domingo, 25 de junio de 2017

Lady Jane (3ª parte - V): Temeridad


La noche cerraba sobre nuestras cabezas. Me impactó la pobre iluminación de las calles; seguir a Peter en la oscuridad era dificultoso en extremo; de momento, no era capaz de darle alcance.
Nuestra alocada marcha se amplió cerca de veinte minutos. Habíamos llegado a las inmediaciones de la Torre de Londres. No se veía un alma por los alrededores. Peter alcanzó un acceso solitario, cerrado mediante una verja de lanzas. Se agarró a los barrotes, miró en mi dirección y asintió, como dándome a entender lo que iba a hacer.
Fue visto y no visto. Peter se encaramó a la verja y se puso a trepar con una agilidad pasmosa. Constituía un fiel testimonio del extremo a que podía conducirle el sentimiento que le inspiraba lady Jane. ¡Pobre amigo mío!
Cuando llegó arriba, tuvo buen cuidado de no clavarse ninguna de las puntas de lanza. Luego, ya al otro lado de la verja, se deslizó por los barrotes hasta que sus botas tocaron el suelo.
−¿A qué estás aguardando? –Peter me miró con camaradería−. Ven aquí conmigo.
−Peter, ¿qué es exactamente lo que te propones hacer? –le pregunté−. Admite que te has lanzado a la acción irreflexivamente. Lo mejor que podrías hacer es volver conmigo a casa de tu tío para que podamos pensar planes realizables. No sabemos siquiera dónde está el alojamiento de lady Jane, aquí en la Torre. Ahora es como si estuviésemos caminando por arenas movedizas, expuestos a hundirnos con toda seguridad. Te muestras temerario por la desesperación del poco tiempo de que disponemos. Peter, haz el favor de volver aquí conmigo.
El niño escuchó mis palabras con los labios entreabiertos y la mirada ausente. No parecía dispuesto a avenirse a razones.
−De ninguna manera –dijo al final−. Yo voy a salvar a mi lady Jane. Ni soñando te crees que voy a perder el tiempo y permitir que me dejen sin ella. No lo entiendes. –Las lágrimas volvían a bañar su rostro−. ¡La amo! No puedo soportar la idea de quedarme sin ella para siempre. ¿Cómo no puedes comprenderlo?
−Peter… −balbucí presa de la emoción. Mi amigo se dejaba arrastrar por la verdad más grande que existe: la verdad del corazón−. ¡Cuánto la quieres!
−Lo has entendido por fin.
−Sí.
−¿Sabes lo que es amar?
−Creía saberlo.
Peter me regaló otra de sus hermosas sonrisas. Me miró con todo su cariño para decirme:
−Has abierto los ojos por fin. El amor es la fuerza que mueve la vida. Es hermoso amar. Merece la pena morir por amor. No lo olvides nunca.
La emoción me desbordaba por todos los poros de mi piel.
−La razón es sólo tuya, Peter. ¿Por qué he tardado tanto en darme cuenta? Sí, el amor. No viviré lo suficiente para agradecerte esta enseñanza. A partir de hoy no escucharé los cuestionamientos de la mente en contra de las decisiones del corazón.
Una alegre carcajada se liberó en la noche. Peter, enardecido, se acercó a estrechar mi mano a través de los barrotes. Jamás en toda mi vida nadie reavivó en mí el sentimiento de bondad como lo hizo mi pequeño amigo. Resulta cuanto menos paradójico que un niño tuviera que ser el que me enseñara la mayor lección de mi vida y también mi mayor recompensa. La felicidad más grande a que puede aspirar un ser humano reside en el hecho de vivir para los demás. Ofrecerlo todo a un ser querido, sin esperar nada como pago, produce el más bello sentimiento que puede ser experimentado. Es como agua clara brotando del manantial del alma, que produce una inefable sensación de limpieza dentro del pecho. La conciencia se convierte en la mejor compañera cuando se albergan sentimientos bondadosos. Se formulan buenos deseos. Los pecados que pudieron cometerse en el pasado, quedarán redimidos por las buenas acciones del presente y, asimismo, por la consiguiente proyección de dichas acciones al tiempo futuro. Una vez que el amor de adueña de todo nuestro ser, ya siempre pervivirá en nosotros. Todo esto fue lo que Peter provocó dentro de mí. Jamás me arrepentiré de ello.
