domingo, 12 de febrero de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (II) - Irene en el atardecer



Comenzó el curso 2011/2012. Había gran agitación en el ramo de la enseñanza pública, por los recortes económicos que se venían practicando en vista de la galopante recesión que sufría el país y que también se estaba haciendo notar con especial virulencia allende sus fronteras. En el Principado de Asturias esta agitación no alcanzaba los niveles escandalosos que apuntaban otras comunidades autónomas. España registraba una tasa de desempleo que afectaba a más del 20% de la población activa. El tan cacareado estado del bienestar se iba desmoronando a pasos agigantados. Durante la primavera que había quedado atrás, hubo una multitudinaria corriente de protesta que dio en denominarse “Movimiento 15 de Mayo”, si bien con el transcurso de los meses a gran parte de sus integrantes se les acabó aplicando el despectivo apelativo de “perroflautas”. El otoño había comenzado muy caliente en el ramo de la enseñanza no universitaria, sobre todo en las comunidades autónomas donde se habían practicado severos recortes en materia de educación. Surgió la llamada “Marea Verde” en defensa de la enseñanza pública, que alcanzó proporciones clamorosas en las comunidades de Madrid y de Castilla-La Mancha. Muchos profesores marcharon a la huelga, y encabezaron protestas y manifestaciones con la distintiva camiseta verde, que ostentaba el lema: “Escuela pública: de tod@s para tod@s”. Desde el ramo de la enseñanza privada, como contrapartida, no se contemplaban los recortes económicos con el mismo pavor que en el sector público.

Guzmán de Arteaga vivía en su mundo de elucubraciones científicas, y la política y las agitaciones sociales constituían el menor de sus intereses. Sin embargo, a menudo las circunstancias se acaban imponiendo a las preferencias personales, y esto lo acabaría corroborando Guzmán de Arteaga con los acontecimientos que estaban a punto de producirse ese otoño de 2011.

Una tarde se quedó solo, como era habitual, en su aula-laboratorio. El sol del atardecer extendía una lámina de oro viejo sobre la superficie de un mar en calma. Comenzaban a encenderse las luces de Gijón en calles, plazas y edificios. No soplaba un viento desapacible, y la temperatura era bastante llevadera. La mente de Guzmán de Arteaga permanecía inusualmente estática. Parecía como si algo insólito estuviese a punto de verificarse; era un instante que se diría adecuado para apariciones fantasmales. La mortecina claridad de la tarde huía por los amplios ventanales, cuando de súbito se escuchó el sonido de la puerta del laboratorio al ser abierta. Guzmán de Arteaga ladeó expectante la cabeza.

-¿Quién anda ahí? –preguntó-. ¿Eres , Ederita?

-Soy Irene –dijo una voz de hada.

El corazón se le agitó en el pecho. Delante de él hizo su aparición la alumna que tantas muestras de simpatía le brindaba cotidianamente.

-¿Qué quiere, señorita Irene?

-Subía por la calle hasta el parque, y he visto por las ventanas que usted estaba en el laboratorio.

-Siempre estoy en el laboratorio –suspiró Guzmán de Arteaga.

-¿Por qué siempre se le ve a usted tan solo? –preguntó Irene con mirada conmovida.

-Estar solo no es un sufrimiento, señorita Irene. En la vida cada uno tiene sus circunstancias, y llega un momento en que se han de aceptar, a menos que uno quiera negarse a sí mismo.

-¿No tiene usted amigos?

-¿Qué falta le puedo hacer yo a los amigos?

Guzmán de Arteaga pulsó un interruptor, y alumbraron los tubos fluorescentes del laboratorio. Por el confín más distante del mar se extinguía el último retazo de luz diurna.

-Piensa usted demasiado profundamente para mí –manifestó Irene.

-Así es como piensan los que se pasan la vida dentro de sí mismos… En fin,  señorita Irene, ¿por qué ha venido aquí?

