domingo, 28 de noviembre de 2010

Cuentos urbanos: El hombre que adiestraba palomas (I)


Sin abandonar las otras series comenzadas, doy comienzo a los "Cuentos urbanos". Tienen la particularidad de haber sido redactados al aire libre de las ciudades o aprovechando cualquier compás de espera, lejos del escritorio, el ordenador y los libros de consulta de mi despacho. Sentado en un banco de un parque otoñal o esperando a entrar en la consulta del dentista, el bolígrafo se desliza jubiloso sobre las inmaculadas páginas de un cuaderno Miquelrius, alumbrando terrenos inexplorados y sinfonías de vida que rompen las cadenas del intelecto y dejan paso franco a la imaginación. Mientras escribía estos renglones, he recolectado muchas miradas que sin duda se preguntarían acerca de lo que estaba anotando en ese grueso cuaderno... He aquí la respuesta.

Cuando era niño, Norbert pensaba que no importaba la soledad de su encierro; siempre habría un futuro en que acudirían a rescatarle. Por eso creyó que era mejor no pelear por cambiar su vida. De esta forma, debía procurar que el tiempo, que acaba cerrando todas las heridas, se hiciera su aliado. Sería dulce la sensación de saber que algún día su desasosiego finalizaría.

Su casa tenía un palomar que alcanzaba la vista de los confines más lejanos del mar. Las estrellas se movían describiendo sus arcos en el cielo y las nubes eran distintas cada día. “Seré rescatado –se repetía frecuentemente-. Vendrán a buscarme cuando más lo necesite.” Sus padres y sus hermanos vivían ausentes al destino que poco a poco la vida le iba labrando. Pasaba sus horas libres en el palomar, aquéllas que no le requerían sus obligaciones en el colegio.

La soledad al principio era una tortura, luego se trocó un dolor sordo y palpitante y al cabo del tiempo se le volvió afable. Buscó en su interior lo que no venía a buscarle en su exterior. Las palomas se removían en su proximidad y dibujaban curvas en el cielo de primavera. Si llovía, las gotas ejecutaban burbujeantes melodías en las ventanas. Hubo un tiempo en que Norbert se creyó solo, pero lo cierto y verdad es que ahora se sentía como si estuviera constantemente acompañado.

Soltó un suspiro, se miró al espejo, se dio cuenta de que había dejado atrás la infancia y se resignó a pasar su vida en soledad.

Su familia le creyó definitivamente tarado, y no intentaron hacerle bajar de su refugio en el palomar.

Aquí, cerca del cielo, hay ejércitos de compañía. Está la linda Greta, que reúne ramos de siemprevivas en las praderas del Telemark; está Emilio Sandrini, el pastor flautista que apacienta su rebaño en las faldas de los Apeninos; está esa hoja de roble perlada por el dulce elixir de la madrugada, y la caracola de mar colocada en lo alto de la veleta de gallo cantor de la iglesia de San Carlos… Está todo, aunque crea no tener nada.

Al ver que el tiempo era como un cofre repleto de riquezas, decidió disponer del mismo con inusitada largueza. Le gustaba observar las palomas, escuchar sus pacíficos zureos, emocionarse con los cortejos que se hacían por primavera y estudiar las danzas que libraban en las luminosas pistas del cielo. En cierto modo, Norbert deseaba ser partícipe de todo lo que hacían sus compañeras las palomas.

¿Y por qué no habrían de aprender cosas de él?
Tenemos todo el tiempo para nosotros. Lograré aprender vuestro lenguaje, y me haréis caso en todo lo que os pida, hermanitas palomas. No os tengo más que a vosotras.

Las arenas del reloj, constantes y despiadadas, iban cayendo dentro del bulbo inferior. Un día sucedía a una semana, y un mes a cada estación. Al principio, las palomas rehuían a Norbert, y éste llegó al punto de perder la esperanza de que le tuvieran por amigo.

