domingo, 26 de febrero de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (III) - El camarada Barrientos



II. El alma de la revuelta

 El “15 de mayo” (15-M) no fue más que el prólogo de lo que se esperaba que se avecinara posteriormente. Diego Barrientos, a pesar de su vida pasada, amaba la enseñanza; de ahí su odio hacia todo lo que revistiera injusticia u opresión. Ejercía de profesor de biología y geología en un instituto público del extrarradio de Madrid. No había tenido suerte en la vida; su mujer y su hijo de nueve años habían fallecido en un desgraciado accidente de tráfico, del cual él había escapado milagrosamente ileso; le hubiera gustado morir también. No tenía grandes metas a las que destinar el resto de su vida, y por eso decidió consagrarse a luchar por lo que era justo desde su puesto en las aulas. Diego Barrientos tenía el cuerpo martirizado por las aflicciones de la existencia, pero era capaz de exigirle los mayores esfuerzos físicos: podía correr, saltar y caminar por escarpadas pendientes; podía protegerse de las agresiones súbitas, peleando como un consumado púgil, y negar a su organismo el alimento y la bebida si hubiera necesidad de ello. No le encontraba sentido a su vida, hasta el punto de no sentir miedo por nada. No era buena idea atizar el furor de Barrientos; lo sabían bien sus compañeros de trabajo y todos los que en alguna ocasión habían intentado hacerle la zancadilla. Estaba solo y no tenía nada que perder. Por eso la justicia social era su ideal y el principal objeto de su quehacer diario.

Cuando se iniciaron las movilizaciones del 15-M, él fue de los primeros en destacarse en la más avanzada línea de frente. Arengó a las multitudes en la Puerta del Sol, con un fervor que no era igualado por ninguno de los que le escuchaban. Consiguió que lo calificaran desdeñosamente de “indignado” o “perroflauta”. Se alió con los desempleados y los sin techo, con miras a buscar una trasformación de la sociedad desde sus más primarios estratos. Su pasión era tan desbordante, que consumía a todos los llegaran a concebir algún interés por sus ideas. No había término medio: o conseguía adeptos inquebrantables a su persona o los más encarnizados antagonistas. Diego Barrientos no era de los que dejara indiferentes a los que tuvieran ocasión de conocerle.

Aunque actualmente se dedicara a la enseñanza de la biología y la geología, su pasado no podía ser más trepidante: había sido oficial del arma de infantería durante los borrascosos tiempos de la Guerra del Golfo Pérsico y los inicios de las hostilidades en Bosnia. Formó parte de la misión de los cascos azules de la ONU enviados al teatro de operaciones de este último conflicto. Estuvo destacado en Mostar, donde conoció el horror de la guerra balcánica y los niveles de depravación a que puede llegar el alma humana. Allí fue donde se apercibió de que la violencia, aunque se maquillara de defensa de la libertad y la dignidad humanas, no podía ser el oficio en el que empleara los mejores años de su vida. Decidió, pues, presentar su renuncia como capitán e intentar reintegrarse a la vida civil. Su comandante en jefe, el teniente coronel Juan Miguel Bertin, le dedicó una ristra de los peores epítetos al hacerle partícipe de su decisión.

-Eres un cobarde de la peor calaña. Te desprecio y no quiero saber más de ti. ¡Fuera de mi presencia!

Barrientos se aguardaba semejante reacción por parte de militar con tan mal genio como era el teniente coronel Bertin. Salió del despacho de este último sin pronunciar palabra, olvidándose hasta de hacer el saludo militar. España, la patria, le esperaba para iniciar una buena vida.

