sábado, 22 de febrero de 2014

¿Por qué escribo?


En fechas pasadas, me he apuntado a un taller de escritura creativa en la BPE de Ciudad Real, dirigido por Cristina Serrano. Tengo intención de ir colgando los textos que me sean propuestos como ejercicios de dicho taller.
En esta primera sesión, la monitora nos propuso la redacción de un texto en el que reflejásemos las cosas que nos gustan y las que no nos gustan. Negándome a hacer un simple listado, rompí el tópico y produje el siguiente texto, para lo cual se dispuso de un tiempo de doce minutos: 

CUESTIÓN DE GUSTOS
Las palabras, engranajes de pensamientos e hilos rectores de experiencias sensoriales. Todo acaba contradiciendo las palabras, pero son perseguidas, buscadas como refugio, como crisol de lágrimas y sufrimientos. Cada paso se anda a causa de las palabras, grabadas en mármoles más resistentes que la propia vida. Las personas concebidas como palabras, después como ideas y acaso, finalmente, como realidades. Egos desatados, traiciones previsibles, sentimientos reprimidos y, en raros casos, las palabras eclosionando la vida en una ilusión largamente acariciada. No es posible valer más que la palabra empeñada, la lucha puede pretenderlo, pero quien se enfrenta a las palabras acaba saboreando la derrota de forma ineluctable.
No es lo mejor, tal vez, pero sí lo más sublime. No entender no implica no coronar las cumbres de la grandeza. Aunque todo falte, una palabra hiere y otra palabra sana. Lo perdurable es lo que aún no se ha encontrado en el caótico laberinto de las palabras. Yo lo hallaré, porque aunque no crea en mí mismo, me considero un pastor de palabras, un jardinero de nubes, un solitario convencido, un incapaz talentoso, un malvado redimido… Yo soy un hijo de las palabras.

Con posterioridad, nos fue propuesta para casa la redacción de un texto que respondiera al título "¿Por qué escribo?". He aquí mi contribución, que será presentada en la siguiente sesión del taller:


¿POR QUÉ ESCRIBO?
Esa noche cayó en el pueblo una copiosa nevada de hielo e impiedad. Transcurría el último fin de semana de febrero de 1983. Habían cortado el suministro eléctrico y fue necesario recurrir a las velas. Se hicieron largas y tediosas las horas de oscuridad, agravadas por la sensación de frío que cundía por toda la casa. El único refugio se concretaba en el cuarto de la estufa de hierro colado, en cuya panza ardían troncos de olivo añejo. Mis padres no hablaban; estaban como sumidos en un estado hipnagógico, recogiendo sus pupilas los inciertos destellos de las velas. Yo me aburría soberanamente, pero no quería irme a dormir antes de tiempo. Era temible imaginar el helado contacto de las sábanas de hilo y la lana del colchón, que no adquirirían la temperatura idónea hasta pasado cierto rato. 
No me explico cómo, pero entre los redondeles luminosos de las velas apareció mi cuaderno de música. Se me ocurrió pedirle a mi padre que me prestara su pluma estilográfica, una Sheaffer de cuerpo de resina negra, sin gavilanes y con plumín de oro de 14 kilates. “Ten cuidado, no me la vayas a estropear”, me advirtió tras tendérmela a regañadientes.
Abrí el cuaderno con las pautas musicales y me fui a una de las páginas del final. Luz de velas, el chisporroteo de troncos incandescentes en la estufa, las sombras anudadas contra los silentes frisos de madera antigua, el cuaderno abierto, el silencio de la nieve acumulada, la pluma a punto de prodigar su linfa creativa. Algo era necesario que fuera contado. Sin apenas percatarme, advertí el sonoro rasgueo de la pluma sobre las pautas musicales. La luz de las velas se rompía en esquirlas irisadas al incidir sobre las facetas del plumín de oro. Surgieron las primeras palabras de tinta negra. Una frase convocó a otra y, cuando me quise dar cuenta, ya había completado el espacio de dos páginas.
Era la historia de un pueblo sepultado en la nieve, a cuyas calles acudían los lobos en hambrienta jauría. La campana de la iglesia doblaba a difuntos. Las estrellas, ensartadas en el firmamento, sólo auguraban promesas de más frío y desamparo. La tahona del pueblo, escasa de harina y trabajadores, empezaba a cocer las primeras cochuras. El sabor del trigo tostado impregnó mi paladar. Los lobos aullaban en calles y plazoletas, el hielo crujía en las tumbas del cementerio…
—Es hora de ir a dormir —avisó mi madre—. Vamos a apagar las velas.
Me sentí incómodo. La historia debía continuar, hacerse tan larga como el lecho de un río, aspirar de nuevo el olor del papel, la tinta fresca y las velas acabadas de despabilar. Yo quería que las palabras cobraran sentido cada noche de mi vida, cada claro atardecer de primavera, cada momento de dulzura espiritual. El placer tenía que materializarse en cada una de las historias que salieran del telar de mis sueños.
Aún las velas despabiladas me alumbran cuando escribo, aún la pluma de mi padre me extasía con su crujir sobre el papel pautado. Es necesario que así sea; la vida me va en ello. Con palabras frescas de tinta no hay noche de invierno exenta de belleza. Arden los sentimientos, cual recios troncos de olivo, en la estufa de la mente creadora.