Un apacible día de verano, un pichoncillo acudió a comer de su mano. El tímido acercamiento sirvió de ejemplo al resto de las palomas. Norbert consiguió que se le posaran en los hombros y en las rodillas mientras se sentaba en cuclillas a repartirles el alimento. En invierno se acurrucaban a su lado, mientras la lluvia y el viento plañidero batían los aleros de la casa. Norbert se emocionaba cuando las veía abrevando en el tonel donde desaguaba el canalón. Norbert recibía de su familia comida y soledad, pero él no parecía afligirse; las palomas llenaban su mundo de esperanzas diminutas como las estrellas del cielo invernal.

Así se hizo mayor, y por fin acabó de asimilar el lenguaje de las palomas. Les pedía que volaran de manera que en el cielo trazaran bellos cuadros escultóricos. Un molino de la Mancha, un cisne de los jardines de Viena, una casa con mansardas, una catedral en medio de las nubes... Norbert podía ver impreso en el cielo todo lo que su imaginación apeteciera. En el pueblo empezaron a conocerle como “El maestro de las palomas”.

Los jóvenes que existían cuando él era joven, ya no paraban por la playa. Ahora todo era distinto. Los padres de Norbert, aunque ya eran ancianos, seguían mandando que lo alimentaran y le procuraran jabón y ropas de abrigo. La vista de la bahía parecía no haber cambiado en todos esos años: los barcos de antaño aún orzaban en el inmutable espejo de las aguas.

Era una tarde de noviembre y había llovido durante la mañana. Un grupo de jóvenes (tres chicas y dos chicos) paseaban por el arenal gris y silencioso. Observaron cómo las palomas bosquejaban en el cielo la figura de un árbol de Navidad. Sus almas se vieron transportadas de gozo.

-Es el hombre que vive en el palomar de esa casa –dijo Laura, la más joven del grupo, señalando la morada de Norbert-. Mis padres sabían cómo se llama.

-Los míos llegaron a conocerle cuando iba al colegio –dijo Lucas, el mayor-. Contaban que era un chico que hablaba muy poco y todos se mofaban de él.

-¿Cómo habrá hecho para amaestrar a las palomas? –se preguntaron a coro Dorotea y Cristina, las dos gemelas de cabello rubio como los campos de trigo.

-Podríamos ir a preguntarle –propuso Borja, quitándose un pinganillo del oído.

-¿Por qué no? –exclamó Laura entusiasmada.

Llamaron a la aldaba de la puerta de la casa del palomar. Acudió uno de los criados a abrir.

-Queremos ver al maestro de las palomas –pidieron al unísono.

El criado no pudo reprimir una lágrima furtiva. En todos los años que llevaba al servicio de esa casa, jamás había visto que el señor Norbert recibiera ningún tipo de visita.

-Ahora mismo mando a avisarle.

Los jóvenes aguardaron en el zaguán con visibles muestras de expectación. Vieron que los padres de Norbert, ya muy viejitos y achacosos, tomaban un tazón de infusión de hierbas frente a una vigorosa fogata de troncos de avellano; cubrían sus endebles rodillas con sendas frazadas de retales coloridos.

El criado apareció de nuevo.

-Me dicen que pueden subir a entrevistarse con el señor Norbert –anunció con todo empaque y solemnidad.

Los chicos subieron en estampía las escaleras. Hacía tanto tiempo que en la casa no se recibían visitas alegres…

Laura fue la primera en acceder al palomar. Hacía un poco de frío y las palomas se cobijaban en sus nichos. Norbert estaba mirando la luz de la tarde declinante a través de un pequeño tragaluz. Su cuerpo ya no mostraba la ligereza de la juventud; vestía unos pantalones vaqueros muy usados y arrugados y una chaqueta de lana de color herrumbre plagada de agujeros. Su pelo raleaba, tenía un espeso bigote y sus ojos tristes se emboscaban tras unos anticuados quevedos.

