Comenzó
el curso 2011/2012. Había gran agitación en el ramo de la enseñanza pública,
por los recortes económicos que se venían practicando en vista de la galopante
recesión que sufría el país y que también se estaba haciendo notar con especial
virulencia allende sus fronteras. En el Principado de Asturias esta agitación
no alcanzaba los niveles escandalosos que apuntaban otras comunidades
autónomas. España registraba una tasa de desempleo que afectaba a más del 20%
de la población activa. El tan cacareado estado del bienestar se iba
desmoronando a pasos agigantados. Durante la primavera que había quedado atrás,
hubo una multitudinaria corriente de protesta que dio en denominarse “Movimiento
15 de Mayo”, si bien con el transcurso de los meses a gran parte de sus integrantes
se les acabó aplicando el despectivo apelativo de “perroflautas”. El otoño
había comenzado muy caliente en el ramo de la enseñanza no universitaria, sobre
todo en las comunidades autónomas donde se habían practicado severos recortes
en materia de educación. Surgió la llamada “Marea Verde” en defensa de la
enseñanza pública, que alcanzó proporciones clamorosas en las comunidades de
Madrid y de Castilla-La Mancha. Muchos profesores marcharon a la huelga, y
encabezaron protestas y manifestaciones con la distintiva camiseta verde, que
ostentaba el lema: “Escuela pública: de tod@s para tod@s”. Desde el ramo de la
enseñanza privada, como contrapartida, no se contemplaban los recortes
económicos con el mismo pavor que en el sector público.
Guzmán
de Arteaga vivía en su mundo de elucubraciones científicas, y la política y las
agitaciones sociales constituían el menor de sus intereses. Sin embargo, a
menudo las circunstancias se acaban imponiendo a las preferencias personales, y
esto lo acabaría corroborando Guzmán de Arteaga con los acontecimientos que
estaban a punto de producirse ese otoño de 2011.
Una
tarde se quedó solo, como era habitual, en su aula-laboratorio. El sol del
atardecer extendía una lámina de oro viejo sobre la superficie de un mar en calma. Comenzaban a encenderse las luces de Gijón en calles, plazas y edificios.
No soplaba un viento desapacible, y la temperatura era bastante llevadera. La
mente de Guzmán de Arteaga permanecía inusualmente estática. Parecía como si
algo insólito estuviese a punto de verificarse; era un instante que se diría
adecuado para apariciones fantasmales. La mortecina claridad de la tarde huía
por los amplios ventanales, cuando de súbito se escuchó el sonido de la puerta
del laboratorio al ser abierta. Guzmán de Arteaga ladeó expectante la cabeza.
-¿Quién
anda ahí? –preguntó-. ¿Eres tú,
Ederita?
-Soy
Irene –dijo una voz de hada.
El
corazón se le agitó en el pecho. Delante de él hizo su aparición la alumna que
tantas muestras de simpatía le brindaba cotidianamente.
-¿Qué
quiere, señorita Irene?
-Subía
por la calle hasta el parque, y he visto por las ventanas que usted estaba en
el laboratorio.
-Siempre
estoy en el laboratorio –suspiró Guzmán de Arteaga.
-¿Por
qué siempre se le ve a usted tan solo? –preguntó Irene con mirada conmovida.
-Estar
solo no es un sufrimiento, señorita Irene. En la vida cada uno tiene sus
circunstancias, y llega un momento en que se han de aceptar, a menos que uno
quiera negarse a sí mismo.
-¿No
tiene usted amigos?
-¿Qué
falta le puedo hacer yo a los amigos?
Guzmán
de Arteaga pulsó un interruptor, y alumbraron los tubos fluorescentes del
laboratorio. Por el confín más distante del mar se extinguía el último retazo
de luz diurna.
-Piensa
usted demasiado profundamente para mí –manifestó Irene.
-Así
es como piensan los que se pasan la vida dentro de sí mismos… En fin, señorita Irene, ¿por qué ha venido aquí?
-Quería
estar un poquito con usted –dijo ella, temblando como una hoja.
