desencuentro se disolvió en las cercanías de la canícula. Las cartas dejaron de ser importantes, y el color del mar, el color de la esperanza, se mudó en opaca estela de plomo. Y decían en lugares conocidos, y hasta en las bocas de metro, que yo era bien parecido. ¿Acaso fue eso importante? Las cartas de ojos de mar mintieron, la vida misma mintió..., mintió por completo. Y si en el derroche de luz no se encontraba la alegría, en la sombra del recogimiento se hallaría el consuelo. Los relojes de arena se vaciaron incansablemente hasta la hora de volver a encontrar tus cartas. Ya la bombilla azulada horadaba la penumbra de la tarde del hallazgo. No pensar en lo impensable; no soñar con lo que no tiene despertar. Si permaneces en las frías cavernas del olvido, es mejor que no me adentre en tu búsqueda; es mejor olvidar lo que una vez fuera inolvidable.

Ojos de tierra profunda. Tus cartas llenas de dibujos de flores y pájaros y de una soledad aún mayor que la mía. Buscabas el faro en la tormenta, la esperanza incumplida, el arco iris de la lluvia, la rosa en la brecha de la muralla, la estrella que encubre el fulgor de la luna, el prado reluciente de rocío..., en fin, la vida maquillada de felicidad. Buscabas lo que yo no había encontrado, y tu dulzura se invistió de cimeras de exigencia. Tus lágrimas helaron los arroyos y avivaron las brasas de mi descontento. He aquí la nube que antaño fuera corpulenta. Sopló el viento de primavera y ante nuestros ojos la nube fue menguando, se hizo esponjosa y liviana y su transparencia se esfumó en el azul del cielo. Los clavos de la puerta acumularon la herrumbre del tiempo y la costumbre. El silencio soltó sus gritos, y desaparecieron en el color profundo de la tierra. Las cartas huyeron a esconderse en el adiós de la caja olvidada.

Se presentó la tarde de este año distante. Me asomé al abismo de mi vida, arrugué los labios y solté el suspiro que antaño fuera dolor. No sufras, corazón indomable y agotado, por el polvo de estas cartas rescatadas de la tumba de tu vida. La noche ha llegado, y el viento sacude las ramas que pierden sus hojas. Lo has olvidado, lo has amputado, y tus pensamientos ya no son altaneros. La luz de las estrellas riega tus cabellos, y la pasión de tu alma palidece como el vuelo de una luciérnaga en la espesura de tu jardín de niebla. De tu cuerpo brotan las heridas como las cuentas de un rosario. El tiempo ara tu frente y los contornos de tus ojos. Que tu cabeza deje de estar humillada, que tus ojos permitan el paso a la luz de la luna. Has vivido, y tu vida no cabe en una caja de cartón. Se secaron los arroyos de las lágrimas, y su lecho ahora lo esmaltan las flores de la esperanza no esperada. El viento silba en la ventana, y la hiedra florecerá en primavera ante tus ojos de mirada gastada.

Otra vez escondidas, cartas del olvido. Donde os vi, os volveré a dejar.

El jardinero de las nubes.

jueves, 8 de enero de 2009

El sueño de Nabucodonosor y el destino de la humanidad


Sólo Dios conoce el futuro (Is 46, 9-10), y puede frustrar los presagios de los magos y adivinos y hacer cumplir la palabra de sus mensajeros (Is 44, 25-26).

Pues bien, les recomiendo que lean el capítulo 2 del libro de Daniel, del cual voy a hacer una síntesis: Nabucodonosor, rey de Babilonia, tuvo un sueño en el segundo año de su reinado. No fue capaz de recordarlo, y por ello convocó a todos los adivinos del reino, conminándoles bajo pena de muerte a que le relataran dicho sueño y le ofreciesen su correspondiente explicación. En el momento de más apuro apareció Daniel y le dijo a Nabucodonosor que había soñado con una enorme estatua que tenía la cabeza de oro; el pecho y los brazos de plata; el vientre y los lomos de bronce; las piernas de hierro y los pies parte de hierro y parte de arcilla. De repente, una piedra se desprendió de un monte próximo y fue a dar contra la estatua, que al momento se redujo a polvo. De la piedra se levantó una montaña que se extendió por toda la tierra.

He aquí la interpretación de Daniel: el oro representaba el reino de Nabucodonosor; después de él vendría otro reino inferior, representado por la plata, luego un tercero de bronce y un cuarto de plata, reinos inferiores. Un último reino sería fuerte y débil a la vez y sus linajes estarían muy dispersos, representados por la mezcla de hierro y arcilla. En último lugar, la piedra que golpea la estatua y se transforma en montaña simboliza el reino de Dios, que será imperecedero.

La historia demuestra que esa profecía se ha venido cumpliendo desde Nabucodonosor a nuestros días. He aquí las cronologías de los diferentes reinos:

ORO: Reino de Babilonia a partir de Nabucodonosor (650 aC).

PLATA: Reino persa fundado por Ciro (539 aC).

BRONCE: Reino griego fundado por Alejandro Magno (331 aC).

