En fechas pasadas, me he apuntado a un taller de escritura creativa en la BPE de Ciudad Real, dirigido por Cristina Serrano. Tengo intención de ir colgando los textos que me sean propuestos como ejercicios de dicho taller.
En esta primera sesión, la monitora nos propuso la redacción de un texto en el que reflejásemos las cosas que nos gustan y las que no nos gustan. Negándome a hacer un simple listado, rompí el tópico y produje el siguiente texto, para lo cual se dispuso de un tiempo de doce minutos:
CUESTIÓN
DE GUSTOS
Las
palabras, engranajes de pensamientos e hilos rectores de experiencias
sensoriales. Todo acaba contradiciendo las palabras, pero son perseguidas,
buscadas como refugio, como crisol de lágrimas y sufrimientos. Cada paso se
anda a causa de las palabras, grabadas en mármoles más resistentes que la
propia vida. Las personas concebidas como palabras, después como ideas y acaso,
finalmente, como realidades. Egos desatados, traiciones previsibles,
sentimientos reprimidos y, en raros casos, las palabras eclosionando la vida en
una ilusión largamente acariciada. No es posible valer más que la palabra
empeñada, la lucha puede pretenderlo, pero quien se enfrenta a las palabras
acaba saboreando la derrota de forma ineluctable.
No
es lo mejor, tal vez, pero sí lo más sublime. No entender no implica no coronar
las cumbres de la grandeza. Aunque todo falte, una palabra hiere y otra palabra
sana. Lo perdurable es lo que aún no se ha encontrado en el caótico laberinto
de las palabras. Yo lo hallaré, porque aunque no crea en mí mismo, me considero
un pastor de palabras, un jardinero de nubes, un solitario convencido, un
incapaz talentoso, un malvado redimido… Yo soy un hijo de las palabras.
Con posterioridad, nos fue propuesta para casa la redacción de un texto que respondiera al título "¿Por qué escribo?". He aquí mi contribución, que será presentada en la siguiente sesión del taller:
Esa
noche cayó en el pueblo una copiosa nevada de hielo e impiedad. Transcurría el
último fin de semana de febrero de 1983. Habían cortado el suministro eléctrico
y fue necesario recurrir a las velas. Se hicieron largas y tediosas las horas
de oscuridad, agravadas por la sensación de frío que cundía por toda la casa.
El único refugio se concretaba en el cuarto de la estufa de hierro colado, en
cuya panza ardían troncos de olivo añejo. Mis padres no hablaban; estaban como
sumidos en un estado hipnagógico, recogiendo sus pupilas los inciertos
destellos de las velas. Yo me aburría soberanamente, pero no quería irme a
dormir antes de tiempo. Era temible imaginar el helado contacto de las sábanas
de hilo y la lana del colchón, que no adquirirían la temperatura idónea hasta
pasado cierto rato.
No me
explico cómo, pero entre los redondeles luminosos de las velas apareció mi
cuaderno de música. Se me ocurrió pedirle a mi padre que me prestara su pluma
estilográfica, una Sheaffer de cuerpo de resina negra, sin gavilanes y con
plumín de oro de 14 kilates. “Ten cuidado, no me la vayas a estropear”, me
advirtió tras tendérmela a regañadientes.
Abrí el
cuaderno con las pautas musicales y me fui a una de las páginas del final. Luz
de velas, el chisporroteo de troncos incandescentes en la estufa, las sombras
anudadas contra los silentes frisos de madera antigua, el cuaderno abierto, el
silencio de la nieve acumulada, la pluma a punto de prodigar su linfa creativa.
Algo era necesario que fuera contado. Sin apenas percatarme, advertí el sonoro
rasgueo de la pluma sobre las pautas musicales. La luz de las velas se rompía
en esquirlas irisadas al incidir sobre las facetas del plumín de oro. Surgieron
las primeras palabras de tinta negra. Una frase convocó a otra y, cuando me
quise dar cuenta, ya había completado el espacio de dos páginas.
Era la
historia de un pueblo sepultado en la nieve, a cuyas calles acudían los lobos
en hambrienta jauría. La campana de la iglesia doblaba a difuntos. Las
estrellas, ensartadas en el firmamento, sólo auguraban promesas de más frío y
desamparo. La tahona del pueblo, escasa de harina y trabajadores, empezaba a
cocer las primeras cochuras. El sabor del trigo tostado impregnó mi paladar.
Los lobos aullaban en calles y plazoletas, el hielo crujía en las tumbas del
cementerio…
—Es
hora de ir a dormir —avisó mi madre—. Vamos a apagar las velas.
Me
sentí incómodo. La historia debía continuar, hacerse tan larga como el lecho de
un río, aspirar de nuevo el olor del papel, la tinta fresca y las velas
acabadas de despabilar. Yo quería que las palabras cobraran sentido cada noche
de mi vida, cada claro atardecer de primavera, cada momento de dulzura
espiritual. El placer tenía que materializarse en cada una de las historias que
salieran del telar de mis sueños.
Aún
las velas despabiladas me alumbran cuando escribo, aún la pluma de mi padre me
extasía con su crujir sobre el papel pautado. Es necesario que así sea; la vida
me va en ello. Con palabras frescas de tinta no hay noche de invierno exenta de
belleza. Arden los sentimientos, cual recios troncos de olivo, en la estufa de
la mente creadora.
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
1 comentario:
Dices muchas cosas muy sabias en este escrito, pero no aclaras la pregunta que es el titulo Del texto, al menos no encontre la razón o razones de "Por que escribo" Besitos.
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