viernes, 29 de julio de 2011

Cuentos urbanos: La increíble aventura de los Fisgones (II) - ... ¡Andersonville!


Dio algunos pasos al frente. Aquello no era el apacible paisaje del Pirineo. La vista del horizonte estaba confinada por una alta empalizada de troncos desiguales. El suelo estaba constituido por un viscoso légamo, que apestaba a orines y excrementos humanos. Y en todas partes había hombres que semejaban prisioneros, vestidos con uniformes degradados a la categoría de harapos. Uniformes de soldados de la Unión, como el que llevaba el presidente en esos momentos.


A lo primero, quiso volver al interior de la casita de muñecas, pero al girarse de espaldas advirtió con innombrable pavor que aquélla había desaparecido; parecía haberse volatilizado en medio de esa fétida atmósfera de cloaca. Los rayos de un sol rabioso reavivaban la decrepitud circundante.


-¡Eh, yanqui! ¿Qué haces dentro de la franja prohibida?


Esta pregunta repentina fue pronunciada en lengua inglesa. El presidente volvió a girarse de espaldas y no pudo sujetar un suspiro de sobresalto. Un centinela confederado le estaba apuntando con su fusil; tenía barba de varios días, un ojo tapado con un pedazo de tafetán y, para añadir mayor repulsión a su imagen, estaba mascando un enorme pedazo de tabaco de Kentucky.


-¿No me has oído, perro yanqui? Métete en la franja correcta o te descerrajo un tiro.


Entre su escaso dominio del inglés y el estupor que le ocasionaba la desubicación, el presidente se quedó como paralizado. El centinela deslizó sus dedos por el cerrojo del arma. Y entonces el instinto de supervivencia del presidente se activó con oportuna premura. Avanzó hacia el lugar donde un elevado contingente de yanquis andrajosos le contemplaba con ojos de cordero degollado.


-¿Dónde me encuentro? –preguntó en un inglés deficiente.


-Sargento, ¿te ha calentado el sol la cabeza? –le respondió un muchacho, casi un chiquillo, que a todas luces evidenciaba ser el tambor de un batallón de infantería-. Estamos en el infierno, el campo de prisioneros de Andersonville.


El presidente se creía víctima de una broma cruel.


-¿Dónde y en qué año estamos? –preguntó empleando su lengua natal.


-¡Caracoles, éste ha estado en México! –observó otro prisionero.


-¡Y qué limpio tiene el uniforme! –añadió un tercero con tono codicioso-. Parece que viene de dar un paseo primaveral por Pennsylvania Street.


-¿De dónde ha salido?... Douglas, ¿no pertenece al XXXV de Iowa, tu regimiento? –dijo otro hombre, que ostentaba los galones de teniente.


-¡Mirad su uniforme! –respondió el aludido-. A los que vinimos con el XXXV ya hace tiempo que se nos cayeron los botones. Fijaos en lo que relucen los suyos.


El presidente no salía de su asombro. De alguna forma, al salir de la casita de muñecas, había efectuado un viaje en el tiempo y en el espacio. Y ahora se encontraba en un dramático episodio de la Guerra de Secesión norteamericana. ¡Andersonville! Recordaba haber leído algo sobre este lugar, y por ello el miedo comenzó a helarle el corazón.


Examinó con más detenimiento los alrededores. Hasta donde la vista alcanzaba, se extendía una inmisericorde estacada, dentro de cuyo perímetro se hacinaban millares de prisioneros al borde de la miseria y la extenuación. Algunas piezas de artillería estaban acertadamente dispuestas para sofocar el menor conato de rebelión, y todos los centinelas tenían el ojo avizor y las armas dispuestas.


De súbito, un hombre que ostentaba la fisonomía de un muerto viviente le agarró del brazo al presidente. Tenía los ojos de un azul transparente y el rostro orlado por un rastrojo de barba pelirroja.


-A ti te ha correspondido Andersonville –le dijo en un castellano perfecto.


-¡Qué me dice! –exclamó aspeando los brazos.