-Quería estar un poquito con usted –dijo ella, temblando como una hoja.

Guzmán de Arteaga dejó caer sus posaderas en el inmediato banco de laboratorio.

-No lo entiendo, señorita Irene… Y yo puedo entender muchas cosas.

-Yo tampoco lo entiendo, profesor. Es como si mis piernas me hubieran guiado a este laboratorio.

-Yo podría ser su padre, pero nunca me casé ni tuve hijos.

-Un nunca puede acabar convirtiéndose en un siempre.

Guzmán de Arteaga esbozó una imperceptible sonrisa.

-Puedo entender que sus últimas palabras han sido muy hermosas –dijo sin reprimir su emoción.

-A mí me gustaría poder entenderle a usted –prosiguió Irene-. En el colegio hablan mucho de usted, pero es muy poco lo que se sabe de usted.

-Hay cosas más interesantes que merecen ser sabidas.

-Por ejemplo, nadie le ve cuando hay misa en la capilla.

-Yo no creo en Dios.

-¿Y por qué trabaja entonces en un colegio religioso?

-El director me dijo una vez algo que me dejó pensativo: si yo no creía en Dios, al menos Dios creía en mí… y era posible que algún día terminara creyendo por mera reciprocidad.

-Yo sí que creo en Dios.

-Y me parece muy bien, señorita Irene. Siempre es beneficioso y conveniente creer en algo que está más allá de la propia comprensión.

Irene emitió un suspiro inaudible. Ella quería comprenderlo todo y hacerle comprender a Guzmán de Arteaga algo que sin duda escaparía a los límites de su comprensión. Y también le gustaría saber qué le atraía de ese hombre circunspecto, feo y estrafalario. ¿Era posible que él hubiera sido alguna vez guapo y atractivo?

-Profesor, yo sé bailar –dijo de un modo imprevisible-. ¿No lo sabía usted?

Guzmán de Arteaga abrió unos ojos como platos tras los vidrios de sus lentes.

-Desconozco la vida privada de mis alumnos.

-Llevo aprendiendo ballet desde que tenía cinco años –prosiguió Irene-, y hasta ahora no me he atrevido a decirle a alguien que venga a verme a alguna de mis actuaciones.

-Yo no suelo ir a espectáculos de masas, mi querida señorita. Pero le aseguro que en su caso estaría dispuesto a hacer una excepción.

-Dios me dio el talento de la danza, lo mismo que a usted le dio el de saber todas las cosas que sabe.

-Lo que usted opine me parece muy respetable.

El silencio se tornó espeso como la profundidad del océano. Guzmán de Arteaga sintió que le nacían deseos de amar y abrazar, pero su propia edad y la palpable presencia del ideal de Ederita mantuvieron sus miembros exánimes.

La penumbra hubiera alcanzado todos los rincones del aula-laboratorio de no ser por los rabiosos tubos fluorescentes. Irene respiraba como el pájaro cautivo en la red; era tan joven y tan linda… Sus ojos brillaban como las Cámaras del Sur en lo recóndito del firmamento. Ella también deseaba amar y abrazar, pero algo en su interior le prevenía que era imposible en ese preciso instante.

-Creo que llega el momento de irme –dijo con frase dubitativa.

-Yo también me tendré que ir de aquí a un rato –informó Guzmán de Arteaga.

-Adiós, profesor.

-Hasta pronto, señorita Irene.

La joven se marchó rauda como la brisa marina. Al cabo de un minuto, ya en la calle, su silueta se confundía con los últimos restos de fulgor de la anochecida. Guzmán de Arteaga atisbaba por el ventanal. Había un soplo de lluvia tremolando en su corazón. Una esperanza tan remota que acaso no pudiera tener cumplimiento en el espacio de su restante vida.

La penumbra del exterior se mudó en tinieblas. Guzmán de Arteaga tardaría aún mucho tiempo en emprender el regreso a su casa.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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