Como fuera poseedor de la licenciatura en ciencias biológicas, le valió para presentarse a las oposiciones de enseñanza secundaria en esta misma especialidad. Y, para su asombro y alegría, las ganó al primer intento. Fue destinado a un instituto de la periferia de Madrid para pasar el período de funcionario en prácticas. Allí conoció a Clara, una bonita profesora de inglés que estaba llamada a ser su esposa y la madre de Borja, su único hijo. Pese a lo apacible del nuevo destino que se había forjado, en su alma seguía abierta la herida producida por los horrores que presenciara en Mostar. Sus sueños nocturnos aún aparecían poblados por las patéticas imágenes de las niñas violadas repetidas veces, de los campos de minas y los edificios carbonizados y descuajados por las bombas, de los constantes abusos de los grupos paramilitares, de los hospitales plagados de ratas y sangre coagulada, del cielo manchado con fétidas humaredas negras, del hambre, el terror y la desesperación en los ojos de la población civil. La lluvia con sabor a muerte, las noches de espanto patrullando en vehículos acorazados las calles donde abundaban los francotiradores. Barrientos sabía que le costaría despojarse de tanto sufrimiento como había acaparado en su oficio de militar de carrera.

El peso de tantos horrores vividos, unido a la desdicha de la muerte de su mujer y su hijo, provocó en él una repulsión instintiva hacia toda clase de injusticia y opresión. Dentro de su cometido como docente, se dio cuenta de los abusos y atropellos a que era sometida la educación, y de rechazo la cultura, en las torpes manos de los políticos de turno. Las desigualdades sociales parten de una educación deficiente, reflexionaba a menudo. Una nación no puede crecer sana y vigorosa si falla uno de los pilares principales sobre los que se cimenta la libertad y el bienestar de los pueblos, esto es, la sagrada educación.

Barrientos comenzó a destacarse más de lo que le hubiera sido conveniente. Si la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid estrangulaba a los docentes con disposiciones estériles y burocracias incomprensibles, él, Diego Barrientos, no podía aceptarlo como cordero que llevan al matadero. Su vena militar no se había extinguido del todo, quedándole como resto una impetuosidad que sorprendía a propios y extraños. Sus reivindicaciones no podían limitarse a meras manifestaciones en los claustros de profesores; era necesario llegar más allá, la libertad necesitaba conquistarse continuamente.

Pronto se rodeó de un nutrido séquito de adeptos a sus ideas, entre los que destacaban: Arsenio Corchado, profesor de lengua castellana y literatura; Delia Llamazares, maestra de pedagogía terapéutica; José Carlos Rubio, funcionario administrativo, y María de la Encina Canales, catedrática de matemáticas. Esta última era una mujer ya mayor, que por amor a la enseñanza había dejado pasar la oportunidad de la jubilación anticipada para funcionarios docentes. Debió ser bella en su juventud, ahora tenía los cabellos sembrados de canas y no se conocían los pormenores de su vida social; antes bien, corría el rumor de que pasaba su tiempo libre en la intimidad de su hogar, rodeada de plantas, gatos y libros que escalaban las altas paredes, robando protagonismo a cualquier otro adorno.

-Sé que fuiste un militar esforzado –le decía a Barrientos a cada dos por tres.

-El estamento militar no fue creado para servir de amparo a injusticias –respondía el interpelado con afectado empaque filosófico.

-Por eso mismo confiaré en ti cuando sea necesario pasar a la acción.

Tales palabras provocaron no pocas conjeturas en las inquietas mientes de Barrientos. La catedrática tenía un algo de profetisa; sus ojos eran capaces de perforar la envoltura mortal de las personas y adentrarse en los sinuosos corredores del alma.    

-La democracia en manos de mediocres se puede volver un arma mortífera –declaró Barrientos con pleno convencimiento.

-Tú podrás demostrarlo –dijo la catedrática Canales-. Sólo necesitas los medios para lograrlo, y yo puedo proporcionártelos.

Barrientos levantó el entrecejo.

-No entiendo lo que pretendes insinuar, María de la Encina.

-Si yo te ofreciera armas, ¿qué harías con ellas?

No supo qué contestar a lo primero; se le quedó el aire atascado en la garganta. ¡Armas!... Para él no tenían secretos. Pero el uso de las armas implica responsabilidades y dilemas morales sin cuento.