Laura corrió a darle un beso.

-¿Eres tú el maestro de las palomas?

Norbert miraba a la niña perplejo y conmovido. Sentía deseos de imitar con sus ojos a las nubes de lluvia.

-Aprendí a hablar como ellas –dijo señalando a las adormecidas palomas.

-¿Es de verdad posible aprender a hablar con las aves? –preguntó Lucas incrédulo.

-Cuando uno se encuentra solo, todo es posible –aseveró Norbert.

-¿Y tú nunca te casaste, nunca tuviste amigos? –le preguntó Dorotea.

-Alguna vez me casaría, alguna vez tendría amigos.

-Si no sales del palomar, nunca podrás hacer esas cosas –intervino Borja-. Te perderás todo lo mejor de la vida.

-¿Y qué es lo mejor de la vida? –objetó Norbert.

-Poder amar.

-Yo sé amar. De otra forma, no hubiera podido aprender el lenguaje de las palomas.

-Pero amar no te sirve de nada y no le sirve a los demás –insistió Borja un poco tajante.

-Si no hubiese amado, vosotros no estaríais aquí.

-Tiene razón –afirmó la pequeña Laura.

Y lo entendieron al final: nadie que no tuviera corazón, hubiera podido adiestrar a las palomas para que formaran esos cuadros escultóricos en el cielo. Y toda tarea bien lograda acaba obteniendo su recompensa.

-¿Les dirías a las palomas que dibujaran una imagen para nosotros? –pidió Cristina, adelantándose un paso.

-Pronto atardecerá y las palomas querrán arrullarse –repuso Norbert-, pero voy a tratar de complaceros.

Empezó a emitir con los labios fruncidos un sonido parecido al zureo de las palomas, extendió y replegó los brazos como si estuviese aleteando. Las palomas se incorporaron en sus nichos y volcaron su atención en las instrucciones que les estaba dando Norbert. Los chicos asistían boquiabiertos al insólito espectáculo que se estaba desarrollando delante de sus ojos.

Concluyeron las instrucciones de Norbert, y las palomas se lanzaron a los cielos en apretada bandada. Se situaron justo encima del espejo del mar. Un hombro de sol acertó a abrirse en la cubierta de nubes, y el vuelo de las aves se recortaba contra un fondo maravilloso de brumas, aguas y resoles dorados.

-¡Qué bonito! –exclamó Laura con la mirada chispeante.

Norbert hizo un óvalo con los brazos. Las palomas se reagruparon y poco a poco formaron la imagen de un rostro de mujer.

-La esposa que pude haber tenido –musitó Norbert, con una voz hundida en una profundidad de melancolía y nostalgia por los años de su ya apartada juventud.

El grupo de chicos guardó un momento de silencio; sus emociones eran mayúsculas. La efigie de la mujer pervivía entre alas blancas y azules.

Acto seguido, Norbert agitó los brazos arriba y abajo. Y al final recogió las manos sobre el pecho.

Ahora las palomas bosquejaron figuras de niños que parecían jugar en la playa. Podían distinguirse los contornos de un balón y una cometa y la falda de una niña tocada con un bonito sombrero, cuyo perfil bien podría haberse ajustado a la pequeña Laura.

-¡Es precioso! –exclamaban los chicos.

Al cuadro escultórico se sumó la figura de un perrito que se articulaba igual que un dibujo animado.

-Aquí los hijos y la vida que me fueron negados.

-¿Y por qué te fueron negados? –preguntó Lucas.

Norbert interrumpió sus gestos. El sol corría a sepultarse en el regazo del mar. Las palomas rompieron la formación y regresaron alborotadamente a sus nichos. Todo había concluido.

FINALIZARÁ EN EL PRÓXIMO CAPÍTULO...