-Los fisgones acaban donde merecen –dijo el hombre extraño, perdiéndose entre la multitud.


Corría la fecha más calurosa del mes de mayo. Esa noche el presidente hubo de pasarla al raso, tumbado en un rincón de aquel infame lodazal. Ninguno de los hombres de alrededor le había prestado auxilio; desconfiaban de él, creyéndole un loco o un chivato de los carceleros. Nadie le había ofrecido entrar en alguna de las mugrientas tiendas para pernoctar al abrigo del relente nocturno.


Como contrapartida, nunca había contemplado un cielo tan reluciente de estrellas. La luna aparecía oculta tras una nube deshilachada. El arroyo convertido en albañal que cruzaba el recinto, desgranaba una lenta y triste melodía. El canto del búho se dejó oír desde un bosquecillo cercano a la empalizada.


En esa hora de la vigilia, al presidente le dio por rememorar su vida. Hubo de llevarse la mano a la boca para ahogar un grito. Su país se estaría hundiendo en el lejano futuro, lo mismo que su desconcertada alma. ¿Cómo podría volver al encuentro de su familia? ¿Acaso encontrando de nuevo la casita de muñecas y franqueando otra vez el diminuto batiente de la puerta?


Aún era la hora más negra de la madrugada cuando notó en su costado la opresión de una bota roñosa.


-¿De dónde eres? –le preguntó una sombra que no acertaba a definirse con la claridad del firmamento.


-No entiendo –contestó el presidente, mientras el pánico le tensaba las cuerdas vocales.


-¿Perteneces al LVIII de Illinois?


-No sé…


-¿Tienes dinero o comida?


-No le entiendo.


Una especie de garra le atenazó la garganta.


-¡No me mientas! ¡A ver qué tienes en los bolsillos!


El presidente se los registró y sólo pudo sacar un montoncito de arena.


-¡Déjame en paz! No tengo nada que darte.


La sombra, enfurecida por la frustración, le asestó en la cara un puñetazo que despertó el sabor de la sangre en su paladar. Luego, uno a uno, le fue arrancando los botones de su guerrera.


Así descubrió que dentro de la estacada su vida no valía lo que un roñoso pedazo de cobre. Entonces decidió hacer todo lo que en su mano estuviera por sobrevivir.


La luz del alba lo sorprendió tiritando y con el cuerpo entumecido. Superado el estupor inicial que a los yanquis les causara la presencia del nuevo recluso, empezaron a hacerle objeto de befas y escarnios a cuál más cruel. Incluso una vez recibió una brutal golpiza por no querer cederle a un hombre despiadado el pedazo de tocino que por cierto caprichoso toque de fortuna le había correspondido en su rancho.


Los días de verano resultaban calamitosos en semejante lodazal. Cuando apretaba el sol de mediodía, se elevaban de la tierra vapores irritantes. El presidente averiguó de un modo fortuito que el año en curso era 1864; que ese lugar maldito estaba emplazado en el estado de Georgia, cerca de las poblaciones de Americus y Anderson; que el arroyo pestilente que surcaba la estacada era tributario de un río que denominaban Sweetwater o algo así; que el campo de prisioneros estaba comandado por un capitán que respondía al nombre de Henry Wirtz y que traslucía en su habla las inflexiones de la lengua alemana… El presidente no podía concebir que los hados del destino le hubieran conducido a ese lugar de pesadilla.


El muerto viviente, como él le aludía, volvió a interpelarle uno de esos aciagos días. Apareció como salido de la nada. Sus ojos azules presentaban un vapor sanguíneo.


-Así de desesperado estaba tu país por causa tuya –le espetó de buenas a primeras.


-Quiero volver allá.


-El castigo de los fisgones no tiene fácil reparación.


El presidente sentía dolor en sus encías; comenzaba a ser víctima del escorbuto.


-Paso hambre, me apalean, tengo que dormir al raso, incluso las noches que llueve.


-Así se sentían muchos en tu país.


-Mi país no era una cárcel.