HIERRO: Derrota de Egipto y dominio de Octavio Augusto: Imperio romano (31 aC).

HIERRO Y BARRO: Naciones salidas de la división del Imperio Romano (476 dC).

PIEDRA QUE SE TRANSFORMÓ EN MONTE: Piedra: regreso de Cristo; Montaña: reino de Dios que Cristo implantará a su regreso (futuro).

En resumen, lo que Dios anunció por sus profetas acaba cumpliéndose; la misma historia da fe de ello, y para muestra un botón, mejor dicho, una estatua.

Mi gratitud al padre de mi viejo amigo, eminente teólogo, que fue quien realizó este descubrimiento y cuyo nombre no puedo mencionar por motivos de mi propio anonimato. Sé que me comprenderá.

El jardinero de las nubes.

sábado, 3 de enero de 2009

Panegírico de Riñegatas & Obituario de Riñegatas (verano de 2007)



Riñegatas, Riñegatas. No me acuerdo de su nombre.

Tenía unos padres que un buen día Dios se los llevó consigo. Tenía también una tumba humilde, un perrito faldero, un bigote recortadito, unas gafas que se ahumaban a cada nada, unos ralos cabellos fijados con agua... y tenía también mucha soledad.

Empezó a llenar sus horas con el cuidado de innumerables plantas. Hizo de la humilde tumba de ladrillos de sus padres un panteón floral. Crisantemos, clavellinas, lírios del valle, rosas de Alejandría..., la sepultura se tornó un auténtico edén, y eso lo sabían bien las lagartijas que gustaban de desenvolverse entre las lozanas hojas de los lirios. Todas las estaciones del cementerio fueron testigos de los cuidados de Riñegatas hacia tan nobles representantes del reino vegetal. Sus oraciones por el descanso de sus padres se convertían en flores literalmente. Hombre sencillo y pacífico. Tenía bien aleccionado a su perrillo para que le aguardase a que saliera en el sardinel de la puerta del camposanto. Le gustaba ir a regar a la hora en que la tarde caía, porque decía que era el agua que mejor aprovechaba a las flores. Por eso los vidrios de sus gafas siempre se veían ahumados por el sol poniente.

¿Y la fachada de su casa, haciendo esquina entre la calle Medio y la calle Granado? Los geranios saludaban a todos los viandantes, y muchas mujeres le pedían a Riñegatas esquejes para trasplantarlos en sus casas.

Un día, este señor se fue por imperativos de salud a la Ciudad Condal, y sus plantas y las flores de la tumba de sus padres lloraron hasta secarse.

El perrillo no sé si falleció o anduvo vanduendo por las calles hasta fallecer de inanición. Seguro que acudiría hasta el fin de sus días a la puerta del camposanto, esperando incansablemente a que saliera su amo, que este humilde sujeto que suscribe tiene a bien designar como "El Señor de las Flores".


Es la primera vez que me ocurre en este foro: escribir un panegírico de alguien y que al poco tiempo este alguien emprenda el viaje definitivo, viéndome en la necesidad de escribir el correspondiente obituario.

En esta vida no volveré a ver las flores y las plantas de Emilio, Riñegatas. Me doy cuenta del raudo paso de la vida. No hace mucho veía a Emilio en el cementerio, mimando las flores con la dedicación que un relojero otorga a sus delicadas maquinarias del tiempo. Hombre bueno y silencioso; no esperaba de la vida más que lo que ésta le había dado. No se quejaba de su soledad ni de su soltería. Dios le había dado los cielos mágicos de Aldea, las nubes que regaban sus flores, el respeto de sus paisanos y la fidelidad y el cariño de su perrillo. Su presencia nunca levantaba animosidades; su paso por las calles se asemejaba a una brisa apacible de otoño, de esas que se levantan en los días del sol del membrillo. No era hombre que despertara pasiones en las mujeres, pero era un hombre que portaba sobre sus hombros el mayor misterio de la existencia: cómo vivir en paz sin las cosas que a otros no les han sido negadas, sin los brazos de una esposa, sin la bendición de los hijos, sin la dulzura de los nietos, sin el prestigio de aquellos que pugnan por alzarse por encima de sus semejantes. Era un hombre tan sencillo como el camino de una hormiga, como un rayo de sol destellando sobre una flor perlada de rocío, como el canto de un pájaro que nadie escucha aun teniendo su melodía en los oídos...

Riñegatas, demostraste que es posible vivir sin las vanidades de este mundo; la belleza de tus flores era el único trofeo que anhelabas.

Te prometo que tu paso por la vida no ha sido baldío. Gracias por esta hermosa lección que tú nos impartiste en medio de tus silencios. Y nadie puede decir que no fueras un hombre cariñoso cuando te dirigían la palabra.

Seguro que en vida nunca adivinaste que algún día el mundo te admiraría como yo te admiro, tú que pensabas que nadie te iba recordar cuando te fueras. No te hizo falta más que hacer una sola cosa para conseguirlo: vivir.

Nunca te olvidaré, Señor de las Flores, aunque Aldea te acabe olvidando.

El jardinero de las nubes.