La noche cerraba sobre nuestras cabezas. Me impactó
la pobre iluminación de las calles; seguir a Peter en la oscuridad era
dificultoso en extremo; de momento, no era capaz de darle alcance.
Nuestra alocada marcha se amplió cerca de veinte
minutos. Habíamos llegado a las inmediaciones de la Torre de Londres. No se
veía un alma por los alrededores. Peter alcanzó un acceso solitario, cerrado
mediante una verja de lanzas. Se agarró a los barrotes, miró en mi dirección y
asintió, como dándome a entender lo que iba a hacer.
Fue visto y no visto. Peter se encaramó a la verja y
se puso a trepar con una agilidad pasmosa. Constituía un fiel testimonio del
extremo a que podía conducirle el sentimiento que le inspiraba lady Jane.
¡Pobre amigo mío!
Cuando llegó arriba, tuvo buen cuidado de no
clavarse ninguna de las puntas de lanza. Luego, ya al otro lado de la verja, se
deslizó por los barrotes hasta que sus botas tocaron el suelo.
−¿A qué estás aguardando? –Peter me miró con
camaradería−. Ven aquí conmigo.
−Peter, ¿qué es exactamente lo que te propones
hacer? –le pregunté−. Admite que te has lanzado a la acción irreflexivamente.
Lo mejor que podrías hacer es volver conmigo a casa de tu tío para que podamos
pensar planes realizables. No sabemos siquiera dónde está el alojamiento de
lady Jane, aquí en la Torre. Ahora es como si estuviésemos caminando por arenas
movedizas, expuestos a hundirnos con toda seguridad. Te muestras temerario por
la desesperación del poco tiempo de que disponemos. Peter, haz el favor de
volver aquí conmigo.
El niño escuchó mis palabras con los labios
entreabiertos y la mirada ausente. No parecía dispuesto a avenirse a razones.
−De ninguna manera –dijo al final−. Yo voy a salvar
a mi lady Jane. Ni soñando te crees que voy a perder el tiempo y permitir que
me dejen sin ella. No lo entiendes. –Las lágrimas volvían a bañar su rostro−.
¡La amo! No puedo soportar la idea de quedarme sin ella para siempre. ¿Cómo no
puedes comprenderlo?
−Peter… −balbucí presa de la emoción. Mi amigo se
dejaba arrastrar por la verdad más grande que existe: la verdad del corazón−.
¡Cuánto la quieres!
−Lo has entendido por fin.
−Sí.
−¿Sabes lo que es amar?
−Creía saberlo.
Peter me regaló otra de sus hermosas sonrisas. Me
miró con todo su cariño para decirme:
−Has abierto los ojos por fin. El amor es la fuerza
que mueve la vida. Es hermoso amar. Merece la pena morir por amor. No lo
olvides nunca.
La emoción me desbordaba por todos los poros de mi
piel.
−La razón es sólo tuya, Peter. ¿Por qué he tardado
tanto en darme cuenta? Sí, el amor. No viviré lo suficiente para agradecerte
esta enseñanza. A partir de hoy no escucharé los cuestionamientos de la mente
en contra de las decisiones del corazón.
Una alegre carcajada se liberó en la noche. Peter,
enardecido, se acercó a estrechar mi mano a través de los barrotes. Jamás en
toda mi vida nadie reavivó en mí el sentimiento de bondad como lo hizo mi
pequeño amigo. Resulta cuanto menos paradójico que un niño tuviera que ser el
que me enseñara la mayor lección de mi vida y también mi mayor recompensa. La felicidad más grande a que puede aspirar
un ser humano reside en el hecho de vivir para los demás. Ofrecerlo todo a un
ser querido, sin esperar nada como pago, produce el más bello sentimiento que
puede ser experimentado. Es como agua clara brotando del manantial del alma,
que produce una inefable sensación de limpieza dentro del pecho. La conciencia
se convierte en la mejor compañera cuando se albergan sentimientos bondadosos.
Se formulan buenos deseos. Los pecados que pudieron cometerse en el pasado,
quedarán redimidos por las buenas acciones del presente y, asimismo, por la
consiguiente proyección de dichas acciones al tiempo futuro. Una vez que el
amor de adueña de todo nuestro ser, ya siempre pervivirá en nosotros. Todo esto
fue lo que Peter provocó dentro de mí. Jamás me arrepentiré de ello.
Mi creciente emoción me llevó a escudriñar parte de
mi pasado. Fue una evocación momentánea. A mi mente acudió un momento de mi
adolescencia casi adormecido en las brumas que marcan la división entre la
memoria y el olvido. En mi adolescencia solía pasar los veranos en un pueblo de
la costa cántabra. Ahora volvía a escuchar el plácido rumor de la mar
fragmentándose en los rompeolas y el grave gorjeo de las gaviotas extendiéndose
por todo el litoral. Y de mi subconsciente emergió el rostro de Gema, una de
mis más queridas amiguitas de los días de playa. Ella habitaba en una casa
solariega próxima al arenal del Sardinero, en Santander. La conocí una nublada
mañana de principios de agosto. Coincidimos buscando conchas en la bajamar.
Ella me miró sonriente con sus bellos ojos castaños. No debía de tener más de
doce años. Cubría la blancura de sus carnes con un vaporoso vestido rosa y
llevaba calado un sombrero de arroz. Por entonces yo tenía diecisiete años y me
resultaba fácil hacer amistades con niños de menor edad que la mía, en
compensación a los atisbos de misantropía que mantenía con gente de mi mismo
tiempo. Gema y yo nos encontrábamos cada mañana en la playa. Nos sentábamos
sobre los rompientes del promontorio de Piquío y conversábamos sobre todos los
temas, mientras veíamos las olas disolverse en el limpio arenal… Y ocurrió… No
imaginé que sucedería. Acabé sintiendo por Gema un amor de pureza angelical.
Pero los prejuicios me impidieron decírselo; era todavía una niña y sus
pensamientos estarían aún distantes del amor. Cada día que pasaba aumentaba un
poco más el amor que me inspiraba. Septiembre llegó. Ella tenía que marcharse.
Tuvo lugar una emotiva despedida: las indómitas nubes en el cielo, la lámina
grisácea de un mar en calma, los barcos pesqueros arañando el horizonte. Nos
despedimos de la forma en que lo hacen dos buenos amigos. Y ella se marchó, en
busca de la libertad de la que esperaba que su vida estuviera colmada. Fue la
última vez que la vi. No volvió a aparecer los siguientes veranos, y con el
transcurso de la vida llegué a ponerla en el olvido. No sabía qué habría sido
de ella. A lo mejor todavía se acordaría de aquel joven poeta que tuvo como
amigo en la playa en el transcurso de ese verano. Su imagen con el tiempo se
fue difuminando poco a poco de mi mente; y es que a veces la vida es muy cruel…
Desperté de mi ensueño y me encontré con el
rubicundo rostro de Peter. Él dejó de estrechar mi mano y se dispuso a
emprender el camino hacia el cuerpo principal de la Torre. De repente se
escuchó un rumor confuso entre los inmediatos matorrales. Peter debió oírlo
pero no se inmutó y siguió caminando. Entonces se percibió claramente el sonido
de la hojarasca removida, y unas inquietantes siluetas se perfilaron al claro
de luna. Eran perros mastines, del tamaño más desproporcionado que yo recordara
haber visto.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las
nubes).