El jardinero de las nubes.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Días en Cantabria (III): Fuente Dé, balcón de los Picos de Europa


Nos fuimos del monasterio cuando en las nubes se abrían algunas brechas de sol. Regresamos a la intersección con la C-185 y cogimos el sentido a Fuente Dé, que distaba de allí cosa de veinte kilómetros. Nos dirigíamos hacia la cabecera del río Deva, dejando atrás los pueblos de Turieno, Camaleño, Treviño, Corgaya, Espinama y Pido. Las montañas se iban estrechando hasta que por fin, a eso de las 12:23, asomamos al imponente circo glaciar de Fuente Dé (topónimo que hace referencia al hecho de que aquí se encuentra la fuente de la que nace el río Deva). De inmediato, nos llamó la atención la espectacular imagen del teleférico, que en un recorrido de poco más de kilómetro y medio salva una altura de ochocientos metros hasta el Mirador del Cable, baluarte desde el cual es sencillo adentrarse en los inquietantes macizos de los Picos de Europa. La niebla, que apenas si había levantado, impedía la contemplación de tan bellas panorámicas. Desde la carretera se podía ver cómo el teleférico, al remontar en las alturas, acababa engullido por los tupidos festones de nubes.


El tráfico fue desviado a los concurridos aparcamientos, donde las ruedas de los vehículos levantaban sucias polvaredas amarillas, señal de que continuaba siendo verano pese a la nubosidad reinante. Por fortuna, pudimos coger la plaza de un todoterreno que salía en ese preciso momento. A continuación, tras recibir algunas breves recomendaciones en una caseta informativa, nos encaminamos a grandes zancadas hacia la estación del teleférico.

La afluencia de gente era considerable. Se formaban colas no sólo para adquirir los billetes del teleférico, sino también para acceder al mismo. El billete de ida y vuelta costaba 15’15 euros, un número lo que se dice recurrente. En cada viaje sólo podían ir unas quince personas (curiosamente, como el precio del billete) y se tardaba algo más de tres minutos en llegar al Mirador del Cable. Considerando la gente que teníamos delante, y teniendo en cuenta que cada cinco minutos subía un nuevo teleférico, estimé que debíamos permanecer unos veinticinco minutos guardando cola en la pasarela elevada que conducía hasta el punto de embarque. Mirando la placa conmemorativa que había en el último repecho de la pasarela, me enteré de que el teleférico había sido inaugurado por el general Franco el 12 de septiembre de 1966.


Comidos por la impaciencia, accedimos al punto de embarque cuando las agujas del reloj ya marcaban las 13:00 horas. En mi interior empezaba a sentir el anuncio del vértigo que me esperaba al subir por el teleférico hasta esas impresionantes elevaciones. Mis ojos intentaban evaluar la tenacidad del cable, sucesor de aquel que a principios del pasado siglo tendiera la ya desaparecida Real Compañía Asturiana de Minas para facilitar el transporte de blenda desde las minas de los Picos de Europa hasta el mismo Fuente Dé. En la actualidad, la antigua explotación minera ha dado paso a una sin igual infraestructura turística. El teleférico fue proyectado por el ingeniero José Antonio Odriozola, para lo cual contó con el asesoramiento de especialistas italianos.

Llegó el momento de embarcar. Decidí situarme mirando hacia el sentido de la marcha, pues por vocación las nubes me ocasionan menos pavor que los espacios abiertos. Sentado en uno de los extremos del habitáculo, había un empleado de la empresa, con indeleble gesto de aburrimiento, que siempre ha de encontrarse allí por si surgiera alguna emergencia. Tan pronto se completó el aforo de pasajeros, las puertas correderas fueron cerradas y en seguida se notó la sacudida del cable. Al principio pude mirar hacia abajo, pero tan pronto me apercibí de cómo iban empequeñeciendo las construcciones, el parador de turismo, la carretera, el aparcamiento y la extensa pradería de Campodaves, la adrenalina empezó a flojearme los miembros y la cabeza se me puso a dar algún que otro giro.

