—Me
ha sido dado el poder para decidir lo más acorde a efectos de resolver el
dilema —prosiguió el orador—. Por mi mediación ha desaparecido la situación
apurada que padece el país desde el punto de vista económico. He pagado
generosamente el derecho a estar sobre este estrado dirigiéndome a ustedes. A
estas horas, la bolsa de Nueva York ha de estar haciéndose eco de la inyección
de liquidez que ha sido administrada a las arcas españolas. Yo conozco la causa
y los medios utilizados, pero no se me antoja más que poner de relieve los
efectos que han derivado de todo esto.
—¡Corta
el rollo, tío! —terció un pintilla de los que se habían alzado en Cimavilla.
—El
rollo está cortado. Ya nada hay que temer.
—¿Y
quién eres tú? —preguntó otro de los que estaban al pie del estrado.
—No
tengo por qué decirlo pero lo diré. Mi nombre es Ilya Karpovitch… Represento a
alguien que desde hace poco habita en el recinto de un castillo roquedo. Pagó
su derecho a la soledad, y en el contrato firmado con el estado español dejó previsto
un margen de maniobrabilidad para intervenir cuando se le antojase, en
cualquier cuestión que su criterio considerara. Yo soy amigo de ese hombre, y
yo fui quien le pidió que interviniera en esta ocasión.
—¿Quién
es ese hombre? —hubo un tercero que
preguntó.
—Hace
tiempo que renunció a su verdadero nombre… pero hoy se hace llamar el ojo de la abadía. Pero, cambiemos de
tema, vayamos a lo sustantivo. Es cosa de que nos preguntemos todos por qué han
ocurrido tantos acontecimientos increíbles en esta apacible ciudad costera del
norte de España. La misma sociedad, o sus responsables, han sido los
principales desencadenantes. Siempre que sucede algo que se sale de lo
ordinario, se tiende a buscar unos culpables. El país se debate en la miseria y
la desesperación. ¿Quiénes son los culpables, pues? Todos los señalan, pero muy
pocos son los que se atrevan a imputarles. Las autoridades civilmente
constituidas buscan unos reos, bajo la recurrente acusación de haber
trastornado el orden constitucional… El orden que en su día los representantes
del pueblo plasmaron en una carta magna, jurando no vulnerar ninguno de sus
principios. Y en estos tiempos se han vulnerado tantos de estos principios, que
la Constitución Española de 1978 corre peligro de transformarse en papel
mojado. ¡Qué curiosa paradoja! Los mayores imputados buscan a todo trance que
se condene a los menores imputados.
Algunos,
sobre todo los miembros de la clase política, soltaban bufidos intencionados,
para intentar que no se dignificaran las palabras del orador, que tanta
incomodidad les causaban. Quizá los menos versados en cultura eran los que
mejor asimilaban el discurso del hombre misterioso.
—En
teoría, ya no tendría sentido nada de lo que estoy exponiendo. Había un
problema, y ya se han sentado las bases para solucionarlo. Pero el que lo ha
solucionado ha fijado un precio, y en su momento, no hace mucho, se firmó que
ese precio sería satisfecho cuando a aquél le conviniese. En muchas épocas de
la Historia, se han concedido indultos que en varios casos beneficiaron a
quienes no los merecían, en detrimento de los que en verdad los merecían.
Barrabás fue indultado, y Jesús de Nazareth condenado. Hoy la fuerza más
poderosa de este mundo (esto es, el dinero) evitará que suceda algo parecido.
Pese
a que muchos notaban oscuridad y ambigüedad en las palabras del hombre
misterioso, algunos, sobre todo los que más tenían que perder, vislumbraban un
albor de esperanza en lo que estaban escuchando.
—No
obstante, me causa un dolor y una repugnancia instintiva admitir lo evidente:
no existen fronteras establecidas para el poder del dinero. Ni siquiera la
dignidad tiene un precio que el dinero no pueda alcanzar. Dulzuras, zalemas,
sonrisas, diligencias, adulaciones, e incluso falsedades perfectamente camufladas
de virtud, encuentra a su paso el dinero. El fiel de la balanza de la justicia
se inclina abruptamente del lado del dinero… Tal es la razón de que no a pocos
nos dé asco vivir en un mundo así constituido… El mundo en que ahora nos
encontramos.
Ya
la concurrencia empezaba a avistar con claridad meridiana el punto al que el
orador quería llegar. No todos estaban de acuerdo con sus opiniones, porque
hasta los más depauperados soñaban con las prebendas del dinero. Barrientos y
Guzmán de Arteaga compartían un mismo pensamiento: a ellos les había preocupado
siempre muy poco la posesión del dinero; teniendo lo bastante para subvenir a
sus modestas necesidades, ¿qué más podían ambicionar?; de ahí que
confraternizaran al ciento por ciento con la reflexión que el hombre de sobre
el estrado estaba planteando.