-Algo peor que eso. ¿Has visto alguna vez una trampa para capturar bestias salvajes?


Andersonville no era lugar para humanos. Allí solamente se sentían a sus anchas los piojos, las ratas y las serpientes. Andersonville era el umbral del infierno. El dolor, el desamparo, la soledad. El presidente pensó en su familia y le entraron ganas de llorar.


-¿Quién eres tú? –le preguntó a su interlocutor.


-Yo soy el que puede sobrevivir a todos los infiernos. En Andersonville me hago llamar el padre Peter Wheelan. Traigo el consuelo de la religión a las almas atormentadas que habitan la estacada.


-¿Hay consuelo para mí?


-¿Lo hay para los que oprimiste en tu país?


-Debería haberlo.


-Del mismo modo, aquí debería haberlo.


El padre Wheelan le dejó con la reflexión pendiente. Con paso tardo se perdió entre ese bosque de figuras miserables. El presidente apuntó la mirada a lo alto. El sol que le diera vida en los prados pirenaicos, ahora era una esfera de fuego de fragua. Ni los pájaros se atrevían a volar con tanto calor.


Una mañana apareció un tropel de prisioneros que enarbolaban nudosos garrotes; el comandante del campo se los había facilitado para mantener a raya a quienes se dedicaban a saquear, acosar y extorsionar a sus compañeros de cautiverio. Uno de los golpes le alcanzó al presidente en plena clavícula.


Un capitán yanqui acudió en su ayuda.


-Tú no formas parte de los merodeadores.


-Yo no formo parte de este mundo –balbuceó, ciego de dolor-. No debería encontrarme aquí.


-Eso decimos todos.


-En serio. Ni ésta es mi vida ni éste mi país.


-Hablas como un místico.


-Soy el presidente del gobierno de España –matizó con desesperada solemnidad-. Alguien tan importante como vuestro Abraham Lincoln.


El capitán, cuyo nombre era Dexter Hobbs, meneó la cabeza. Y pensó que el presidente no era más que un pobre loco.


A los pocos días, tras celebrarse un juicio sumarísimo por parte de los reclusos, los merodeadores fueron declarados culpables y se armó el cadalso para ajusticiarlos.


El presidente jamás creyó que hubiera de vivir para presenciar un ahorcamiento. En su país llevaba mucho tiempo abolida la pena de muerte, y ese tiempo del futuro, contra toda evidencia, le parecía muy posterior al que estaba viviendo en estos momentos.


Los cadáveres de los reos estuvieron colgados hasta el atardecer; no se los tuvo más tiempo para no añadir el olor de la descomposición a la larga lista de aromas mefíticos que emponzoñaban la atmósfera dentro de la estacada.


CONTINUARÁ…


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


jueves, 21 de julio de 2011

Cuentos urbanos: La increíble aventura de los Fisgones (I) - De cómo el presidente del Gobierno acabó en...



Bueno, tras la euforia de los pasados días, retomemos la tarea.


Este cuento lo concluí hace casi tres meses. Empecé a escribirlo en un plan un poco “chorra”. ¿Una casita de muñecas ambulante, el presidente del Gobierno? ¡Vamos, hombre! Tentado estuve de abandonarlo a los primeros renglones. Pero me gusta terminar lo que comienzo, y en este caso fue una decisión que juzgo acertada; estoy por afirmar que es mi preferido de los “cuentos urbanos”, habida cuenta de la vigorosa acción que encierran sus líneas.


Es un cuento de corte apocalíptico. No lo escribí con finalidad satírica hacia el presidente del Gobierno. Simplemente, es un experimento literario: ¿qué sentiría un político al vivir las consecuencias de algo similar a lo que su ineptitud ha causado en la vida de los ciudadanos? Por tanto, es algo que se puede extrapolar a toda la clase política en general, que, a tenor de las encuestas, representan la mayor causa de preocupación en la población española, precedida tan sólo por la natural angustia que genera el desempleo.


