lunes, 31 de agosto de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (XIII) - La hija desdichada


Melody se sentía feliz navegando en la barca de su padre. Ya contaba más de dos años, y una frondosa melena de color miel enmarcaba sus preciosas facciones, una melena que sufría las torpezas de su padre a la hora de componer peinados que delataran una mínima destreza femenina. Pero Melody adoraba a su padre, y le entusiasmaban los paseos por mar. El sol daba una interesante tonalidad a su piel infantil, y el aire salado colmaba de vigor sus jóvenes pulmones. Su padre le enseñó que había que estar muy atentos a los lugares donde se reunían grupos de aves, puesto que era señal inconfundible de que abundaban los cardúmenes de peces. Aprendió también a manejar el timón un tanto rudimentariamente, a ayudar a izar las bonetas de gavia y a remendar las redes de pesca. Los atunes, con sus escamas plateadas, semejaban calidoscopios con los que jugaban los rayos del sol. Ésa era la vida que a Melody le gustaba.
Había veces, ya en tierra, en que veía apiñamientos de niños que jugaban, y sentía deseos de agregarse a ellos; pero su padre no se lo permitía. Vivían en un pueblo lleno de gente, y eran muy pocas las personas que hablaban con su padre. Y eso no le gustaba. Su deseo era verse rodeada de gente, aún no conocía el concepto de soledad, pero intuía que era bueno tener a mucha gente alrededor. Por otra parte, su padre era un encanto de persona, pues la hacía pasear por el mar y siempre estaba atento a todas sus necesidades. Preparaba unos guisos muy ricos con atún, cebolla y patatas, y cuidaba de que no faltase leche en casa.
Melody vivía en una atmósfera de alegría y protección, aunque le hubiera agradado mucho jugar con otros niños y no entendía por qué su padre no se lo permitía. Si él no quería que se juntaran con nadie, ¿para qué la gente vivía junta, para qué se reunían en familias numerosas, para qué se edificaban las ciudades? Aunque todavía era muy niña, contaba con el suficiente discernimiento para comprender que las personas necesitan estar juntas. Entonces, ¿por qué su padre evitaba el trato humano? Esto, con franqueza, no lo entendía. Finalmente, viendo que todas las personas que la rodeaban se llevaban bien entre ellas, dio en pensar que su padre era el equivocado, y, por lo tanto, digno de ser aborrecido.
Jem empezó a ser consciente de un cambio en la actitud de su hija, que no podía por menos de causarle honda turbación. La niña ya tenía dominio del lenguaje, de tanto como había hablado con ella; y ese dominio implicaba que ya comenzaba a hacerse preguntas, bastantes de las cuales su padre se veía en un compromiso para responderlas acertadamente.
 –¿Por qué no puedo ir a ese sitio al que van todos los niños?
–Hija, ese sitio es peligroso para ti.
–¿Por qué?
–Si yo fuera otra vez niño y tuviera que ir allí, sé que sería muy peligroso para mí.
–Pero dime por qué.
–Todavía eres muy pequeña para que puedas entenderlo.
–¡No soy pequeña y sí puedo entenderlo!
La niña se enojaba cuando se apelaba al argumento de su corta edad, mayormente porque contaba con una perspicacia, una inteligencia y unos pensamientos que no se correspondían con la mentalidad infantil. En tanto que su padre no satisfacía las cuestiones que ella consideraba de capital importancia, empezó a sentir en su interior una corriente de animadversión hacia aquél.
–Quiero hablar con otras personas.
–Ya hablas conmigo, Melody.
–Los otros niños tienen madre. ¿Por qué yo no?
–Tú también tienes madre.
–¿Y dónde está?
–Volverá pronto –respondía Jem, con un cierto halo de tristeza empañándole la mirada.
–¡Me estás mintiendo! –se enojaba entonces Melody.
Jem agachó la cabeza, y calló. Las lágrimas rompieron en los ojos de su hija. Cerró sus propios ojos, y notó centuplicada la onda de dolor que partía del pecho de la niña. ¡Cuánta razón tenía ella! Jem se encontraba inmunizado frente a las aflicciones que ocasiona la soledad, no tenía ningún anhelo de ser apreciado o reconocido por el mundo en el que había vivido; había obtenido más beneficios de su aislamiento que de los ratos que había pasado con la especie humana. Bien era cierto que podía establecer algunas excepciones, cual era caso de Rebeca y el añorado Hugh Carter. Y, por supuesto, su propia hija, carne de su sangre y de la hondura de sus sentimientos. Si amaba a Rebeca, al fruto del vientre de ésta le tributaba una ciega adoración. La niña estaba sufriendo por saberse sola. A la primavera no le convienen las hojarascas del invierno.
Jem abatió aún más la cabeza, hasta casi tocarse el pecho con la barbilla, y las lágrimas derramadas por su hija se acumularon como piedras negras en lo más profundo de su ser.
–Melody, no te estoy mintiendo. Te prometo por los vientos más sagrados del océano que tu madre volverá a estar pronto contigo.
Jem no tuvo la certeza de si su hija le había escuchado. Ella no paraba de llorar.
CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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martes, 25 de agosto de 2015

