domingo, 27 de noviembre de 2016

Mañana otoñal en el barrio de Carabanchel (poema)


Ha vuelto
el noviembre de Madrid,
tantos años extrañado.
El sol de otoño
echa su risa
sobre las cimas de las chimeneas,
prodigando sus riquezas
en las calles manchadas de niebla.
Los comercios reparten
por las aceras
seductoras bocanadas;
aquí fue entonces
como es ahora.
Ya no se ve la arena,
sino asfalto maltratado;
no corazones fatigados,
sino almas que aún sufren.
Carabanchel
abre sus párpados
cercados de arrugas,
y susurra con una voz
que nadie escucha:
Estoy aquí, no me he ido.
Simples gorriones
los que en abierto desafío
se atreven a cruzar la bóveda
de niebla y oro maltratado.
Carabanchel
alienta en sus entrañas
una palabra de amor…,
y ya ha sido pronunciada.


Madrid, sábado 19 de noviembre de 2016
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)



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domingo, 20 de noviembre de 2016

¿Quién triunfa? (poema)



Sólo triunfa
el que sus lágrimas enjugó
y llena de huellas
los mapas de la Tierra.

Y sí,
en la soledad se adormecen
los manantiales ocultos,
en las cuevas se llenan
las paredes de dibujos,
en el silencio la boca
revienta de palabras.

El triunfo no encuentra
tesoros de oro y diamantes,
antes bien planea
sobre las almas
que de múltiples heridas
convalecen.

Sólo triunfa
el que derrochó sonrisas
bajo lluvias inesperadas,
el que a su casa
volvió con las culpas lavadas
y guirnaldas de arrepentimiento.

Y sí,
el amor se aposenta
en coronas invisibles,
porque sólo lo que no se percibe
llamado está a triunfar.

Parque de Gasset, Ciudad Real, martes 23 de agosto de 2016

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


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domingo, 13 de noviembre de 2016

Unamuno junto al lago de Sanabria (poema)


Acerca de lo que debió de pensar Miguel de Unamuno al componer su maravilloso libro "San Manuel Bueno, mártir".

Esos ojos de vigilia,
esos pensamientos atormentados
imaginaron una aldea
en las entrañas del lago de Sanabria.

Caía la nieve cuando acudió
al muro de la iglesia derruida
para ver cómo la vida
acababa al descender un copo
solitario sobre la ennegrecida
superficie de las aguas.

Un libro escribiré,
que no sea muy extenso,
intentando plantear este misterio.

Era una tarde de invierno,
y el refugio de la hoguera
no quedaba cercano.

Valverde de Lucerna,
te rescataré del fondo del lago.
Tu campanario sumergido
será paliativo a la desdicha
del que ya no cree en el Bien Eterno.
En mi libro actuará de personaje
uno como el mayor de los ascetas,
y en la intimidad afrontará
el dolor de no poder participar
de la felicidad que él reparte.

Esos ojos escondidos
tras los vidrios polvorientos,
la nieve desapareciendo en el lago,
el refugio del fuego tan lejano,
la nube que en el seno
del frío pierde su blancura.

Sí, en mi libro daré réplica a todo eso.
En punta de mañana, vendrá
mi personaje junto a estas mismas ruinas,
y por mucho que sus labios sonrían,
no podrá borrar el disgusto de su mirada.

Y se sienta, apoyándose en el muro
de la iglesia abandonada,
el hombre que aspirar
a que lo consideraran poeta desearía.
Entre los cendales de nieve
no cantan las garzas, ni los cisnes
ahuecan sus alas.
Y en la alejada noche de San Juan,
tal vez se escuche el repicar
de la campana de la anegada
Valverde de Lucerna.

Ya se levanta el hombre
que imagina escribir un libro,
ha de caminar muchas leguas
hasta el fuego amigo.

Alegre el corazón,
triste la mirada,
así te conocen,
Miguel de Unamuno.

Ciudad Real, sábado 5 de noviembre de 2016

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


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domingo, 6 de noviembre de 2016