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).




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domingo, 2 de febrero de 2014

Cuentos urbanos: El inventor (XXVIII) - El discurso definitivo


—Me ha sido dado el poder para decidir lo más acorde a efectos de resolver el dilema —prosiguió el orador—. Por mi mediación ha desaparecido la situación apurada que padece el país desde el punto de vista económico. He pagado generosamente el derecho a estar sobre este estrado dirigiéndome a ustedes. A estas horas, la bolsa de Nueva York ha de estar haciéndose eco de la inyección de liquidez que ha sido administrada a las arcas españolas. Yo conozco la causa y los medios utilizados, pero no se me antoja más que poner de relieve los efectos que han derivado de todo esto.

—¡Corta el rollo, tío! —terció un pintilla de los que se habían alzado en Cimavilla.

—El rollo está cortado. Ya nada hay que temer.

—¿Y quién eres tú? —preguntó otro de los que estaban al pie del estrado.

—No tengo por qué decirlo pero lo diré. Mi nombre es Ilya Karpovitch… Represento a alguien que desde hace poco habita en el recinto de un castillo roquedo. Pagó su derecho a la soledad, y en el contrato firmado con el estado español dejó previsto un margen de maniobrabilidad para intervenir cuando se le antojase, en cualquier cuestión que su criterio considerara. Yo soy amigo de ese hombre, y yo fui quien le pidió que interviniera en esta ocasión.

—¿Quién es ese hombre?  —hubo un tercero que preguntó.

—Hace tiempo que renunció a su verdadero nombre… pero hoy se hace llamar el ojo de la abadía. Pero, cambiemos de tema, vayamos a lo sustantivo. Es cosa de que nos preguntemos todos por qué han ocurrido tantos acontecimientos increíbles en esta apacible ciudad costera del norte de España. La misma sociedad, o sus responsables, han sido los principales desencadenantes. Siempre que sucede algo que se sale de lo ordinario, se tiende a buscar unos culpables. El país se debate en la miseria y la desesperación. ¿Quiénes son los culpables, pues? Todos los señalan, pero muy pocos son los que se atrevan a imputarles. Las autoridades civilmente constituidas buscan unos reos, bajo la recurrente acusación de haber trastornado el orden constitucional… El orden que en su día los representantes del pueblo plasmaron en una carta magna, jurando no vulnerar ninguno de sus principios. Y en estos tiempos se han vulnerado tantos de estos principios, que la Constitución Española de 1978 corre peligro de transformarse en papel mojado. ¡Qué curiosa paradoja! Los mayores imputados buscan a todo trance que se condene a los menores imputados.

Algunos, sobre todo los miembros de la clase política, soltaban bufidos intencionados, para intentar que no se dignificaran las palabras del orador, que tanta incomodidad les causaban. Quizá los menos versados en cultura eran los que mejor asimilaban el discurso del hombre misterioso.

—En teoría, ya no tendría sentido nada de lo que estoy exponiendo. Había un problema, y ya se han sentado las bases para solucionarlo. Pero el que lo ha solucionado ha fijado un precio, y en su momento, no hace mucho, se firmó que ese precio sería satisfecho cuando a aquél le conviniese. En muchas épocas de la Historia, se han concedido indultos que en varios casos beneficiaron a quienes no los merecían, en detrimento de los que en verdad los merecían. Barrabás fue indultado, y Jesús de Nazareth condenado. Hoy la fuerza más poderosa de este mundo (esto es, el dinero) evitará que suceda algo parecido.

Pese a que muchos notaban oscuridad y ambigüedad en las palabras del hombre misterioso, algunos, sobre todo los que más tenían que perder, vislumbraban un albor de esperanza en lo que estaban escuchando.

—No obstante, me causa un dolor y una repugnancia instintiva admitir lo evidente: no existen fronteras establecidas para el poder del dinero. Ni siquiera la dignidad tiene un precio que el dinero no pueda alcanzar. Dulzuras, zalemas, sonrisas, diligencias, adulaciones, e incluso falsedades perfectamente camufladas de virtud, encuentra a su paso el dinero. El fiel de la balanza de la justicia se inclina abruptamente del lado del dinero… Tal es la razón de que no a pocos nos dé asco vivir en un mundo así constituido… El mundo en que ahora nos encontramos.

Ya la concurrencia empezaba a avistar con claridad meridiana el punto al que el orador quería llegar. No todos estaban de acuerdo con sus opiniones, porque hasta los más depauperados soñaban con las prebendas del dinero. Barrientos y Guzmán de Arteaga compartían un mismo pensamiento: a ellos les había preocupado siempre muy poco la posesión del dinero; teniendo lo bastante para subvenir a sus modestas necesidades, ¿qué más podían ambicionar?; de ahí que confraternizaran al ciento por ciento con la reflexión que el hombre de sobre el estrado estaba planteando.