Algo que es mejor no leer


Verdaderamente, me pasé la vida temiendo la soledad. De bebé no quería que me soltaran de los brazos, me daban miedo los cielos profundos, las débiles luces del pueblo nocturno, la nieve tocando las ventanas de la casa de balcón de Manzanares. Aprendí a caminar, y me era imposible soltarme de ninguna mano. Mi mundo lo constituían mis padres, mi hermana, mis tíos y mis primos, nunca estaba solo entre las paredes que me rodeaban. Vinieron los otoños, desaparecieron las hojas, las nubes se pintaron de un azul de frialdad, la lluvia cayendo en los adoquines de basalto. Mi casa tenía una chimenea con una lengua de humo. Algunos chicos encontraba en la calle, creo que sonreí en aquellos momentos. Yo era el más pequeño de mi casa. Me hice adolescente, y perdí el contacto con mi hermana y mis primos; eran mayores que yo, no podía ir adonde ellos iban; debía buscarme un camino apartado del suyo. Tener un millón de amigos es importante, pero mi adolescencia acabó en una pobreza de compañía. Me lo han dicho hoy mismo, no fueron fáciles mis pasos por esa senda solitaria. Y en un recodo de la misma, di con Dios. Tenía que creer sin pedir pruebas, y de un modo diferente a los demás, sin necesidad de integrarme en comunidades que dieran un vuelco a mi soledad. Venga Biblia que te crió, Dios es la luz que hace hermosa la soledad. Entonces me sobraban los años para esperar un futuro diferente, para acercarme en edad a los que eran mayores que yo, para hacer cierta la canción del millón de amigos. La vista me funcionó, y si yo no sabía hablar, al menos aprendí a leer. Hace una semana viste los libros, querida prima, y sentiste la emoción que me embargaba en aquellos apartados años.

Ahora soy un  hombre que maduró con los frutos aún sin caer de la rama, y aprendí que la única  esperanza que no defrauda es no esperar nada de nadie y recibir con corazón sencillo y alegre los buenos momentos que la vida te dé. ¿Dónde quedó Dios, es necesario creer en Él? Cuando no se encuentran pruebas, es difícil aventurar un juicio. Dejar de creer es más doloroso que pretender llenar un océano sin agua. Se secó el árbol de las oraciones. Empiezas a perder todo lo que creíste ganar.

Bien, la soledad no es tan mala después de todo. Porque vienen pensamientos que te hacen ver que haber creído no supuso querer peinar el viento, que no hay que buscar lo que no se ha perdido. Un cofre de esmeraldas es la familia, yacía en el fondo del mar, y lo has recuperado. Sigue creyendo en mí, oyes en la oscuridad, no me dejes, no me olvides, anduviste un largo camino conmigo; no me eches de tu vida.

Se acabaron las culpas, y rompiste el libro de las deudas. Lo que te quede de vida, trata de averiguar lo que se esconde tras la única palabra capaz de decirlo todo. AMOR.