-¡Dios santo, ya empieza a entrarme el vértigo! –exclamé en voz alta y con gesto humorístico, lo cual despertó las sonrisas de los circunstantes.

Un excursionista francés, de ojos garzos, complexión delgada, cabello y bigote blancos y con la cincuentena ya mediada, me dirigió una mirada de simpática conmiseración. Iba apoyado en un cayado de alpinista comprado en la tienda de recuerdos de abajo, que en uno de los costados llevaba estampadas las palabras “Picos de Europa”. El resto de su familia se agolpaba contra los vidrios, en el empeño de no dejar escapar ninguna de las bellísimas imágenes que se ofrecían a nuestra contemplación.

Nos adentramos en la costra de nubes, y se oyó algún comentario desabrido, lamentando el hecho de no poder saborear la panorámica del anfiteatro de montañas que circunda Fuente Dé. Forzando la vista hacia la izquierda, parece ser que algo se podía vislumbrar de la mole de Peña Remoña, del Collado de Liordes y del Alto de la Canal. Yo me atreví a mirar hacia abajo por un breve lapso de tiempo, y observé las fajas de fría niebla agarrándose a los resaltes rocosos de la empinada ladera. Casi de inmediato, el vértigo me obligó a apretar de nuevo los párpados. Escuché en el entretanto la conversación que mantenían dos montañistas expertos a propósito de la ruta que habían hecho hacía una semana por el puerto de San Glorio, en las inmediaciones de la divisoria de la Liébana con la provincia de León; hablaban de subir hoy a Peña Vieja, que en los días despejados constituye un balcón singular para disfrutar de las panorámicas de aquel sector de los Picos de Europa.

Al cabo de tres minutos y medio de ascensión, el teleférico redujo la velocidad para hacer su entrada en la estación del Mirador del Cable. Por unos segundos, pareció quedarse detenido entre los bloques de hormigón, y esto me hizo concebir un nuevo temor, relativo a que se hubiera producido una avería de última hora. Pero no, el teleférico dio un nuevo impulso y en seguida se abrieron las puertas (las opuestas a las del lado por el cual habíamos efectuado el embarque). Eran las 13:15.

Más muerto que vivo, intenté recobrar el dominio de mis piernas. Veía a la gente asomarse a la barandilla que confina el complejo turístico, y sentía que mi vértigo, lejos de aminorar, se agudizaba conforme pasaban los segundos. Bien afirmado en la pared, pude darle la vuelta al edificio y dejar atrás el borde del abismo, existente de todas veras pese al caparazón de la niebla. Tomamos el sendero que conduce hacia la bifurcación de La Vueltona (punto de partida desde el cual los más audaces excursionistas emprenden hermosas rutas hacia el collado de Horcados Rojos, el más famoso de aquella parte de los Picos de Europa). Vimos algunas personas que se desviaban hacia la inmediata elevación del Horcadino de Covarrobes, en el empeño de robar alguna hermosa panorámica al entrevero de la niebla.

En nuestro caso, considerando que ya se aproximaba la hora de comer y que la humedad traía aparejada una desapacible sensación de frescor, decidimos abandonar el sendero por la izquierda y llanear un poco por aquella acogedora braña. La hierba y el musgo aparecían punteados por diminutas violetas de los prados y algún que otro brezo ocasional; muy frecuentemente, cual osamentas semienterradas, asomaban entre el verdor de la tierra fragmentos de caliza manchados de arcilla y de hongos con apariencia de cardenillo. Distinguimos huellas de ganado ovino, y en seguida el costrón de la bruma se abrió para revelarnos la imagen de un rebaño más que mermado, cuyas esquilas eran como un respiro musical en medio del silencio de las montañas.


-Queremos jugar con las ovejas –me dijeron dos de mis acompañantes al colmo de su entusiasmo.

