Dio algunos pasos al frente. Aquello no era el apacible paisaje del Pirineo. La vista del horizonte estaba confinada por una alta empalizada de troncos desiguales. El suelo estaba constituido por un viscoso légamo, que apestaba a orines y excrementos humanos. Y en todas partes había hombres que semejaban prisioneros, vestidos con uniformes degradados a la categoría de harapos. Uniformes de soldados de la Unión, como el que llevaba el presidente en esos momentos.
A lo primero, quiso volver al interior de la casita de muñecas, pero al girarse de espaldas advirtió con innombrable pavor que aquélla había desaparecido; parecía haberse volatilizado en medio de esa fétida atmósfera de cloaca. Los rayos de un sol rabioso reavivaban la decrepitud circundante.
-¡Eh, yanqui! ¿Qué haces dentro de la franja prohibida?
Esta pregunta repentina fue pronunciada en lengua inglesa. El presidente volvió a girarse de espaldas y no pudo sujetar un suspiro de sobresalto. Un centinela confederado le estaba apuntando con su fusil; tenía barba de varios días, un ojo tapado con un pedazo de tafetán y, para añadir mayor repulsión a su imagen, estaba mascando un enorme pedazo de tabaco de Kentucky.
-¿No me has oído, perro yanqui? Métete en la franja correcta o te descerrajo un tiro.
Entre su escaso dominio del inglés y el estupor que le ocasionaba la desubicación, el presidente se quedó como paralizado. El centinela deslizó sus dedos por el cerrojo del arma. Y entonces el instinto de supervivencia del presidente se activó con oportuna premura. Avanzó hacia el lugar donde un elevado contingente de yanquis andrajosos le contemplaba con ojos de cordero degollado.
-¿Dónde me encuentro? –preguntó en un inglés deficiente.
-Sargento, ¿te ha calentado el sol la cabeza? –le respondió un muchacho, casi un chiquillo, que a todas luces evidenciaba ser el tambor de un batallón de infantería-. Estamos en el infierno, el campo de prisioneros de Andersonville.
El presidente se creía víctima de una broma cruel.
-¿Dónde y en qué año estamos? –preguntó empleando su lengua natal.
-¡Caracoles, éste ha estado en México! –observó otro prisionero.
-¡Y qué limpio tiene el uniforme! –añadió un tercero con tono codicioso-. Parece que viene de dar un paseo primaveral por Pennsylvania Street.
-¿De dónde ha salido?... Douglas, ¿no pertenece al XXXV de Iowa, tu regimiento? –dijo otro hombre, que ostentaba los galones de teniente.
-¡Mirad su uniforme! –respondió el aludido-. A los que vinimos con el XXXV ya hace tiempo que se nos cayeron los botones. Fijaos en lo que relucen los suyos.
El presidente no salía de su asombro. De alguna forma, al salir de la casita de muñecas, había efectuado un viaje en el tiempo y en el espacio. Y ahora se encontraba en un dramático episodio de la Guerra de Secesión norteamericana. ¡Andersonville! Recordaba haber leído algo sobre este lugar, y por ello el miedo comenzó a helarle el corazón.
Examinó con más detenimiento los alrededores. Hasta donde la vista alcanzaba, se extendía una inmisericorde estacada, dentro de cuyo perímetro se hacinaban millares de prisioneros al borde de la miseria y la extenuación. Algunas piezas de artillería estaban acertadamente dispuestas para sofocar el menor conato de rebelión, y todos los centinelas tenían el ojo avizor y las armas dispuestas.
De súbito, un hombre que ostentaba la fisonomía de un muerto viviente le agarró del brazo al presidente. Tenía los ojos de un azul transparente y el rostro orlado por un rastrojo de barba pelirroja.
-A ti te ha correspondido Andersonville –le dijo en un castellano perfecto.
-¡Qué me dice! –exclamó aspeando los brazos.
-Los fisgones acaban donde merecen –dijo el hombre extraño, perdiéndose entre la multitud.
Corría la fecha más calurosa del mes de mayo. Esa noche el presidente hubo de pasarla al raso, tumbado en un rincón de aquel infame lodazal. Ninguno de los hombres de alrededor le había prestado auxilio; desconfiaban de él, creyéndole un loco o un chivato de los carceleros. Nadie le había ofrecido entrar en alguna de las mugrientas tiendas para pernoctar al abrigo del relente nocturno.
Como contrapartida, nunca había contemplado un cielo tan reluciente de estrellas. La luna aparecía oculta tras una nube deshilachada. El arroyo convertido en albañal que cruzaba el recinto, desgranaba una lenta y triste melodía. El canto del búho se dejó oír desde un bosquecillo cercano a la empalizada.
En esa hora de la vigilia, al presidente le dio por rememorar su vida. Hubo de llevarse la mano a la boca para ahogar un grito. Su país se estaría hundiendo en el lejano futuro, lo mismo que su desconcertada alma. ¿Cómo podría volver al encuentro de su familia? ¿Acaso encontrando de nuevo la casita de muñecas y franqueando otra vez el diminuto batiente de la puerta?
Aún era la hora más negra de la madrugada cuando notó en su costado la opresión de una bota roñosa.
-¿De dónde eres? –le preguntó una sombra que no acertaba a definirse con la claridad del firmamento.
-No entiendo –contestó el presidente, mientras el pánico le tensaba las cuerdas vocales.
-¿Perteneces al LVIII de Illinois?
-No sé…
-¿Tienes dinero o comida?
