Cosa
de un año después, dos personas se habían sentado a una de las polvorientas
mesas del diner de Hugh Carter. Se trataba del propio Hugh y de Rebeca Evigan.
Ella quería comprarle a aquél el negocio, y, a este fin, lo había hecho venir
desde su retiro de Iowa. Hugh había aumentado varios centímetros el contorno de
su cintura, mientras que Rebeca estaba en el punto culminante de su hermosura.
–¿Verdad,
chiquilla –dijo él, intentando remeterse infructuosamente la blusa–, que todo
se solucionó?
–Fue
duro empezar de nuevo –confesó Rebeca, un fragmento de verano palpitándole en
las pupilas–. Logré vender la tiendita de Los Ángeles, y por eso tengo con qué
pagarte. Fue duro –enfatizó–, pero también es lo más acertado que he hecho en
mi vida.
–¡Cuánto
me alegré al saberlo! Y no he dejado de dar gracias al cielo cada vez que me
levanto por las mañanas.
El
fragmento de verano asumió apariencia líquida, y rodó por la mejilla de Rebeca.
–No
llores, chiquilla, o me vas a contagiar la emoción, y ya soy muy mayor para que
me vean haciendo pucheros.
–De
acuerdo, cambiemos de tema. El motivo de quedar aquí contigo es porque quiero
que este sitio vuelva a ser el de antes. Por eso insistí tanto en que vinieras.
–Me
lo olía, chiquilla. En todo este tiempo no he logrado que me lo compraran.
–Como
te he dicho, tengo el dinero que reuní del traspaso de mi tiendita de Los
Ángeles. Pero, aparte de comprarte el diner, deseo que tú vuelvas a estar aquí,
a pie de barra.
Hugh
sacudió su pesada cabeza, y su mano porfiaba por dentro de la blusa, cuyos
botones amenazaban con reventar en cualquier momento.
–Ya
soy viejo para estos trajines… Volver a levantar todo esto…
–A
todos el tiempo nos ha pasado factura. Jem aparenta estar más joven porque
tiene la dicha de faenar en el mar, y lo ama profundamente. Empezar de nuevo
siempre que haga falta; creo que ahí radica el secreto de la vida…
–Si
es tu deseo, abre de nuevo el diner. Aunque ya de poco te pueda servir, estaré
contigo para darte mi apoyo…, hasta que te des cuenta de que a mi edad sólo soy
un estorbo…
–¡No
eres un estorbo! –lo atajó ella–. Tú me abriste la vida en este bello lugar
dándome trabajo y favoreciendo que conociera a Jem y acabara teniendo a Melody.
–Lo
dicho… Cállate… No está bien que a mi edad me vean llorar.
***
Ese
domingo no se celebró misa en la iglesia de San Juan Capistrano. Los cielos
sonreían de primavera, había flores retoñando en las ramas de los cerezos.
Franjas irisadas serpenteaban por la extensión del océano.
El
nuevo párroco, un simpático joven recién egresado del seminario diocesano de
Los Ángeles y al tanto de la historia de Rebeca y su familia, propuso a sus
feligreses que fueran a ayudar en la reforma que se estaba llevando a cabo en
el antiguo diner de Hugh Carter. Salvadas las reticencias iniciales, casi todos
se sumaron a la propuesta. Shana Merton, Alice Stevenson y Ann Lawrence se
notaban henchidas de arrepentimiento.
Era
una luminosa mañana de abril, muy apropiada para pedir perdón y alcanzarlo.
Encontraron
a Rebeca y al bueno de Hugh limpiando la barra del diner, sacando brillo a las superficies
de latón. Rebeca, con el mandil cubierto de lamparones, no pudo ocultar sus
emociones. Las golondrinas trisaban por fuera de las ventanas. La gente la
quería, la aceptaban como eran, habían conseguido por fin penetrar en lo más
íntimo de su alma. Se abrazó con las tres comadres que un tiempo tan mal la
trataran. Hugh saludó a todos con su sonrisa pobre de dientes, y aseguró que él
también estaría en la inauguración del nuevo diner. El diner de Rebeca.