-Es mejor que las observéis de lejos –objeté lamentando mi eterno papel de aguafiestas-. Puede aparecer el perro pastor y atacaros al ver que las molestáis.

En ese preciso momento asistimos a un espectáculo por demás sublime: tímidos retazos de sol acertaron a iluminar la cúspide nevada de Peña Vieja. Sin embargo, no medió un minuto sin que la niebla volviera a encogerse, pesarosa de haber revelado uno de sus preciados secretos.

Entonces fue cuando decidimos regresar a las instalaciones hosteleras para mirar por nuestra restauración; con el frío repentino apetecía echarse algo sustancioso al coleto.

El reloj indicaba las 13:30 cuando nos acomodamos en una mesa adosada a los amplios ventanales. La niebla seguía cerrando pero podíamos observar las idas y venidas del teleférico. Causaba no poca impresión contemplar las oscilaciones de los cables y ver que el abismo se ocultaba en la niebla cada vez más húmeda, fría y compacta. El comedor estaba prácticamente despejado de comensales, excepción hecha de la familia de franceses que había subido con nosotros; estaban metiéndose entre pecho y espalda un plato combinado a base de ensalada y oloroso pollo asado; el cabeza de familia hacía visajes con los ojos cada vez que tomaba un sorbo de su vaso de vino peleón, acaso recordando con añoranza las excelencias de los caldos de su tierra natal. La oferta hostelera no parecía a primera vista demasiado tentadora, teniendo en cuenta la ausencia de competencia en aquellos riscos, y me arriesgué con una ensaladilla rusa y un estofado de ternera; para beber me enjareté un refresco de cola, en la confianza de que la ración de cafeína me permitiera poner en el olvido las delicias de la siesta estival. Quienes me acompañaban imitaron a los franceses, y tomaron sendos platos combinados de pollo asado, huevos fritos y ensalada mixta; a los postres, apetecieron helado de chocolate y yo preferí una porción de tarta de queso y arándanos. Poco a poco, conforme la hora iba avanzando, el comedor se iba poblando. Eran las 14:15 cuando dimos por concluida nuestra refacción. Perdí la cuenta de los teleféricos que habríamos visto entrar y salir del embarcadero.

Optamos por regresar a los caminos de las montañas para dar un paseo y así bajar la comida, que, a tenor de su baja calidad, nos había dejado una sensación incómoda en el estómago. Ya no se escuchaban las esquilas del ganado. Había corrillos de gente haciendo picnic en los peñascos de toba volcánica y en los recortes de prado aún no envueltos por la niebla. Notábamos un descenso de temperatura en relación a nuestro anterior paseo. Se nos habían chafado definitivamente las vistas de aquellos hermosos parajes. Anduvimos un rato por el sendero que conducía a Cabaña Verónica, y, al ver que la niebla, lejos de disiparse, se adensaba todavía más, decidimos coger el teleférico de vuelta a Fuente Dé.

A modo de gesto de despedida, una fisura en las nubes permitió iluminar brevemente los nevados paramentos de la vertiente nordeste del Pico Tesorero. Hubiera sido tan hermoso disfrutar de las panorámicas abiertas de aquel graderío de montañas…

Aún nos encontrábamos en la franja de tiempo correspondiente a la hora de la comida, y tal era la razón de que se estuviese formando una buena cola para tomar el teleférico de bajada; muchos de los excursionistas no se habían traído merienda y otros desconfiaban de las excelencias culinarias del restaurante del mirador, prefiriendo en última instancia buscar abajo en el valle un lugar en el que poder degustar un suculento plato del día. Estimamos que habríamos de aguardar otros veinte minutos para poder embarcar. La tienda de recuerdos de allí no era gran cosa, y por ello me vi acompañado en la cola todo el rato que duró la espera. Detrás de nosotros había un grupo de fornidos andaluces (tanto hombres como mujeres), y yo, que me sentía más aterrorizado por la bajada que por la subida, hacía votos para que no me tocara compartir con ellos el habitáculo. Eran gente simpática y encantadora, pero su extrema corpulencia me creaba la paranoia de que por el mayor peso añadido se viera afectada la tenacidad del cable. Y sí, para mi irreprimible y absurdo pavor, entraron dentro del grupo de pasajeros con el que habríamos de bajar nosotros.