Mi creciente emoción me llevó a escudriñar parte de mi pasado. Fue una evocación momentánea. A mi mente acudió un momento de mi adolescencia casi adormecido en las brumas que marcan la división entre la memoria y el olvido. En mi adolescencia solía pasar los veranos en un pueblo de la costa cántabra. Ahora volvía a escuchar el plácido rumor de la mar fragmentándose en los rompeolas y el grave gorjeo de las gaviotas extendiéndose por todo el litoral. Y de mi subconsciente emergió el rostro de Gema, una de mis más queridas amiguitas de los días de playa. Ella habitaba en una casa solariega próxima al arenal del Sardinero, en Santander. La conocí una nublada mañana de principios de agosto. Coincidimos buscando conchas en la bajamar. Ella me miró sonriente con sus bellos ojos castaños. No debía de tener más de doce años. Cubría la blancura de sus carnes con un vaporoso vestido rosa y llevaba calado un sombrero de arroz. Por entonces yo tenía diecisiete años y me resultaba fácil hacer amistades con niños de menor edad que la mía, en compensación a los atisbos de misantropía que mantenía con gente de mi mismo tiempo. Gema y yo nos encontrábamos cada mañana en la playa. Nos sentábamos sobre los rompientes del promontorio de Piquío y conversábamos sobre todos los temas, mientras veíamos las olas disolverse en el limpio arenal… Y ocurrió… No imaginé que sucedería. Acabé sintiendo por Gema un amor de pureza angelical. Pero los prejuicios me impidieron decírselo; era todavía una niña y sus pensamientos estarían aún distantes del amor. Cada día que pasaba aumentaba un poco más el amor que me inspiraba. Septiembre llegó. Ella tenía que marcharse. Tuvo lugar una emotiva despedida: las indómitas nubes en el cielo, la lámina grisácea de un mar en calma, los barcos pesqueros arañando el horizonte. Nos despedimos de la forma en que lo hacen dos buenos amigos. Y ella se marchó, en busca de la libertad de la que esperaba que su vida estuviera colmada. Fue la última vez que la vi. No volvió a aparecer los siguientes veranos, y con el transcurso de la vida llegué a ponerla en el olvido. No sabía qué habría sido de ella. A lo mejor todavía se acordaría de aquel joven poeta que tuvo como amigo en la playa en el transcurso de ese verano. Su imagen con el tiempo se fue difuminando poco a poco de mi mente; y es que a veces la vida es muy cruel…
Desperté de mi ensueño y me encontré con el rubicundo rostro de Peter. Él dejó de estrechar mi mano y se dispuso a emprender el camino hacia el cuerpo principal de la Torre. De repente se escuchó un rumor confuso entre los inmediatos matorrales. Peter debió oírlo pero no se inmutó y siguió caminando. Entonces se percibió claramente el sonido de la hojarasca removida, y unas inquietantes siluetas se perfilaron al claro de luna. Eran perros mastines, del tamaño más desproporcionado que yo recordara haber visto.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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martes, 6 de junio de 2017

Lady Jane (3ª parte - IV): Reencuentro


Nada optimista se perfilaba mi posición. Se adueñó de mí una demoledora sensación de pánico, que se tradujo en el horror de no volver a ver mi mundo, mi hogar, mi familia, mis amigos. Ahora que daba todo esto por perdido, es cuando más parecía añorarlo. Sin embargo, sumirme en la desesperación no me iba a aportar ninguna solución, por lo que traté de serenarme.
Richard Johnson me rescató del mutismo en que me había sumido. Me dio a entender que, de momento, lo mejor sería ir en busca del intrépido Peter y después, ya en casa del alquimista, trataríamos de ordenar ideas para decidir nuestras operaciones los siguientes días.
Las primeras estrellas alumbraban en el cielo, parcialmente despejado de nubes por los rudos vientos que se levantaron, cuando alcanzamos los primeros arrabales de la villa londinense. Las anteriores lluvias habían dejado una fresca fragancia en las calles. Con todo y con eso, el invierno se hacía valer por sus fueros, siendo ésta la razón de que apenas si viésemos viandantes en nuestro camino. El viento azotaba con crudeza nuestros rostros, y fue motivo de alivio saber que en casa del alquimista nos aguardaba una buena hoguera de troncos.
Tras un rato de un andar presuroso, alcanzamos una plazoleta en cuyo centro se alzaba una fuente que tenía el caño corroído por la acción del tiempo. La luna en todo su esplendor asomaba a través de algunos jirones de nubes, proporcionándonos una por demás adecuada iluminación. Entonces pudimos vislumbrar a un niño sentado junto a la fuente. Al acercarnos más, nuestras almas se llenaron de gozo.
El niño era Peter.
Tenía la cabeza apoyada sobre sus rodillas. Tan pronto oyó que nos acercábamos, levantó un rostro cariacontecido, el cual me pareció investido de una gran nobleza. No pude por menos de reprocharme haberle juzgado antes como un niño ofuscado y fantasioso.
−Caramba, pequeño Hawkins –dijo Richard Johnson, descolgándosele una sonrisa por la boca−. ¿De forma que te vas a pasear por los senderos del tiempo sin avisarme? Bueno, no me pondré mordaz. Este caballero –añadió señalándome− me ha puesto al corriente de tus hazañas. Suerte para ti que te fueras a esa posada a poner en práctica el hechizo y te encontraras con sir Raúl. En fin, ¿a qué estás esperando? Ven y dame un abrazo, pícaro sobrino.
Peter se abocó a los brazos del alquimista. Mientras tenía lugar el abrazo, me dirigió una mirada de complicidad. Richard Johnson se percató de ello, y entonces, rompiendo el contacto con su sobrino y acercándose a mí, me dijo:
−Sir Raúl, he de deciros que he recibido una impresión harto favorable de vos y debo agradeceros el haberme traído a Peter sano y salvo. Asimismo quiero manifestar que uniré mis esfuerzos a los vuestros para ayudar a Jane Grey, a fin de que, llegado el momento, podáis regresar a vuestro lugar en las arenas del tiempo.