-No le entiendo.
Una especie de garra le atenazó la garganta.
-¡No me mientas! ¡A ver qué tienes en los bolsillos!
El presidente se los registró y sólo pudo sacar un montoncito de arena.
-¡Déjame en paz! No tengo nada que darte.
La sombra, enfurecida por la frustración, le asestó en la cara un puñetazo que despertó el sabor de la sangre en su paladar. Luego, uno a uno, le fue arrancando los botones de su guerrera.
Así descubrió que dentro de la estacada su vida no valía lo que un roñoso pedazo de cobre. Entonces decidió hacer todo lo que en su mano estuviera por sobrevivir.
La luz del alba lo sorprendió tiritando y con el cuerpo entumecido. Superado el estupor inicial que a los yanquis les causara la presencia del nuevo recluso, empezaron a hacerle objeto de befas y escarnios a cuál más cruel. Incluso una vez recibió una brutal golpiza por no querer cederle a un hombre despiadado el pedazo de tocino que por cierto caprichoso toque de fortuna le había correspondido en su rancho.
Los días de verano resultaban calamitosos en semejante lodazal. Cuando apretaba el sol de mediodía, se elevaban de la tierra vapores irritantes. El presidente averiguó de un modo fortuito que el año en curso era 1864; que ese lugar maldito estaba emplazado en el estado de Georgia, cerca de las poblaciones de Americus y Anderson; que el arroyo pestilente que surcaba la estacada era tributario de un río que denominaban Sweetwater o algo así; que el campo de prisioneros estaba comandado por un capitán que respondía al nombre de Henry Wirtz y que traslucía en su habla las inflexiones de la lengua alemana… El presidente no podía concebir que los hados del destino le hubieran conducido a ese lugar de pesadilla.
El muerto viviente, como él le aludía, volvió a interpelarle uno de esos aciagos días. Apareció como salido de la nada. Sus ojos azules presentaban un vapor sanguíneo.
-Así de desesperado estaba tu país por causa tuya –le espetó de buenas a primeras.
-Quiero volver allá.
-El castigo de los fisgones no tiene fácil reparación.
El presidente sentía dolor en sus encías; comenzaba a ser víctima del escorbuto.
-Paso hambre, me apalean, tengo que dormir al raso, incluso las noches que llueve.
-Así se sentían muchos en tu país.
-Mi país no era una cárcel.
-Algo peor que eso. ¿Has visto alguna vez una trampa para capturar bestias salvajes?
Andersonville no era lugar para humanos. Allí solamente se sentían a sus anchas los piojos, las ratas y las serpientes. Andersonville era el umbral del infierno. El dolor, el desamparo, la soledad. El presidente pensó en su familia y le entraron ganas de llorar.
-¿Quién eres tú? –le preguntó a su interlocutor.
-Yo soy el que puede sobrevivir a todos los infiernos. En Andersonville me hago llamar el padre Peter Wheelan. Traigo el consuelo de la religión a las almas atormentadas que habitan la estacada.
-¿Hay consuelo para mí?
-¿Lo hay para los que oprimiste en tu país?
-Debería haberlo.
-Del mismo modo, aquí debería haberlo.
El padre Wheelan le dejó con la reflexión pendiente. Con paso tardo se perdió entre ese bosque de figuras miserables. El presidente apuntó la mirada a lo alto. El sol que le diera vida en los prados pirenaicos, ahora era una esfera de fuego de fragua. Ni los pájaros se atrevían a volar con tanto calor.
Una mañana apareció un tropel de prisioneros que enarbolaban nudosos garrotes; el comandante del campo se los había facilitado para mantener a raya a quienes se dedicaban a saquear, acosar y extorsionar a sus compañeros de cautiverio. Uno de los golpes le alcanzó al presidente en plena clavícula.
Un capitán yanqui acudió en su ayuda.
-Tú no formas parte de los merodeadores.
-Yo no formo parte de este mundo –balbuceó, ciego de dolor-. No debería encontrarme aquí.
-Eso decimos todos.
-En serio. Ni ésta es mi vida ni éste mi país.
-Hablas como un místico.
-Soy el presidente del gobierno de España –matizó con desesperada solemnidad-. Alguien tan importante como vuestro Abraham Lincoln.
El capitán, cuyo nombre era Dexter Hobbs, meneó la cabeza. Y pensó que el presidente no era más que un pobre loco.
A los pocos días, tras celebrarse un juicio sumarísimo por parte de los reclusos, los merodeadores fueron declarados culpables y se armó el cadalso para ajusticiarlos.
El presidente jamás creyó que hubiera de vivir para presenciar un ahorcamiento. En su país llevaba mucho tiempo abolida la pena de muerte, y ese tiempo del futuro, contra toda evidencia, le parecía muy posterior al que estaba viviendo en estos momentos.
Los cadáveres de los reos estuvieron colgados hasta el atardecer; no se los tuvo más tiempo para no añadir el olor de la descomposición a la larga lista de aromas mefíticos que emponzoñaban la atmósfera dentro de la estacada.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
1 comentario:
Una buena solución propuesta para saber qué hacer ahora con políticos y banqueros. Habría que deshauciarlos a todos de bienes, prerrogativas y exenciones. La "Zarzuela" busca consensos contra el paro.Los que no conocen qué es trabajar. Todo es tan irónico. Pero, verdaderamente que hasta que no acabemos con el 90% de nuestros políticos, este país no tiene solución.
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