-¡Quillo, te estás poniendo muy pálido! –me espetó una de las orondas andaluzas, con su peculiar gracejo meridional.

-Tengo miedo a las alturas –argumenté con un hilo de voz, añadiendo para mis adentros: "Y a que entre medias se nos parta el cable".

Embarcamos. Yo me situé en uno de los ángulos del habitáculo, abrazado a uno de mis acompañantes y con los párpados comprimidos. Noté que el teleférico se columpiaba levemente en el momento en que los andaluces efectuaron el embarque. Acto seguido, nos pusimos en movimiento.

Yo me mordía la lengua por no promover una escena ridícula. De allá para cuando entornaba los párpados, acertando a divisar harapientas flámulas nubosas.

-¿Queda mucho para llegar? –pregunté tan pronto estimé que había pasado el tiempo asignado al viaje.

-Está “deseandico” plantar el trasero en tierra –comentó chistosamente uno de los colosos andaluces.

-Puede apostar a que sí.

-Acabamos de salir de las nubes –me dijo mi acompañante-. El valle está por completo despejado. Ya estamos cerca.


Me atreví a mirar, y, en efecto, quedaba poco para llegar a la estación de abajo. Observé algunos excursionistas reducidos al tamaño de hormigas, transitando por los caminos de herradura que serpenteaban la ladera de la montaña. Los atestados aparcamientos, los edificios, la carretera, las frondosas arboledas, todo se iba acercando paulatinamente. ¡Y con qué alivio acogí la entrada en la estación!

Salimos del teleférico, despidiéndonos de los montañosos andaluces. Los primeros pasos los anduve trastabillando por el subidón de adrenalina. Luego nos metimos en la tienda de recuerdos, y allí olvidé mis penas vertiginosas. Me agencié un cayado de montaña igual que el que le había visto al francés, y dos de mis acompañantes adquirieron sendos gatitos de peluche; al blanco le llamaron “Copita” y al pardo “Masara”.

Ahora quedaba deshacer el camino de la Liébana, atravesar de nuevo el Desfiladero de la Hermida y acabar la tarde en uno de los figones portuarios de San Vicente de la Barquera, donde poder saborear una ración de sus reputados mejillones al vapor, regados con abundante jugo de limón.

CONTINUARÁ…

Próximo capítulo: Laredo, el Muelle de la Soledad.

Fotografías del autor; la que abre la entrada, por cortesía de una amiga que no quiere ser nombrada.

El jardinero de las nubes.

martes, 9 de noviembre de 2010

El sueño de Valancourt



RELATO GALARDONADO CON EL TERCER PREMIO DE NARRATIVA EN EL CONCURSO LITERARIO "SIN FRONTERAS", LETRAS-KILTRAS MÉXICO

Claude Valancourt tenía una casa a orillas del Mar de Bretaña. Los años lastraban sus hombros, y esa playa solitaria estaba allí desde que se iniciaran sus recuerdos de niño.

Valancourt era escritor. Por las mañanas escribía con la mejor luz del día; por las tardes se recorría todo el arenal buscando la caracola de aquella niña a quien nunca le preguntó su nombre.

Sucedió hace tantos años... Valancourt tenía entonces las piernas ligeras y la sangre ardiente de la mocedad, y solía echar a volar una cometa por encima de las nubes del litoral.

La niña estaba sentada en un bajío. Su vestido era una gasa vaporosa, su sombrero de arroz estaba adornado con bonitos lazos de colores. Sus cabellos eran hebras del sol, sus ojos extensiones del mar y en su sonrisa faltaban algunos dientes de leche. Valancourt la miró con súbita admiración. La cometa cayó al arenal haciendo cabriolas en el aire.