-Tú has sido militar –prosiguió María de la Encina-. Sabes manejar armas y sabrías organizar y adiestrar un pelotón de asalto.

Barrientos tragó saliva y aspiró una buena bocanada de aire. Los nervios se le estaban destemplando. Súbitas imágenes de tiempos ya lejanos acudieron a su mente. Guerra, sangre, violencia y estallido de armas. ¡Otra vez la muerte provocada!

-María de la Encina, preferiría encontrar otra solución.

-Las armas se inventaron para buscar soluciones cuando no podían ser encontradas por medios ordinarios.

-Vivimos en una democracia, en un estado de derecho…

-La democracia representa un medio incontrolado de lucro en manos de los políticos corruptos. El pueblo decide en las urnas, pero nunca asume el control de la labor de los gobernantes; y la sabiduría del pueblo queda por encima de los mismos mecanismos democráticos y de las instituciones que de éstos dimanan.

-¿Sugieres, pues, una revolución?

-Sugiero hacer entender al pueblo que es necesario erradicar la corrupción de la labor política.

-No es sencillo, María de la Encina. Las revoluciones alcanzan su plenitud en los usos democráticos. Si se atenta contra la democracia, ¿en qué parará todo? ¿Acaso en la vuelta a la barbarie de un régimen dictatorial en nombre de la libertad de los pueblos?

-Para entrar a la acción no es necesario tener todos los interrogantes con respuesta. Acompáñame a mi casa. Tengo algo que mostrarte.

Así lo hicieron. La casa de la catedrática Canales tenía rasgos de palacete decimonónico. Techos altos que se perdían en las sombras de los frisos de escayola, presencia de plantas exóticas por doquier, estanterías repletas hasta la exageración, habitaciones misteriosas cerradas con llave. Barrientos se preguntaba cómo su amiga podía vivir sola en semejante caserón, lleno de maullidos e impregnado de aromas de flores empalagosas y orines de gato.

-Hay un sótano que descubrí casualmente en los años 70 –indicó la catedrática-. Allí es adonde deseo llevarte.

Bajaron una serie de escalones tan angostos, que se dirían conducentes a una mazmorra de los tiempos de la Inquisición. La luz era harto escasa, y resultaba necesario valerse del auxilio de dos linternas. Accedieron a una especie de bodega de aspecto claustrofóbico, donde había apiladas varias cajas de madera de pino, de forma rectangular predominantemente. Olía fuertemente a polvo, moho y humedad.

-Diego, abre una de las cajas.

Las maderas estaban carcomidas por el paso de los años. En la primera caja había un heterogéneo montón de paja maloliente, y, bajo el mismo, los avezados ojos de Barrientos distinguieron las elegantes formas de un fusil de asalto Enfield, de comienzos del siglo XX.

-Se remontan a la Guerra Civil; pertenecieron a la Quinta Brigada –dijo la mujer.

-¿Acaso al mítico batallón irlandés de Frank Ryan? –se admiró Barrientos.

-En efecto, mi abuelo les ofreció este lugar para guardar sus armas. He contado unos trescientos fusiles. Y hay municiones sin cuento.

-¿Y cómo fue que los dejaron abandonados aquí?

-Parece ser que gran parte del batallón se vio aislado en plena refriega, durante la batalla del Jarama, y no tuvieron posibilidad de despachar a nadie en busca de este arsenal –Acto seguido añadió-: ¿Se podría hacer algo con estos fusiles?

-Necesitarían una buena limpieza y puesta a punto, y habría que ver en qué estado se encuentra la munición tras más de setenta años de abandono.

-La revolución (o lo que sea que obremos al final) ya tiene armamento. Sólo falta la instrucción militar, y aquí es donde entras tú.

-Esto necesita meditarse con calma. Para empezar, hace falta mucha gente de comprobada lealtad. Y esto no es fácil.