En
un momento dado, el nuevo párroco (que de pasada diremos que se llamaba Timothy
Mellors) se arremangó su impoluto clergyman, tomó un estropajo y un bote de
aguarrás y se dispuso a borrar la fea pintada que, después de tanto tiempo, aún
campeaba en el exterior del diner:
AQUÍ HAY UN BURDEL
Había
conseguido borrar la última palabra, cuando Rebeca, armada de un frasco de
pintura amarillo fosforescente, completó la frase de esta manera:
AQUÍ HAY UNA
FAMILIA
–No
lo borre nunca –le pidió al joven párroco.
–Todo
el mundo lo verá –replicó éste.
–De
eso se trata.
Todo
el mundo lo vio, y todo el mundo simpatizó más todavía con Rebeca Evigan, a
quien ya nadie llamaba Solange Reyes.
–A
este paso –dijo Hugh sin abandonar su sonrisa–, abrimos el diner la semana que
viene.
–Y
todos vendremos a hacer los honores –terció Shana Merton, con otra extraña
sonrisa.
–No
te reconozco, comadre, con lo cuerva que estabas hecha antes.
–Todos
tenemos derecho a equivocarnos y a cambiar.
–Eso
venimos diciendo desde un principio.
Al
punto del mediodía, por la chimenea del diner, salió el humo de una suculenta
barbacoa. Todos los que habían ido a ayudar estaban invitados. Hugh se esmeraba
asando a la parrilla costillares, hamburguesas y salchichas. Las golondrinas se
hicieron más numerosas en la pista del cielo. La vela de una embarcación asomó por
el horizonte, y esto vino acompañado de una callada sonrisa.
En
un aparte, el nuevo párroco le preguntó a Rebeca:
–¿Dónde
están su marido y su hija?
Rebeca
reunió en sus labios la belleza de ese abril oceánico, y, señalando a lo lejos,
dijo:
–¿No
los ve? Vienen en la barca. Enseguida se reunirán… conmigo…, con todos
nosotros.
Y
así fue: la barca tocó puerto, y pronto estuvieron todos reunidos.
***
Y
al final, en el viejo diario, Rebeca dejó anotado lo siguiente:
«Soy
una mujer. Mis culpas están lavadas. Soy una esposa, soy una madre… ¡Me
encuentro viva!».
Esta
vez no puso ni el lugar ni la fecha de su escrito.
-FIN-
Con esta historia
lo que he pretendido es dejar sentado el derecho que nos asiste de equivocarnos
e ir tras la oportuna rectificación. No se ha de ver un ataque en contra de la
Iglesia Católica, sino al fanatismo, que puede afectar a cualquier asociación de
personas y que se debe a una visión cerrada de lo que se entiende por
moralidad. Asimismo, he querido enaltecer los valores familiares; la familia da
sentido a nuestro paso por el mundo, y, personalmente, encuentro en ella la
alegría de mi propia remisión. Durante gran parte de mi vida, debido a mi
propensión a la soledad, he estado en general muy alejado de las personas que
guardan conmigo vínculos de sangre; y ahora, en los primeros crepúsculos de mi
existencia, doy fe de la sentencia que mi difunta madre solía invocar muy a
menudo: "la sangre sin fuego hierve".
Pido perdón al
pueblo de San Juan Capistrano por las atribuciones literarias que con el mismo
me he tomado. Mi imaginación se sintió fascinada por la belleza del entorno.
Una bellísima persona me habló de él hace tiempo, afirmando que le encantaría
como sitio para establecer su hogar, y espero con sinceridad que algún día sus
sueños puedan verse cumplidos, aunque muy frecuentemente la vida nos pone en la
situación de variar el rumbo de nuestros sueños y pensamientos... Como decía el
mayor maestro que ha existido: "Nadie pone un remiendo de paño nuevo en un
vestido viejo" (Mt 9, 16). Innumerables son los caminos de la vida, y si
uno nos falla, es el momento de emprender otro.
Mi agradecimiento
a quienes de alguna manera han seguido esta historia.
Ciudad Real, Aldea del Rey, Santander,
Asturias, Londres, Madrid, 7 de septiembre de 2014 – 17 de febrero de 2016
Por Julián Esteban Maestre
Zapata (el jardinero de las nubes)