Sendero de venganza


LECTURA NO RECOMENDADA PARA MENORES DE 18 AÑOS

Antes no se hubiera atrevido a pisar las margaritas que crecían a los bordes del sendero, pero esta vez lo hizo. Como tentáculos de hidra aplastados contra la tierra de una primavera húmeda… Vas a morir, hijo de puta. Pasa todas las tardes de los viernes por el camino que conduce a Robleda Negra, para fardar de moto, para creerse medio metro más alto de lo que es. Trabaja y gana dinero, así les van las cosas a los malos… Esa tarde de viernes sintió que la cicatriz interior volvía a sangrar. Estaba en su casa, guarecido en una estancia de sombras y persianas quejumbrosas. Abrió una vieja carpeta de cartón azul, y el pasado salió afuera como leve polvo de hulla. Rencor y tinieblas sostenidos por dedos peludos. Los poemas amarilleados, sujetos por una goma descolorida, insultados, vejados, disminuidos por boca del de la Harley del sendero; el recuerdo, las carcajadas cayendo como plomo derretido, esos ojos de sarcasmo que ocultaban el cieno del alma. Los dos eran adolescentes década y cuarto atrás. Uno jovial, caballuno y sabelotodo; el otro triste, bajito y silencioso. Ser joven y melancólico por ende, la causa de dejarse llevar fácilmente… ¡Hijo de puta!... Engañado, embaucado, y cuando llegó el momento, este mismo fue aprovechado para infligir la mayor humillación… Los poemas, hojas de mierda, no valen para que las mujeres se fijen en un apocado sin carácter… Y el fracasado mandó al de la Harley a tomar por culo; ningún supuesto ascendiente justifica las humillaciones. Que se rebele un débil a un fuerte nunca el mundo lo permitió. Así que el efecto fue como el de una patada en mitad de los genitales y el insulto a los poemas que no interesaban a las mujeres, los mismos que ahora aparecían atrapados por una goma infamada por el tiempo. En la carpeta están las principales razones, en el armario de la izquierda una pistola del abuelo de cuando la guerra.
Esta vez no quedaría, al caminar por el sendero, el regusto a venganza no satisfecha… Cabrón, ahora te daré lo que la vida no te quiso dar… Limpió la pistola, la aceitó con cuidado, le metió un cargador nuevo, se la guardó aprisionada entre el pantalón y la cintura, y salió al campo, al sendero. Hacía una hermosa tarde primaveral tras varias semanas de lluvias incesantes, la siempre recordada primavera del 2000. Euforbios, malvas, centáureas, hibiscos, amapolas, verónicas, almendros ya pasada su voluptuosidad, un cielo de nubecillas ataviadas de sol, pájaros e insectos por doquiera, el sonido del agua en los manantiales que antaño se creían agotados. Iba dejando sus huellas en el sendero, aplastando los tallos de hinojo que la lluvia había nutrido, y el sendero se extendía lejos, entre los clamores del valle que un estío consumiera con un incendio de inmensas proporciones… Hijo de puta, si hubieras hecho de mi vida otra, habría podido disfrutar de todo lo que a la vista se me ofrece… La pistola le creaba un cerco de dolor en el costado izquierdo. Hoy las cosas serían distintas.
Parecía que el viento y los pájaros enmudecían para dejar que el ronco petardeo de la Harley aborrecida repartiera su eco por los cordales del valle. Ahí llegaba, el muy hijoputa. Ahora era el momento largamente acariciado. No se iba a poner a un lado del sendero y dejar que ese cabrón le pasara haciéndole un leve saludo y ultrajando los espacios de paz que colmaban la vida apacible del valle de Robleda Negra. Ahora se las iba a pagar todas juntas.
La tierra estaba ahíta de humedad, por ello las ruedas de la Harley no levantaban polvareda. En veinte segundos llegaría al lugar.
Se situó en medio del sendero, sacó la pistola del costado (que ya era hora), el arco de las piernas se le quedó flojo, alzó el arma… y esperó… Veinte segundos, menos los que ya habían pasado.
Las ruedas frenaron con desgana y sobresalto, los tallos de hinojo de delante sufrieron un empujón de viento. Otra vez la mueca repulsiva de un rostro sin afeitar, con ya algún que otro pelo gris, raro e inapropiado a la edad aparentada, que aún seguían siendo jóvenes… pero menos.
−¡Apártate, idiota! ¿Quieres que te atropelle?       
La pistola se situó de forma paralela al suelo. Había temblor en el brazo que la sostenía, como junco que agitara el viento.
−Deja esa pistola de juguete. De todos modos, no tienes huevos a apretar el gatillo.
Y siguió una estentórea carcajada, un rugido del motor de la Harley y el giro consecuente de las ruedas traseras, que deseaban vencer la atadura del freno. La culata de la pistola se mojó en sudor y el cañón parecía la plumilla de un sismógrafo. Entonces el dedo apretó el gatillo… y nada sucedió. ¡Demonios!, si el seguro estaba quitado, si ayer se había pasado un buen rato limpiando y aceitando las piezas desmontables.
−¡Échate a un lado, idiota, voy a pasar!
La mueca tan dolorosamente recordada, las ruedas que levantaron arcilla y tallos tronchados de hinojo, el empujón lateral, la velocidad liberada, la Harley alejándose, los huesos del justiciero frustrado aplastando más tallos y removiendo más arcilla. Una nube veló el sol, confiriendo a la tarde semblanza de crepúsculo de camposanto.
Apretó los dientes con fiereza hasta que vibraron los huesos de la quijada, los alveolos de las encías se removieron, la sangre cayó sobre los tallos percudidos de arcilla. La Harley se perdió tras la sombra de los robles. Otra oportunidad echada a la mierda, ¡vaya por Dios!
Se puso trabajosamente en pie, aún agarrada la pistola en su trémula mano. Un dolor atroz en los dientes. Oprimió el gatillo varias veces, varias veces, varias veces… Los dedos le dolieron lo mismo que los dientes. Los disparos salieron vomitados, las balas se perdieron en el aire. ¡Su puta madre!
Ahora el de la Harley no tendría huevos a pasar por aquí, ¡nos ha jodío! Los seis disparos y volvió el atasco del principio… Mira cómo me duelen los dientes, los huesos de la totalidad de mi vida. ¡Que te den por culo, payaso de la Harley! Mis poemas valen más que tu vida, hoy te lo he demostrado…
Se fue, se fue por el sendero, con la pistola en la mano, con la vida que de algún modo tendría que valer para algo. Y en todo el trayecto de regreso que siguió, no escuchó en ningún momento el siniestro petardeo de la Harley.

Ciudad Real, 14-17 de octubre de 2016
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)   



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