-Buscando se encuentra todo –aseveró la catedrática, con la mitad de su rostro fuera del alcance de la linterna. 

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


domingo, 12 de febrero de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (II) - Irene en el atardecer



Comenzó el curso 2011/2012. Había gran agitación en el ramo de la enseñanza pública, por los recortes económicos que se venían practicando en vista de la galopante recesión que sufría el país y que también se estaba haciendo notar con especial virulencia allende sus fronteras. En el Principado de Asturias esta agitación no alcanzaba los niveles escandalosos que apuntaban otras comunidades autónomas. España registraba una tasa de desempleo que afectaba a más del 20% de la población activa. El tan cacareado estado del bienestar se iba desmoronando a pasos agigantados. Durante la primavera que había quedado atrás, hubo una multitudinaria corriente de protesta que dio en denominarse “Movimiento 15 de Mayo”, si bien con el transcurso de los meses a gran parte de sus integrantes se les acabó aplicando el despectivo apelativo de “perroflautas”. El otoño había comenzado muy caliente en el ramo de la enseñanza no universitaria, sobre todo en las comunidades autónomas donde se habían practicado severos recortes en materia de educación. Surgió la llamada “Marea Verde” en defensa de la enseñanza pública, que alcanzó proporciones clamorosas en las comunidades de Madrid y de Castilla-La Mancha. Muchos profesores marcharon a la huelga, y encabezaron protestas y manifestaciones con la distintiva camiseta verde, que ostentaba el lema: “Escuela pública: de tod@s para tod@s”. Desde el ramo de la enseñanza privada, como contrapartida, no se contemplaban los recortes económicos con el mismo pavor que en el sector público.

Guzmán de Arteaga vivía en su mundo de elucubraciones científicas, y la política y las agitaciones sociales constituían el menor de sus intereses. Sin embargo, a menudo las circunstancias se acaban imponiendo a las preferencias personales, y esto lo acabaría corroborando Guzmán de Arteaga con los acontecimientos que estaban a punto de producirse ese otoño de 2011.

Una tarde se quedó solo, como era habitual, en su aula-laboratorio. El sol del atardecer extendía una lámina de oro viejo sobre la superficie de un mar en calma. Comenzaban a encenderse las luces de Gijón en calles, plazas y edificios. No soplaba un viento desapacible, y la temperatura era bastante llevadera. La mente de Guzmán de Arteaga permanecía inusualmente estática. Parecía como si algo insólito estuviese a punto de verificarse; era un instante que se diría adecuado para apariciones fantasmales. La mortecina claridad de la tarde huía por los amplios ventanales, cuando de súbito se escuchó el sonido de la puerta del laboratorio al ser abierta. Guzmán de Arteaga ladeó expectante la cabeza.

-¿Quién anda ahí? –preguntó-. ¿Eres , Ederita?

-Soy Irene –dijo una voz de hada.

El corazón se le agitó en el pecho. Delante de él hizo su aparición la alumna que tantas muestras de simpatía le brindaba cotidianamente.

-¿Qué quiere, señorita Irene?

-Subía por la calle hasta el parque, y he visto por las ventanas que usted estaba en el laboratorio.

-Siempre estoy en el laboratorio –suspiró Guzmán de Arteaga.

-¿Por qué siempre se le ve a usted tan solo? –preguntó Irene con mirada conmovida.

-Estar solo no es un sufrimiento, señorita Irene. En la vida cada uno tiene sus circunstancias, y llega un momento en que se han de aceptar, a menos que uno quiera negarse a sí mismo.

-¿No tiene usted amigos?

-¿Qué falta le puedo hacer yo a los amigos?

Guzmán de Arteaga pulsó un interruptor, y alumbraron los tubos fluorescentes del laboratorio. Por el confín más distante del mar se extinguía el último retazo de luz diurna.

-Piensa usted demasiado profundamente para mí –manifestó Irene.

-Así es como piensan los que se pasan la vida dentro de sí mismos… En fin,  señorita Irene, ¿por qué ha venido aquí?

