Así fue cómo Peter nos dejó. Huelga tratar de
explicar la tristeza que se adueñó de mí. En el transcurso del poco tiempo que
le traté, le había cobrado un gran cariño. Y ahora su muerte me dejaba en la
más triste soledad. ¿Cuánta gente querida
se me había ido para siempre? Conocer a personas y que éstas se marchen en el
mismo momento en que el afecto compartido alcanza el grado más alto, es
verdaderamente desolador.
Peter,
mi pequeño amigo, me hizo darme cuenta de que vivía moviéndome por un
erosionado sendero hacia la felicidad eterna, felicidad que él había alcanzado.
Ahora tendría la posibilidad de estar a cada momento cerca de su adorada lady
Jane, porque así son las almas de luz: les es dado estar cerca de sus seres
queridos. Sí, me confería algún consuelo saber que Peter estaría conmigo en
todas partes, en cada instante de mi vida. Pero entonces…, ¿por qué no se me
manifestaba? Misterio insondable. Yo ignoro que habrá más allá de la muerte;
tan sólo una fe inquebrantable se constituye como fuerte premonición de lo que
puede ser, y en la misma me congratulo.
Amanecía cuando el féretro, que contenía el cuerpo
de Peter, tocó el suelo de la fosa que Richard Johnson y yo habíamos cavado.
Durante las horas más oscuras de la noche habíamos transportado el cadáver al
reducto donde me había encontrado por primera vez al alquimista. Buscamos, como
emplazamiento de la tumba, el refugio de unos frondosos abedules, cuyas ramas,
despojadas por el invierno, cimbreaban al soplo de la brisa matutina.
Previamente nos habíamos hecho, en casa de un judío amigo de Richard Johnson, de
cuatro tablas para disponer un ataúd acorde a las dimensiones del cuerpo de
Peter.
Empezaba a llover cuando terminamos de cubrir la
fosa. Richard Johnson se ingenió de una cruz un tanto tosca con dos palos que
encontró en el sitio donde estuviera ubicada su choza de los experimentos
arriesgados.
Pese a que la lluvia arreciaba, nos quedamos los dos
en silenciosa contemplación de la tumba de Peter. Tal vez rezando, tal vez
lamentando, tal vez recordando.
Richard Johnson giró su cabeza para ocultarme unas
lágrimas renuentes, prueba irrefutable del amor que sentía por su sobrino. Yo,
pese a sentir mi alma destrozada, no conseguía que el llanto aflorase, algo que
me era francamente necesario. Resultaba evidente mi condena a padecer un dolor
sin lágrimas en ocasiones de extrema tristeza. Llorar era un consuelo que no
quedaba a mi alcance. No obstante, en mi ser imperaba la más pura aflicción.
Repasé mentalmente toda mi breve relación con Peter,
desde la primera vez que me lo encontré hasta que expiró en su lecho de muerte.
Con ciertos atisbos de sonrisa pude recordar la impresión que me causó cuando
se puso a hablarme, aquella Nochevieja de 1899, de su procedencia en el tiempo.
Por entonces él ya se había adueñado de toda mi simpatía. Su presencia fue un
paliativo al dolor por mi fracaso sentimental con Constance. Y después, cuando
empezó a hablarme de lady Jane, por la forma en que lo hizo me di cuenta que me
sería muy difícil no sentir afecto por aquella sentimental muchacha. Creo que
al final, de tanto como me la ponderaba, la terminé amando, y eso que aún no la
conocía. Y aún después, las desesperantes muestras de pasión por parte de
Peter, las cuales le condujeron a ese terrible percance con los perros; tal fue
su pasaporte a la otra vida. Y para acabar, la promesa que en sus últimos
alientos sacó de mis labios: impedir que lady Jane fuese ejecutada. Sólo así
logré que su muerte fuese placentera, en la seguridad de que su tío y yo
aunaríamos esfuerzos para que lady Jane, su querida lady Jane, se salvase de
esa terrible sentencia.
No existen palabras que puedan testimoniar con
absoluta fidelidad mi estado de ánimo en aquel momento. Era como una mezcla
agridulce de diversas sensaciones: tristeza, felicidad y paz, la paz del deber
cumplido. Me veía útil a mí mismo porque sabía que la causa por la que iba a
luchar era legítima: satisfacer los últimos deseos de un niño moribundo y
evitar que una hermosa joven muriera injustamente. Sentí como un fuego en mi
interior; Dios sabía que no escatimaría esfuerzos por hacer lo que consideraba
mi deber. Me impulsaba a ello una fuerza arrolladora; no iba a traicionar la
confianza de Peter.
Entonces desperté de la maraña de mis pensamientos,
y mis ojos se posaron otra vez en la recién cubierta tumba. Acerqué la mano a
mis párpados y percibí la tibieza de las lágrimas. ¡Por fin! Era maravilloso
sentir que se había roto esa corteza de amargura. Sin ser consciente de ello,
había estado llorando en el curso de mis reflexiones. Ahora tenía otro acicate
que me impulsaba a la acción: mi corazón no estaba seco; aún poseía el divino
tesoro de las lágrimas.
Teníamos que irnos ya. Una última mirada a la triste
sepultura.
«Peter, por todo lo más sagrado te prometo que no
permitiré que quiten la vida a nuestra querida lady Jane».
-Fin de la
tercera parte-
Aldea del Rey julio – septiembre de 1989
CONTINUARÁ…
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de
las nubes)