II.
El alma de la revuelta
El “15 de mayo” (15-M) no fue más que el prólogo
de lo que se esperaba que se avecinara posteriormente. Diego Barrientos, a
pesar de su vida pasada, amaba la enseñanza; de ahí su odio hacia todo lo que
revistiera injusticia u opresión. Ejercía de profesor de biología y geología en
un instituto público del extrarradio de Madrid. No había tenido suerte en la
vida; su mujer y su hijo de nueve años habían fallecido en un desgraciado
accidente de tráfico, del cual él había escapado milagrosamente ileso; le
hubiera gustado morir también. No tenía grandes metas a las que destinar el
resto de su vida, y por eso decidió consagrarse a luchar por lo que era justo
desde su puesto en las aulas. Diego Barrientos tenía el cuerpo martirizado por
las aflicciones de la existencia, pero era capaz de exigirle los mayores esfuerzos
físicos: podía correr, saltar y caminar por escarpadas pendientes; podía
protegerse de las agresiones súbitas, peleando como un consumado púgil, y negar
a su organismo el alimento y la bebida si hubiera necesidad de ello. No le
encontraba sentido a su vida, hasta el punto de no sentir miedo por nada. No
era buena idea atizar el furor de Barrientos; lo sabían bien sus compañeros de
trabajo y todos los que en alguna ocasión habían intentado hacerle la
zancadilla. Estaba solo y no tenía nada que perder. Por eso la justicia social
era su ideal y el principal objeto de su quehacer diario.
Cuando
se iniciaron las movilizaciones del 15-M, él fue de los primeros en destacarse en la
más avanzada línea de frente. Arengó a las multitudes en la Puerta del Sol, con
un fervor que no era igualado por ninguno de los que le escuchaban. Consiguió que
lo calificaran desdeñosamente de “indignado” o “perroflauta”. Se alió con los
desempleados y los sin techo, con miras a buscar una trasformación de la
sociedad desde sus más primarios estratos. Su pasión era tan desbordante, que consumía
a todos los llegaran a concebir algún interés por sus ideas. No había término
medio: o conseguía adeptos inquebrantables a su persona o los más encarnizados
antagonistas. Diego Barrientos no era de los que dejara indiferentes a los que
tuvieran ocasión de conocerle.
Aunque
actualmente se dedicara a la enseñanza de la biología y la geología, su pasado
no podía ser más trepidante: había sido oficial del arma de infantería durante
los borrascosos tiempos de la Guerra del Golfo Pérsico y los inicios de las
hostilidades en Bosnia. Formó parte de la misión de los cascos azules de la ONU
enviados al teatro de operaciones de este último conflicto. Estuvo destacado en
Mostar, donde conoció el horror de la guerra balcánica y los niveles de
depravación a que puede llegar el alma humana. Allí fue donde se apercibió de
que la violencia, aunque se maquillara de defensa de la libertad y la dignidad
humanas, no podía ser el oficio en el que empleara los mejores años de su vida.
Decidió, pues, presentar su renuncia como capitán e intentar reintegrarse a la
vida civil. Su comandante en jefe, el teniente coronel Juan Miguel Bertin, le
dedicó una ristra de los peores epítetos al hacerle partícipe de su decisión.
-Eres
un cobarde de la peor calaña. Te desprecio y no quiero saber más de ti. ¡Fuera
de mi presencia!
Barrientos
se aguardaba semejante reacción por parte de militar con tan mal genio como era
el teniente coronel Bertin. Salió del despacho de este último sin pronunciar
palabra, olvidándose hasta de hacer el saludo militar. España, la patria, le
esperaba para iniciar una buena vida.