−Muchas gracias −respondí−. Desearía pediros una cosa. No tiene mucha importancia, pero hará que me sienta más cómodo en nuestro grupo.
−¿Qué es ello? –inquirió Richard Johnson.
−Desearía abandonar estos modos de cortesía en el lenguaje oral, la forma vos, las conjugaciones verbales tan artificiosas para mí, etcétera. Francamente, no estoy nada acostumbrado a este registro idiomático y más en una lengua que no es mi nativa.
−Ah, dais a entender que tuviésemos un trato de confianza al hablar.
−Algo así.
−Eso está hecho como puedes apreciar, mi querido amigo –concluyó Richard Johnson, dándome una palmada en la espalda.
Tras solventar esta pequeña cuestión lingüística, emprendimos el camino a casa del alquimista.
El inmueble estaba apartado de toda calle transitada. Era una sólida construcción de granito, que se elevaba a seis metros del suelo y estaba dividida en dos plantas, o al menos eso se apreciaba desde el exterior; pero cuando entré vi que sólo contaba con una sola planta. Por los altos muros discurrían escalones serpenteantes que conducían a estanterías cargadas, aparte de libros, de los más dispares materiales. Las ventanas estaban provistas de robustos postigos, cuyos aleros se curvaban hacia el cielo. En el interior había una espaciosa mesa repleta de crisoles, retortas y frascos que contenían polvos y líquidos de tonalidades variadas. Se observaban también cuatro armarios de madera roble, descomunales, distribuidos simétricamente por las cuatro esquinas del edificio. Ahí, según me informó Richard Johnson, se guardaban los múltiples productos obtenidos en el ejercicio de la alquimia, así como pergaminos que contenían fórmulas secretas. Me asombró sobremanera las enormes dimensiones de la chimenea, que tenía adosado una especie de alambique. Richard Johnson se apresuró a avivar el fuego arrojando unos pedazos de leña sobre las casi extintas llamas. Y después que hubo despejado parcialmente la mesa, nos invitó a sentarnos para degustar una frugal cena.
Puede adivinarse el hambre que traíamos. En mi primera comida en el siglo XVI, eché de menos el uso de cubiertos y hube de sujetar el pedazo de carne fría que me puso el alquimista ensartándolo con un cuchillo. Al finalizar la cena, los tres nos miramos en silencio. Había llegado el momento de parlamentar sobre el salvamento de lady Jane.
−Recapacitemos, Raúl –principió Richard Johnson, reclamando mi atención−. Quiero que recurras a tus conocimientos de historia para saber qué disposición tomar. Dinos todo lo que sepas.
Yo les expliqué todo lo que recordaba: el matrimonio de conveniencia de Jane Grey con Guilford Dudley; la temprana muerte de Eduardo VI; su sucesión en el trono por lady Jane; y la conspiración que conduciría a ésta ante la cuchilla del verdugo.
Ultimadas las cuestiones puramente históricas, nos pusimos a imaginar maneras de dar a la historia un giro en sentido opuesto. Pero todos los planes que urdíamos nos parecían harto difíciles de llevar a la práctica.
Peter comenzó a ser presa de un gran nerviosismo, y al final estalló:
−¡No hacemos más que perder el tiempo!... ¡Tenemos que avisarla de lo que van a hacer con ella!... Como dice Raúl, el tiempo se nos acaba y no podemos malgastarlo improvisando vanos planes. Iré a verla. La amo y no quiero perderla. Iré ahora mismo, aunque sea de noche. ¡Tengo que salvarla porque la adoro!
No nos cupieron dudas de que el juicio de Peter comenzaba a fallar. Su valerosa propuesta nos dejó del todo indecisos. Su tío y yo convinimos que esa alternativa era demasiado directa y peligrosa. Pero el niño se mostraba reacio a dejarse convencer por ninguno de nuestros argumentos. Por otra parte, no andaba falto de razón; el tiempo nos apremiaba y no era menester desperdiciarlo en idear planes irrealizables.
−Es más –apostilló Peter, fuera de sí−. Pienso ir lo más rápido posible a salvarla. Me saltaré las verjas de la Torre e iré directamente a hablar con ella… Seguro que me escuchará.
−Espera. Ahora es de noche y no creo que sea una buena idea –explicó el alquimista−. Además es muy peligroso y… ¡Peter, regresa aquí!
Era inútil tratar de disuadir al valiente Peter. Éste ya se había encaminado a la calle, dispuesto a cumplir sus propios requerimientos con respecto a la salvación de la joven soberana. Richard Johnson me dio a entender con una mirada que marchara en pos de su sobrino. Salí tras sus pasos, pues, armado de paciencia para tratar que se aviniera a razones. Se me olvidaba añadir que el alquimista me había entregado anteriormente una magnífica espada nueva.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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