-Quería estar un poquito con usted –dijo ella, temblando como una hoja.

Guzmán de Arteaga dejó caer sus posaderas en el inmediato banco de laboratorio.

-No lo entiendo, señorita Irene… Y yo puedo entender muchas cosas.

-Yo tampoco lo entiendo, profesor. Es como si mis piernas me hubieran guiado a este laboratorio.

-Yo podría ser su padre, pero nunca me casé ni tuve hijos.

-Un nunca puede acabar convirtiéndose en un siempre.

Guzmán de Arteaga esbozó una imperceptible sonrisa.

-Puedo entender que sus últimas palabras han sido muy hermosas –dijo sin reprimir su emoción.

-A mí me gustaría poder entenderle a usted –prosiguió Irene-. En el colegio hablan mucho de usted, pero es muy poco lo que se sabe de usted.

-Hay cosas más interesantes que merecen ser sabidas.

-Por ejemplo, nadie le ve cuando hay misa en la capilla.

-Yo no creo en Dios.

-¿Y por qué trabaja entonces en un colegio religioso?

-El director me dijo una vez algo que me dejó pensativo: si yo no creía en Dios, al menos Dios creía en mí… y era posible que algún día terminara creyendo por mera reciprocidad.

-Yo sí que creo en Dios.

-Y me parece muy bien, señorita Irene. Siempre es beneficioso y conveniente creer en algo que está más allá de la propia comprensión.

Irene emitió un suspiro inaudible. Ella quería comprenderlo todo y hacerle comprender a Guzmán de Arteaga algo que sin duda escaparía a los límites de su comprensión. Y también le gustaría saber qué le atraía de ese hombre circunspecto, feo y estrafalario. ¿Era posible que él hubiera sido alguna vez guapo y atractivo?

-Profesor, yo sé bailar –dijo de un modo imprevisible-. ¿No lo sabía usted?

Guzmán de Arteaga abrió unos ojos como platos tras los vidrios de sus lentes.

-Desconozco la vida privada de mis alumnos.

-Llevo aprendiendo ballet desde que tenía cinco años –prosiguió Irene-, y hasta ahora no me he atrevido a decirle a alguien que venga a verme a alguna de mis actuaciones.

-Yo no suelo ir a espectáculos de masas, mi querida señorita. Pero le aseguro que en su caso estaría dispuesto a hacer una excepción.

-Dios me dio el talento de la danza, lo mismo que a usted le dio el de saber todas las cosas que sabe.

-Lo que usted opine me parece muy respetable.

El silencio se tornó espeso como la profundidad del océano. Guzmán de Arteaga sintió que le nacían deseos de amar y abrazar, pero su propia edad y la palpable presencia del ideal de Ederita mantuvieron sus miembros exánimes.

La penumbra hubiera alcanzado todos los rincones del aula-laboratorio de no ser por los rabiosos tubos fluorescentes. Irene respiraba como el pájaro cautivo en la red; era tan joven y tan linda… Sus ojos brillaban como las Cámaras del Sur en lo recóndito del firmamento. Ella también deseaba amar y abrazar, pero algo en su interior le prevenía que era imposible en ese preciso instante.

-Creo que llega el momento de irme –dijo con frase dubitativa.

-Yo también me tendré que ir de aquí a un rato –informó Guzmán de Arteaga.

-Adiós, profesor.

-Hasta pronto, señorita Irene.

La joven se marchó rauda como la brisa marina. Al cabo de un minuto, ya en la calle, su silueta se confundía con los últimos restos de fulgor de la anochecida. Guzmán de Arteaga atisbaba por el ventanal. Había un soplo de lluvia tremolando en su corazón. Una esperanza tan remota que acaso no pudiera tener cumplimiento en el espacio de su restante vida.

La penumbra del exterior se mudó en tinieblas. Guzmán de Arteaga tardaría aún mucho tiempo en emprender el regreso a su casa.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).