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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jueves, 13 de agosto de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (XII) - El padre solitario


Todo acaba terminando, y el dinero es una de las cosas más efímeras que existen. Así lo apreció Jem al ver que el tiempo pasaba, que no podía confiar a nadie el cuidado de su hija, y, en consecuencia, no podía volver a salir a faenar por el momento. Jamás había manejado un ordenador, e Internet se le antojaba un mundo plagado de misterios. No entendía de dónde partía esa manida expresión de “navegar por la Red”; él veía más llevadero enfrentarse con su barca a una galerna en el mar que tratar de arrancar a un teclado de ordenador el secreto del paradero de Rebeca. Acudió varias veces (en compañía de su hija, claro está) a un cibercafé con el fin de adentrarse en las autopistas de la información para arrojar un poco de luz a sus vidas. Sudó la gota gorda batallando con su ignorancia en asunto de nuevas tecnologías. Y se cercioró de que era poseedor de una nueva clase de analfabetismo que hacía veinte años aún no se daba: el analfabetismo digital. Por no tener, ni siquiera tenía un móvil de última generación. Hoy todo el mundo iba equipado de tales artilugios, y desde ellos se accedía al mundo misterioso de Internet.
Los ratos que pasaban en el cibercafé, la niña lloraba frecuentemente a lágrima viva; no le gustaba estar en un lugar tan angosto, con esas pantallas que semejaban rostros de bestias feroces, lejos del aire del mar y los hermosos cielos de California. En consecuencia, padre e hija acababan siendo expulsados del local las más de las veces. El encargado jamás hizo ademán de ayudar al desesperado padre; tan sólo le importaba recibir los dólares al término de esos infructuosos períodos delante del ordenador.
En la oficina del sheriff no le fueron mejor las cosas a Jem. No estando legalmente casado con Rebeca, no se admitía a trámite ninguna denuncia por la desaparición de ella, aun cuando hubiera una hija de por medio. Y para acabar de empeorar la situación, el sheriff era uno de los más destacados feligreses de la iglesia de la que habían partido las desgracias de tan desdichada familia.
Solo, sin amigos cercanos, con una hija a su cargo, Jem tenía que hacer por vivir, aunque no le acompañasen las ganas. Tenía que hacer por olvidar a Rebeca, aunque le partiera el alma.
***
Empezaron unos pocos. Estos pocos lo fueron extendiendo, y se les añadieron muchos más. Lo que al principio no dejaba de ser una novedad, acabó volviéndose costumbre. Las costumbres sólo duelen a quienes las padecen. Si el desprecio se vuelve costumbre, sale a flor todo lo monstruoso de la especie humana.
–No lleva a su hija a la escuela.
–Es un milagro que la niña no haya acabado ahogada.
El mar puede mostrarse pretencioso o iracundo, pero jamás desprecia a los que navegan por sus aguas. Así pensaba Jem, el solitario, el mejor pescador de atunes de aquella parte del litoral californiano. Tenía una hija a la que adoraba, y se empeñaba en no dejarla sola en ningún momento. Tenían que vivir, y más ahora, que el dinero se había agotado; de ahí la necesidad de salir a faenar.
En San Juan Capistrano no encontraba quien no lo despreciase, por eso no se atrevía a confiar a nadie el cuidado de Melody.
De la iglesia, mayormente, era de donde partía esa corriente de animadversión hacia su persona y todo lo que le rodeaba, esto es, la inocente Melody.
–No podemos permitir que nuestra comunidad –decía el párroco en el transcurso de un sermón–, nuestra ciudad, que lleva el nombre de uno de los más distinguidos miembros del santoral, se vea contaminada por las actividades de los que no tienen el menor rudimento de moralidad.
–Amén –le secundó inapropiadamente Shana Merton.
–No dejéis que vuestros hijos se codeen con el pecado –prosiguió Arthur Seygfried–. Donde exista una mala raíz, ahí debéis estar vosotros para arrancarla con la fuerza que os aporta el Evangelio. Un poco de levadura hace fermentar toda la masa, está escrito, y vosotros conocéis dónde radica el peligro más cercano. Evitadlo, combatidlo, no permitáis que vuestras almas se corrompan como las almas que os acechan para perderos.
Las palabras del párroco electrizaban a su grey; les hacían sentirse guerreros que han de arrebatar bastiones a la maldad. Y todos tenían claro cuál era la maldad más cercana, la maldad y sus retoños. Tenían la sagrada misión de erradicarla.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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