—Aunque
algunos de los aquí presentes se nieguen a someterse a las condiciones que aquí
expreso, un poder que queda por encima de ellos, un poder claramente temporal,
sabrá obligarles, como ellos obligaron a las instancias que quedaban por debajo
de las suyas. El indulto se impone, y aun así el precio pagado aún supera
ventajosamente a lo que fue prometido por parte del gobierno de la nación. La
promesa debía cumplirse, porque de lo contrario lo aportado podría ser retirado
pese a todos los impedimentos que intentaran ponerse. El mismo delegado del
gobierno, aquí presente, les podrá certificar las enérgicas instrucciones que
ha recibido para que yo pueda ser escuchado en esta tribuna del pueblo.
La
autoridad mencionada sólo pudo agachar los hombros, como si un peso
considerable gravitara sobre los mismos. No tenía ninguna objeción que formular
a las palabras del orador misterioso.
—Si
alguna autoridad subordinada —matizó éste, haciendo un gesto disuasorio con los
puños apretados— tuviera la genial idea de invalidar el acuerdo suscrito por el
estado español y por quien he mencionado, sería motivo suficiente para que este
último mandara retirar el inmenso caudal que ha depositado en las arcas
nacionales.
—¡Yo
me niego a esta componenda! —sonó una voz, áspera como el esparto, en medio de
la multitud.
El
orador localizó al punto el rostro de quien había hablado.
—El
coordinador de los Servicios Periféricos de Educación de la provincia de Ciudad
Real —dijo con irónica entonación—. ¿Qué tiene usted que decir?
—Yo
condeno toda posibilidad de indulto. Mis compañeros y yo hemos sido retenidos
en contra de nuestra voluntad y sometidos a un trato vejatorio.
Algunos
murmullos se alzaron del lado de los que mencionaba el coordinador. Barrientos
sintió cómo la indignación hervía en su interior.
—¡Exijo justicia, las leyes me amparan!
El
orador dijo de un modo flemático:
—¿Justicia
de puertas para afuera o de puertas para adentro?
Al
coordinador se le puso el rostro como la grana. Sentía clavada en la suya la
penetrante mirada del orador, aunque hubiese de por medio unas gafas de sol.
—No
hay nadie que no tenga pecadillos que
encubrir, ¿verdad, señor coordinador?
—No
serán tan cuantiosos como los suyos —tuvo el atrevimiento de replicar el
interpelado.
En
ese instante, se destacó de entre la multitud la figura del delegado del
gobierno en el Principado de Asturias, y, yendo al encuentro del coordinador,
acabó diciéndole por lo bajo:
—Haga
el favor de regresar a su sitio en la fila… y cállese.
Al
coordinador no le quedó más remedio que obedecer, todo pálido de humillación.
Poco faltó para que arrancaran a abuchearle.
Tras
este desagradable lapso, el orador carraspeó para aclararse la garganta y
prosiguió con su plática:
—Mi
palabra es definitiva. Tengo autoridad para imponerme a las instancias más
elevadas de este gobierno. El indulto es un hecho firme. Todo está olvidado,
todo está corregido… Todo queda perdonado.
Muchos
tenían miedo de romper el opresivo silencio por si las palabras del orador
resultaban ser un bulo. Era muy importante lo que éste acababa de anunciar,
tanto que algunos exteriorizaron el impulso de romper en muestras de júbilo.
Dos
miradas, entretanto, se adoraban en medio de la muchedumbre. Guzmán de Arteaga
estaba ansioso de que todo aquello terminara, de que las cosas retomaran su
pulso normal, de que pudiera gritar al mundo el inmenso amor que sentía por
Irene. Le constaba que los padres de ella andaban cerca, y eso le reprimía de
acudir al encuentro de su amada; él comprendía que el derecho de los padres era
prioritario al suyo. Se recreaba en la sensación de anticipada felicidad por lo que el futuro
pudiera depararle.
—Aún
tengo algo que añadir —dijo el orador con voz de trueno.
Los
centenares de rostros derivaron hacia el estrado. El boquete en las nubes era
más anchuroso, y el sol caía a raudales por todos los rincones del barrio de
Cimavilla.
—Sin
duda, recuerdan lo que ocurrió en los cielos la mañana de Navidad.
Un
murmullo de asentimiento cundió entre el gentío; lo que entonces había
ocurrido, no dejó indiferente a nadie. Guzmán de Arteaga experimentó una ruda
impresión, similar a la de quien cae en un estanque helado.
—Quiero
que suba a este estrado el responsable de aquella acción... Quiero que suba Guzmán de Arteaga —manifestó el orador,
buscando a aquél con los ojos camuflados tras las gafas de sol.
Irene
echó a su amado una mirada de aprensión. ¿Qué querrían de él? Era evidente que
un hombre tan extraordinario no podía pasar desapercibido; pero no logró
reprimir el temor de que acabaran alejándolo de ella.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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