Asimismo, deseo hacer notar que es una historia fruto de mi imaginación, si bien el padre Peter Wheelan y el capitán Henry Wirtz son personajes que tuvieron existencia en la realidad.


Espero que les guste.


De la noche a la mañana apareció la casa, en un solar de la Gran Vía madrileña. Era de un claro estilo tirolés; no parecía sino una casita de muñecas, con escaso número de habitaciones y un tejadillo decorado con hermosas contraventanas pintadas de verde.


Ese día el presidente del Gobierno pasaba por la Gran Vía en su ostentoso coche oficial. Y su atención se vio en consecuencia capturada por la presencia de la casita en mitad de ese solar recientemente despejado.


-¿Quién ha plantado esa casa ahí? –preguntó a su inmediato guardaespaldas.


El guardaespaldas tenía la mandíbula cuadrada y la fisonomía inmune a sonrisas.


-No sé qué hace ahí, señor –dijo con voz cascada-, pero trataré de averiguarlo.


El país se hundía en la ruina, y el presidente desviaba la mirada por otros derroteros. ¿Una casita de cuento de hadas? ¡Lo que en esta vida no pudiera verse!


Al cabo de unas horas, fueron dos inspectores de policía a averiguar lo que hacía esa casita en mitad de un solar de la Gran Vía. Testigos oculares afirmaron que los vieron entrar por esa puerta de trazados liliputienses, pero no hubo nadie que pudiera decir que los vio salir. Y para más sorpresa, pasó una noche y al alba ya no quedaba vestigio de la casa.


El presidente leyó el informe que le presentaron a este respecto, y el arco de las cejas se le transfiguró por completo. Cuando se llevó los dedos a los orificios nasales, apreció que éstos olían a podrido.


La casita fue apareciendo los siguientes tiempos por sucesivos lugares de España visitados por el presidente. En León, en Marbella, en el Maestrazgo de Teruel, en las campas de Santander… Siempre había un solar urbano, un rincón campestre donde los ojos que mentían se enfrentaban a la imagen de la casita de muñecas. Y todo policía que acudía a indagar, desaparecía sin remedio al franquear esa puerta diminuta.


Viendo que la situación del país no tenía remedio, el presidente decidió tomarse unas largas vacaciones y desaparecer de la escena pública, donde tan escarnecido resultaba.


Buscó una aldea perdida en el Pirineo, se vistió con ropas que le camuflaran y dio en realizar largos paseos por trochas y orillas de riachuelos turbulentos. Se encontraba solo porque el mundo no pedía cuentas a su mujer y a sus hijas, y éstas no le habían acompañado en su retiro. El país le detestaba, y él hacía tiempo que detestaba el país. Después de tantas presiones, de tantos abucheos, apetecía refugiarse en la soledad de las montañas.


Amaneció una perfumada y musical mañana de primavera. Ni una nube empañaba el firmamento, de un azul de pavo real. El presidente dio orden a sus guardaespaldas de no escoltarle en el paseo que estaba a punto de emprender.


Atravesó un bosque de hayas y avellanos, llegó al sitio de un embalse, ascendió por una ladera esmaltada de verdor y alcanzó la linde de un nuevo bosque, esta vez de araucarias. Pasó por un recodo sombrío en el que repercutía el canto de una disparidad de aves. El relente de la montaña le calaba hasta los huesos. Un fortuito escalofrío le recorrió las articulaciones. Accedió a un espacioso calvero punteado por un caleidoscopio de flores montaraces. Y allí, a no mucho espacio de la pantalla de árboles, se alzaba la inconfundible mole de la casita de muñecas, con la engañosa pasividad de un guerrero ávido de sangre.


El presidente exhaló un suspiro involuntario. Su curiosidad se vio abonada por el asombro ante lo insólito de la aparición. ¿Por qué le acosaba esta imagen, incluso en este lugar recóndito, lejos de los sonidos mundanales?


-Debo averiguar qué es –se dijo con insensata determinación.