Guzmán
de Arteaga dejó caer sus posaderas en el inmediato banco de laboratorio.
-No
lo entiendo, señorita Irene… Y yo puedo entender muchas cosas.
-Yo
tampoco lo entiendo, profesor. Es como si mis piernas me hubieran guiado a este
laboratorio.
-Yo
podría ser su padre, pero nunca me casé ni tuve hijos.
-Un
nunca puede acabar convirtiéndose en
un siempre.
Guzmán
de Arteaga esbozó una imperceptible sonrisa.
-Puedo
entender que sus últimas palabras han sido muy hermosas –dijo sin reprimir su
emoción.
-A
mí me gustaría poder entenderle a usted –prosiguió Irene-. En el colegio hablan
mucho de usted, pero es muy poco lo que se sabe de usted.
-Hay
cosas más interesantes que merecen ser sabidas.
-Por
ejemplo, nadie le ve cuando hay misa en la capilla.
-Yo
no creo en Dios.
-¿Y
por qué trabaja entonces en un colegio religioso?
-El
director me dijo una vez algo que me dejó pensativo: si yo no creía en Dios, al
menos Dios creía en mí… y era posible que algún día terminara creyendo por mera
reciprocidad.
-Yo
sí que creo en Dios.
-Y
me parece muy bien, señorita Irene. Siempre es beneficioso y conveniente creer
en algo que está más allá de la propia comprensión.
Irene
emitió un suspiro inaudible. Ella quería comprenderlo todo y hacerle comprender
a Guzmán de Arteaga algo que sin duda escaparía a los límites de su
comprensión. Y también le gustaría saber qué le atraía de ese hombre
circunspecto, feo y estrafalario. ¿Era posible que él hubiera sido alguna vez
guapo y atractivo?
-Profesor,
yo sé bailar –dijo de un modo imprevisible-. ¿No lo sabía usted?
Guzmán
de Arteaga abrió unos ojos como platos tras los vidrios de sus lentes.
-Desconozco
la vida privada de mis alumnos.
-Llevo
aprendiendo ballet desde que tenía cinco años –prosiguió Irene-, y hasta ahora
no me he atrevido a decirle a alguien que venga a verme a alguna de mis
actuaciones.
-Yo
no suelo ir a espectáculos de masas, mi querida señorita. Pero le aseguro que
en su caso estaría dispuesto a hacer una excepción.
-Dios
me dio el talento de la danza, lo mismo que a usted le dio el de saber todas
las cosas que sabe.
-Lo
que usted opine me parece muy respetable.
El
silencio se tornó espeso como la profundidad del océano. Guzmán de Arteaga
sintió que le nacían deseos de amar y abrazar, pero su propia edad y la
palpable presencia del ideal de Ederita mantuvieron sus miembros exánimes.
La
penumbra hubiera alcanzado todos los rincones del aula-laboratorio de no ser
por los rabiosos tubos fluorescentes. Irene respiraba como el pájaro cautivo en
la red; era tan joven y tan linda… Sus ojos brillaban como las Cámaras del Sur
en lo recóndito del firmamento. Ella también deseaba amar y abrazar, pero algo
en su interior le prevenía que era imposible en ese preciso instante.
-Creo
que llega el momento de irme –dijo con frase dubitativa.
-Yo
también me tendré que ir de aquí a un rato –informó Guzmán de Arteaga.
-Adiós,
profesor.
-Hasta
pronto, señorita Irene.
La
joven se marchó rauda como la brisa marina. Al cabo de un minuto, ya en la
calle, su silueta se confundía con los últimos restos de fulgor de la
anochecida. Guzmán de Arteaga atisbaba por el ventanal. Había un soplo de
lluvia tremolando en su corazón. Una esperanza tan remota que acaso no pudiera tener
cumplimiento en el espacio de su restante vida.
La
penumbra del exterior se mudó en tinieblas. Guzmán de Arteaga tardaría aún
mucho tiempo en emprender el regreso a su casa.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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