—Aunque algunos de los aquí presentes se nieguen a someterse a las condiciones que aquí expreso, un poder que queda por encima de ellos, un poder claramente temporal, sabrá obligarles, como ellos obligaron a las instancias que quedaban por debajo de las suyas. El indulto se impone, y aun así el precio pagado aún supera ventajosamente a lo que fue prometido por parte del gobierno de la nación. La promesa debía cumplirse, porque de lo contrario lo aportado podría ser retirado pese a todos los impedimentos que intentaran ponerse. El mismo delegado del gobierno, aquí presente, les podrá certificar las enérgicas instrucciones que ha recibido para que yo pueda ser escuchado en esta tribuna del pueblo.

La autoridad mencionada sólo pudo agachar los hombros, como si un peso considerable gravitara sobre los mismos. No tenía ninguna objeción que formular a las palabras del orador misterioso.

—Si alguna autoridad subordinada —matizó éste, haciendo un gesto disuasorio con los puños apretados— tuviera la genial idea de invalidar el acuerdo suscrito por el estado español y por quien he mencionado, sería motivo suficiente para que este último mandara retirar el inmenso caudal que ha depositado en las arcas nacionales.

—¡Yo me niego a esta componenda! —sonó una voz, áspera como el esparto, en medio de la multitud.

El orador localizó al punto el rostro de quien había hablado.

—El coordinador de los Servicios Periféricos de Educación de la provincia de Ciudad Real —dijo con irónica entonación—. ¿Qué tiene usted que decir?

—Yo condeno toda posibilidad de indulto. Mis compañeros y yo hemos sido retenidos en contra de nuestra voluntad y sometidos a un trato vejatorio.

Algunos murmullos se alzaron del lado de los que mencionaba el coordinador. Barrientos sintió cómo la indignación hervía en su interior.

    —¡Exijo justicia, las leyes me amparan!

El orador dijo de un modo flemático:

—¿Justicia de puertas para afuera o de puertas para adentro?

Al coordinador se le puso el rostro como la grana. Sentía clavada en la suya la penetrante mirada del orador, aunque hubiese de por medio unas gafas de sol.

—No hay nadie que no tenga pecadillos que encubrir, ¿verdad, señor coordinador?

—No serán tan cuantiosos como los suyos —tuvo el atrevimiento de replicar el interpelado.

En ese instante, se destacó de entre la multitud la figura del delegado del gobierno en el Principado de Asturias, y, yendo al encuentro del coordinador, acabó diciéndole por lo bajo:

—Haga el favor de regresar a su sitio en la fila… y cállese.

Al coordinador no le quedó más remedio que obedecer, todo pálido de humillación. Poco faltó para que arrancaran a abuchearle.

Tras este desagradable lapso, el orador carraspeó para aclararse la garganta y prosiguió con su plática:

—Mi palabra es definitiva. Tengo autoridad para imponerme a las instancias más elevadas de este gobierno. El indulto es un hecho firme. Todo está olvidado, todo está corregido… Todo queda perdonado.

Muchos tenían miedo de romper el opresivo silencio por si las palabras del orador resultaban ser un bulo. Era muy importante lo que éste acababa de anunciar, tanto que algunos exteriorizaron el impulso de romper en muestras de júbilo.

Dos miradas, entretanto, se adoraban en medio de la muchedumbre. Guzmán de Arteaga estaba ansioso de que todo aquello terminara, de que las cosas retomaran su pulso normal, de que pudiera gritar al mundo el inmenso amor que sentía por Irene. Le constaba que los padres de ella andaban cerca, y eso le reprimía de acudir al encuentro de su amada; él comprendía que el derecho de los padres era prioritario al suyo. Se recreaba en la sensación de  anticipada felicidad por lo que el futuro pudiera depararle.

—Aún tengo algo que añadir —dijo el orador con voz de trueno.

Los centenares de rostros derivaron hacia el estrado. El boquete en las nubes era más anchuroso, y el sol caía a raudales por todos los rincones del barrio de Cimavilla.

—Sin duda, recuerdan lo que ocurrió en los cielos la mañana de Navidad.

Un murmullo de asentimiento cundió entre el gentío; lo que entonces había ocurrido, no dejó indiferente a nadie. Guzmán de Arteaga experimentó una ruda impresión, similar a la de quien cae en un estanque helado.

—Quiero que suba a este estrado el responsable de aquella acción... Quiero que suba Guzmán de Arteaga —manifestó el orador, buscando a aquél con los ojos camuflados tras las gafas de sol.

Irene echó a su amado una mirada de aprensión. ¿Qué querrían de él? Era evidente que un hombre tan extraordinario no podía pasar desapercibido; pero no logró reprimir el temor de que acabaran alejándolo de ella.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).




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