Como
fuera poseedor de la licenciatura en ciencias biológicas, le valió para
presentarse a las oposiciones de enseñanza secundaria en esta misma
especialidad. Y, para su asombro y alegría, las ganó al primer intento. Fue
destinado a un instituto de la periferia de Madrid para pasar el período de
funcionario en prácticas. Allí conoció a Clara, una bonita profesora de inglés
que estaba llamada a ser su esposa y la madre de Borja, su único hijo. Pese a
lo apacible del nuevo destino que se había forjado, en su alma seguía abierta la
herida producida por los horrores que presenciara en Mostar. Sus sueños nocturnos
aún aparecían poblados por las patéticas imágenes de las niñas violadas
repetidas veces, de los campos de minas y los edificios carbonizados y
descuajados por las bombas, de los constantes abusos de los grupos
paramilitares, de los hospitales plagados de ratas y sangre coagulada, del
cielo manchado con fétidas humaredas negras, del hambre, el terror y la
desesperación en los ojos de la población civil. La lluvia con sabor a muerte,
las noches de espanto patrullando en vehículos acorazados las calles donde
abundaban los francotiradores. Barrientos sabía que le costaría despojarse de
tanto sufrimiento como había acaparado en su oficio de militar de carrera.
El
peso de tantos horrores vividos, unido a la desdicha de la muerte de su mujer y
su hijo, provocó en él una repulsión instintiva hacia toda clase de injusticia
y opresión. Dentro de su cometido como docente, se dio cuenta de los abusos y
atropellos a que era sometida la educación, y de rechazo la cultura, en las
torpes manos de los políticos de turno. Las desigualdades sociales parten de
una educación deficiente, reflexionaba a menudo. Una nación no puede crecer
sana y vigorosa si falla uno de los pilares principales sobre los que se
cimenta la libertad y el bienestar de los pueblos, esto es, la sagrada
educación.
Barrientos
comenzó a destacarse más de lo que le hubiera sido conveniente. Si la
Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid estrangulaba a los docentes
con disposiciones estériles y burocracias incomprensibles, él, Diego
Barrientos, no podía aceptarlo como cordero que llevan al matadero. Su vena
militar no se había extinguido del todo, quedándole como resto una impetuosidad
que sorprendía a propios y extraños. Sus reivindicaciones no podían limitarse a
meras manifestaciones en los claustros de profesores; era necesario llegar más
allá, la libertad necesitaba conquistarse continuamente.
Pronto
se rodeó de un nutrido séquito de adeptos a sus ideas, entre los que destacaban:
Arsenio Corchado, profesor de lengua castellana y literatura; Delia Llamazares,
maestra de pedagogía terapéutica; José Carlos Rubio, funcionario
administrativo, y María de la Encina Canales, catedrática de matemáticas. Esta
última era una mujer ya mayor, que por amor a la enseñanza había dejado pasar
la oportunidad de la jubilación anticipada para funcionarios docentes. Debió
ser bella en su juventud, ahora tenía los cabellos sembrados de canas y no se
conocían los pormenores de su vida social; antes bien, corría el rumor de que
pasaba su tiempo libre en la intimidad de su hogar, rodeada de plantas, gatos y
libros que escalaban las altas paredes, robando protagonismo a cualquier otro
adorno.
-Sé
que fuiste un militar esforzado –le decía a Barrientos a cada dos por tres.
-El
estamento militar no fue creado para servir de amparo a injusticias –respondía
el interpelado con afectado empaque filosófico.
-Por
eso mismo confiaré en ti cuando sea necesario pasar a la acción.
Tales
palabras provocaron no pocas conjeturas en las inquietas mientes de Barrientos.
La catedrática tenía un algo de profetisa; sus ojos eran capaces de perforar la
envoltura mortal de las personas y adentrarse en los sinuosos corredores del
alma.
-La
democracia en manos de mediocres se puede volver un arma mortífera –declaró
Barrientos con pleno convencimiento.
-Tú
podrás demostrarlo –dijo la catedrática Canales-. Sólo necesitas los medios
para lograrlo, y yo puedo proporcionártelos.
Barrientos
levantó el entrecejo.
-No
entiendo lo que pretendes insinuar, María de la Encina.
-Si
yo te ofreciera armas, ¿qué harías con ellas?
No
supo qué contestar a lo primero; se le quedó el aire atascado en la garganta.
¡Armas!... Para él no tenían secretos. Pero el uso de las armas implica responsabilidades
y dilemas morales sin cuento.