La niña le tendió a Valancourt una hermosa concha de cangrejo ermitaño.

-Tómala, es para ti.

Valancourt se sintió importante y afectó un gesto de rechazo. Admiraba a la niña pero quería hacerse el interesante. Le dio las espaldas a ella.

-Dejaré la concha en la arena, por si alguna vez quieres llevártela.

Valancourt recogió la cometa, y, sin mirar atrás, se alejó del lugar. Aún no lo sabía, pero una semilla de melancolía germinaba en su interior.

Al día siguiente no encontró a la niña en la playa. Volvió varios días más y era inútil: ella se había ido.

Se acordó de la caracola, y empezó a buscarla.

Después de casi cincuenta años, aún seguía buscándola. La gente dudaba de la rectitud de su juicio, pero no le reprochaban nada porque era un gran escritor. Sabían que había pasado casi toda su vida a la orilla del mar, empeñado en una búsqueda infructuosa... El recuerdo de aquella niña desconocida que pudo ser mi amiga y tal vez mi amada…

Valancourt ya era viejo. Aunque su esperanza hubiera languidecido hacía décadas, no había renunciado a los paseos por el arenal.

Una dorada tarde de octubre las olas arrojaron a la playa la concha de un cangrejo ermitaño. Valancourt la tanteó con la contera de su bastón, y notó que su viejo corazón le brincaba en el pecho. La tomó en sus temblorosas manos. Sus ojos se hundieron en las lágrimas.

-Es tu concha, niña. Al fin la he encontrado.

Atardecía cuando estaba de regreso en su casa. Colocó el hallazgo sobre su mesa de trabajo, situada frente a un ventanal que abarcaba toda la panorámica de la costa. Se sentó en la inmediata silla, y se sumió en la recreación de la vida que pudo haber sido.

Esa noche vio nacer las estrellas, y, en la cúspide del firmamento, se alzó el deslumbrante disco de la luna. Sus ojos se prestaron a la fantasía; creyó vislumbrar a una niña volando una cometa sobre el marco plateado del satélite de los sueños y los recuerdos.

Valancourt se levantó de la silla, abrió la ventana y gritó a los vientos de la noche:

-¡Niña, recibí por fin tu regalo! Espérame y juntos haremos volar la cometa.

Desde entonces, Valancourt dejó de salir cada tarde al arenal. Ya no necesitaba buscar lo que en realidad no había perdido. Su sueño estaba cumplido.

El jardinero de las nubes.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Obras premiadas en el Concurso Literario "Sin Fronteras"

He aquí la relación de trabajos premiados en el referido concurso, publicado por gentileza de Letras Kiltras-México, donde figura mi relato en la categoría de narrativa("El sueño de Valancourt"), y que fueron leídas ayer en Ciudad de México conforme al programa de actos que se relaciona a continuación: Viernes 05/11. - Hotel Sede (CORINTO) - (8 – 9 am) - Desayuno en la “Casa de Los Azulejos” - (10 – 11 am) - Coyoacán – TENDERETE LK y actividades de comunidad (lecturas, etc) (12- 2 pm) - Librería Gandhi – Lecturas en el Café, Entrega de Ejemplares (40 min) - Casa de Frida - (2- 4 ) - Comida - Convivencia y noche bohemia Sábado 06/11. - Museo INAH (8 – 12 hrs) - Visita a expo de LIZ (12 – 2 pm ) - Comida - Despedida oficial


Para acceder a la lectura, simplemente hay que hacer clic en la imagen.

Publicaré el relato como entrada aparte. Mi mayor gratitud a quienes me han felicitado en los dos continentes. Y he aquí un vídeo con bellas imágenes de los actos celebrados:

El jardinero de las nubes.