Desplegó una gran cautela al aproximarse junto al extraño inmueble. Puso su mano en el picaporte, que tenía forma de cabeza de león, lo giró y la cerradura emitió el chasquido de apertura.


En el interior se le agudizó la sensación de hallarse en una casita de muñecas. Había una mesita de té y cortinas de terciopelo rojo ticiano. Colgados en los tabiques, había una rica variedad de relojes de cuco, de péndulo y de pesas. También se veía un sillón de primorosos estampados, que recreaba los de los tapices venecianos. Y en el rincón más apartado, junto a una ventana de vidrios esmerilados, destacaba un perchero de sastrería.


Del mismo pendía un uniforme militar, que al presidente, habida cuenta de su mucha sapiencia en estos temas, no le costó identificar como perteneciente a un sargento de infantería de la Unión, en la Guerra de Secesión norteamericana.


Le encantaba la apostura de la prenda y la buena calidad del paño. La admiración le hizo olvidarse de las circunstancias que rodeaban aquella aventura. Sintió unos irrefrenables deseos de vestirse el uniforme. Y no los reprimió, por cierto: al momento se despojó de sus prendas deportivas y se puso el uniforme con afectada parsimonia. En el instante en que se encasquetaba el quepis, los relojes que poblaban los tabiques iniciaron su natural funcionamiento. Los tic-tacs se apoderaron de la silenciosa atmósfera del recinto.


En otro de los rincones había un enorme espejo de tocador, medio oculto tras unos cortinajes de brocado. El presidente se acercó a contemplarse. Le impresionó gratamente el reflejo que le ofrecía el espejo. Había de reconocer que el uniforme le sentaba muy bien.


De súbito experimentó las ganas de salir al exterior vestido de esa guisa, máxime cuando no había mucho más que ver dentro de la casita. Se encaminó hacia la puerta, la abrió y…


-¿Qué es esto?


CONTINUARÁ...


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


sábado, 16 de julio de 2011

¿Quién es el jardinero de las nubes?



El reglamento de una de las comunidades literarias en que participo (La Revista de Marcela) estipula en uno de sus artículos que no se puede participar de manera anónima en la publicación de escritos. Fui invitado en dos ocasiones por la autora Marcela Vanmak a registrarme, y cuando por fin acepté, empezaron las polémicas con la citada regla de la comunidad.



En vista de que me exigían mi identidad, dije que si no se me permitía mantenerla en el incógnito me iría de la comunidad, hoy 16 de julio (curiosamente la festividad de los marineros). Entonces ha habido una serie de testimonios muy emotivos que me han inducido a dejar esta vida de anacoreta literario.



He aquí el escrito que inserté en esa comunidad:



De acuerdo, el ser tímido y apocado no es sinónimo de criminal. Durante siete años he guardado celosamente mi identidad, creyendo que no era tan importante en relación a mis letras.





Algo se ha removido en mi interior con el problema del reglamento de esta página, y he comprendido que entre tanta gente querida no tiene sentido prolongar más tiempo mi vida de ermitaño literario.





He aquí los datos identificativos (espero no arrepentirme):




Nací en Madrid el 29 de noviembre de 1971.




Me llamo Julián Esteban Maestre Zapata.




Soy profesor de Física y Química.




Mi cariño se centra en mi madre, mi mujer y mis dos hijas. Tuve un padre y una hermana que ya no están aquí.




En cuanto a la fotos que se me solicitan, pondré 4 que reflejan mi evolución dentro de un caracter tímido y acaso insociable:




Cuando tenía 3 años (febrero de 1975):












Con mi hermana María Rosa en 1979 (ella falleció en 1986, me sacaba 15 años):








Durante mi juventud solitaria en Aldea del Rey, haciendo oficio de jardinero de las nubes en plena naturaleza, fechada en 1998:








Y éste soy yo finalmente: un dechado de defectos, que encuentra en Dios y la literatura el principal sentido de su vida, junto con el amor y apoyo de las "cuatro" grandes de su familia:








Les ruego me disculpen y pido asimismo perdón a todos aquellos a los que he podido dañar o decepcionar con mi anonimato. Así soy, así he sido siempre y así habré de ser en lo que me reste de vida.