-Tú
has sido militar –prosiguió María de la Encina-. Sabes manejar armas y sabrías
organizar y adiestrar un pelotón de asalto.
Barrientos
tragó saliva y aspiró una buena bocanada de aire. Los nervios se le estaban destemplando.
Súbitas imágenes de tiempos ya lejanos acudieron a su mente. Guerra, sangre,
violencia y estallido de armas. ¡Otra vez la muerte provocada!
-María
de la Encina, preferiría encontrar otra solución.
-Las
armas se inventaron para buscar soluciones cuando no podían ser encontradas por
medios ordinarios.
-Vivimos
en una democracia, en un estado de derecho…
-La
democracia representa un medio incontrolado de lucro en manos de los políticos
corruptos. El pueblo decide en las urnas, pero nunca asume el control de la
labor de los gobernantes; y la sabiduría del pueblo queda por encima de los
mismos mecanismos democráticos y de las instituciones que de éstos dimanan.
-¿Sugieres,
pues, una revolución?
-Sugiero
hacer entender al pueblo que es necesario erradicar la corrupción de la labor
política.
-No
es sencillo, María de la Encina. Las revoluciones alcanzan su plenitud en los
usos democráticos. Si se atenta contra la democracia, ¿en qué parará todo?
¿Acaso en la vuelta a la barbarie de un régimen dictatorial en nombre de la
libertad de los pueblos?
-Para
entrar a la acción no es necesario tener todos los interrogantes con respuesta.
Acompáñame a mi casa. Tengo algo que mostrarte.
Así
lo hicieron. La casa de la catedrática Canales tenía rasgos de palacete decimonónico.
Techos altos que se perdían en las sombras de los frisos de escayola, presencia
de plantas exóticas por doquier, estanterías repletas hasta la exageración,
habitaciones misteriosas cerradas con llave. Barrientos se preguntaba cómo su
amiga podía vivir sola en semejante caserón, lleno de maullidos e impregnado de
aromas de flores empalagosas y orines de gato.
-Hay
un sótano que descubrí casualmente en los años 70 –indicó la catedrática-. Allí
es adonde deseo llevarte.
Bajaron
una serie de escalones tan angostos, que se dirían conducentes a una mazmorra
de los tiempos de la Inquisición. La luz era harto escasa, y resultaba
necesario valerse del auxilio de dos linternas. Accedieron a una especie de
bodega de aspecto claustrofóbico, donde había apiladas varias cajas de madera
de pino, de forma rectangular predominantemente. Olía fuertemente a polvo, moho
y humedad.
-Diego,
abre una de las cajas.
Las
maderas estaban carcomidas por el paso de los años. En la primera caja había un
heterogéneo montón de paja maloliente, y, bajo el mismo, los avezados ojos de
Barrientos distinguieron las elegantes formas de un fusil de asalto Enfield, de comienzos del siglo XX.
-Se
remontan a la Guerra Civil; pertenecieron a la Quinta Brigada –dijo la mujer.
-¿Acaso
al mítico batallón irlandés de Frank Ryan? –se admiró Barrientos.
-En
efecto, mi abuelo les ofreció este lugar para guardar sus armas. He contado
unos trescientos fusiles. Y hay municiones sin cuento.
-¿Y
cómo fue que los dejaron abandonados aquí?
-Parece
ser que gran parte del batallón se vio aislado en plena refriega, durante la
batalla del Jarama, y no tuvieron posibilidad de despachar a nadie en busca de
este arsenal –Acto seguido añadió-: ¿Se podría hacer algo con estos fusiles?
-Necesitarían
una buena limpieza y puesta a punto, y habría que ver en qué estado se
encuentra la munición tras más de setenta años de abandono.
-La
revolución (o lo que sea que obremos al final) ya tiene armamento. Sólo falta
la instrucción militar, y aquí es donde entras tú.
-Esto
necesita meditarse con calma. Para empezar, hace falta mucha gente de
comprobada lealtad. Y esto no es fácil.
-Buscando
se encuentra todo –aseveró la catedrática, con la mitad de su rostro fuera del
alcance de la linterna.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).