Gracias de corazón. Me quedo con ustedes.





Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



Soy consciente de que habrá quien se pavonee de ser conocedor de mi identidad desde una época ya rancia, gracias a los "buenos" oficios de una persona celosa de identidades ajenas y ansiosa de mal merecido prestigio, a quien no le juzgo poseedor del menor asomo de decencia a tenor de sus actos infames hacia mi persona. Sólo yo tengo derecho a revelar mi identidad, en el momento que yo quiera y del modo que mejor me parezca. Y ese momento acaba de llegar.



Ya en la mitad de mi vida, me he dado cuenta de cuáles son mis prioridades y he llegado a concluir que ya debo dejar de infligirme este trato de menosprecio propio, tanto por mí como por quienes han llegado a cogerme algún aprecio.



¿Y qué espero con todo esto? Realmente no lo sé. Pero estoy seguro de que seguiré siendo el mismo en mi entorno familiar y laboral, bien que guarecido de igual modo en el retiro de mis libros, mis cuadernos y mis estilográficas.



En fin, he pensado tanto en esta vida que ya no quiero pensar más en esta cuestión de mi anonimato y sus posibles consecuencias. Confío en que Dios no me abandone en estos momentos cruciales, y me dé firmeza de ánimo para seguir mi camino. Soy tímido, apenas me salen bien hiladas las palabras, he malgastado mucha vida haciendo cosas que me recomendaban no hacer porque no me conducirían a nada, y a eso hay que añadir que no he hecho casi amigos en mi vida real... ¿Y qué? A cambio de todo esto, soy el jardinero de las nubes; no es mucho decir, pero es lo mejor que mi intelecto y mis ya relajados esfuerzos sociales me han permitido.



No me abandones, amado Dios. Sólo Tú me conoces en realidad.




martes, 12 de julio de 2011

Cuentos urbanos: Cecilia y el mundo (y III) - El principio y el final


A todo esto, se presentó el mes de mayo de 2011. Las elecciones autonómicas y municipales se iban a celebrar el día 22. Y cuando nadie lo imaginaba, coincidiendo con que el país estaba sumido en la desesperación causada por la crisis económica, hubo cuarenta personas que se manifestaron en la Puerta del Sol de Madrid; al poco decidieron quedarse a dormir allí, y enseguida reunieron cientos de seguidores, en la misma plaza y en otras de la geografía española. Era como si Daniel Cohn-Bendit (en otro tiempo Daniel el Rojo) volviera a arengar a las multitudes desde los tejados del París del legendario mayo del 68. Algo se había sacudido en las conciencias de un país con las esperanzas aniquiladas.


Espoleado por la curiosidad, me acerqué a la Plaza Mayor de Ciudad Real y leí las proclamas que exponían los allí acampados.


Una jovencita me pidió una firma para apoyar el llamado “Movimiento 15 de mayo”, y no titubeé; desde ese instante me adherí a la causa de devolver a una nación la dignidad perdida por los tejemanejes de las clases políticas. ¡La Spanish Revolution anunciada por los diarios extranjeros, la paz y la concordia como moneda de cambio!


Todas las horas que me permitía el trabajo, las pasaba en las asambleas callejeras o en las convivencias que el paso de los días iba intensificando. Me hice muy amigo de Raquel, la bella jovencita que me pidiera la firma el primer día. Me contó que hasta el año pasado había cursado estudios en el IES Maestro Juan de Ávila. Recordé que allí había sido destinada Cecilia cuando se vino a la capital, y pregunté a Raquel si tenía noticias de ella.


-Se refería el caso de una profesora que estaba delicada de salud, y que le habían dado un trabajo cómodo en el hospital.


-Era Cecilia –medité casi para mis adentros.


-Pues el año pasado nos sacaron a todos los alumnos al patio y guardamos un minuto de silencio por la profesora. Había muerto de un cáncer en el cerebro… ¿Te encuentras bien?


Raquel vio cómo se me mudaba el color del rostro. Cecilia ya no estaba en el mundo. De algún modo, yo ya lo había imaginado antes, como una fatal premonición, pero siempre había negado tal eventualidad, tildándola de absurda. En mitad de la plaza, en los tiempos de la revolución pacífica, sentí que la vida se me derramaba en el pavimento. Cecilia había muerto, y yo no quería creerlo.


Mi alma se enfrentó a un amargo inmovilismo. Perdí la conciencia del tiempo y el deseo de saber o implicarme en toda cuestión humana. Al final apegarse a los afectos deviene en un dramatismo tal que hace renegar de la posesión de sensibilidad.


Dejé de acudir a mi trabajo, me quedé en los soportales del ayuntamiento, no quería escuchar ni mucho menos responder las preguntas de Raquel, comía por inercia, mi falta de higiene comenzaba a hacerse notar.


-Ya no crees en nuestra causa –me reprochó Raquel.


Yo veía el rostro de Cecilia perdido entre las nubes. E intentaba rechazar semejante visión. Quería hacer tabla rasa de todas las impresiones dolorosas de mi alma. No quería conocer más detalles de la vida de Cecilia.


-Eres un vegetal –proseguía Raquel su filípica-. Peor todavía: eres una piedra.


No le faltaba razón. Yo no podía evitarlo, pero tampoco deseaba evitarlo. Cecilia, no es mi derecho recriminarte nada, pero ¿por qué me has hecho esto?


De este modo, se presentó el viernes 27 de mayo. Había convocada una asamblea a las nueve de la noche en la Plaza Mayor. Esa misma tarde, a eso de las siete, se realizó una cacerolada como queja por la denegación por parte del ayuntamiento del permiso para conectarse los acampados al suministro eléctrico municipal; para la asamblea de las nueve, el dueño del inmediato kiosco de prensa cedió durante una hora su instalación para el funcionamiento del micrófono y del equipo informático.


Se congregaron unas doscientas personas. Se estableció un lenguaje de signos para apoyar o rechazar las mociones propuestas, se constituyeron comisiones y grupos de trabajo, se cedió la palabra a quien quisiera manifestar algo; se habló de las tiendas de campaña, de la mesa de información, del blog de Internet, de la biblioteca ambulante, de las cocinas solares. Y vinieron yonkis y gente de dudosa ralea, atraídos por el ambiente revolucionario, que, en contra de lo que pudieran pensar, se desarrolló de un modo civilizado y respetuoso.


A eso de las 21:45 restallaron algunos truenos, y acto seguido se liberó un temporal de lluvia. La asamblea buscó cobijo bajo los soportales. Yo me quedé donde estaba.


El agua me empapó por completo. Lo que era desagradable para los demás, para mí resultaba benéfico. Mi mente y mi vida estaban ineludiblemente perdidas. Por un momento, la gente desvió la mirada hacia mí, ignorando las proclamas de la asamblea.


-¡Tío, que te estás mojando!


-¿Qué hierba has fumado?


-¡Mírale, con la que está cayendo!


Raquel se abocó a mi persona, me tomó de un brazo y trató de arrastrarme al amparo de los soportales. Me resistí de un modo demencial.


-¿Es que quieres pescar una pulmonía?


No respondí. Las voces de la asamblea se silenciaron. Todos tenían la mirada clavada en mí.


-Estás haciendo el ridículo –señaló Raquel-. Compórtate como un ser humano y vuelve con nosotros.


Denegué con la cabeza, mi pecho se estremeció como si el aire le faltara. Raquel alucinaba. Con voz desencajada, me dijo:


-¿Qué te pasa? ¡Di algo!


Y dije, a manera de grito, la única palabra que mis labios podían pronunciar y cuyo eco venció el estridor de la lluvia.


-¡CECILIAAA!


Después caí sobre los charcos de la plaza, y desde entonces lo que quedó atrás no se diferenció de lo que quedaría delante.


FIN


El jardinero de las nubes.