domingo, 19 de noviembre de 2017

Lady Jane (3ª Parte - y VII): El entierro de Peter




Así fue cómo Peter nos dejó. Huelga tratar de explicar la tristeza que se adueñó de mí. En el transcurso del poco tiempo que le traté, le había cobrado un gran cariño. Y ahora su muerte me dejaba en la más triste soledad. ¿Cuánta gente querida se me había ido para siempre? Conocer a personas y que éstas se marchen en el mismo momento en que el afecto compartido alcanza el grado más alto, es verdaderamente desolador.
Peter, mi pequeño amigo, me hizo darme cuenta de que vivía moviéndome por un erosionado sendero hacia la felicidad eterna, felicidad que él había alcanzado. Ahora tendría la posibilidad de estar a cada momento cerca de su adorada lady Jane, porque así son las almas de luz: les es dado estar cerca de sus seres queridos. Sí, me confería algún consuelo saber que Peter estaría conmigo en todas partes, en cada instante de mi vida. Pero entonces…, ¿por qué no se me manifestaba? Misterio insondable. Yo ignoro que habrá más allá de la muerte; tan sólo una fe inquebrantable se constituye como fuerte premonición de lo que puede ser, y en la misma me congratulo.
Amanecía cuando el féretro, que contenía el cuerpo de Peter, tocó el suelo de la fosa que Richard Johnson y yo habíamos cavado. Durante las horas más oscuras de la noche habíamos transportado el cadáver al reducto donde me había encontrado por primera vez al alquimista. Buscamos, como emplazamiento de la tumba, el refugio de unos frondosos abedules, cuyas ramas, despojadas por el invierno, cimbreaban al soplo de la brisa matutina. Previamente nos habíamos hecho, en casa de un judío amigo de Richard Johnson, de cuatro tablas para disponer un ataúd acorde a las dimensiones del cuerpo de Peter.
Empezaba a llover cuando terminamos de cubrir la fosa. Richard Johnson se ingenió de una cruz un tanto tosca con dos palos que encontró en el sitio donde estuviera ubicada su choza de los experimentos arriesgados.
Pese a que la lluvia arreciaba, nos quedamos los dos en silenciosa contemplación de la tumba de Peter. Tal vez rezando, tal vez lamentando, tal vez recordando.
Richard Johnson giró su cabeza para ocultarme unas lágrimas renuentes, prueba irrefutable del amor que sentía por su sobrino. Yo, pese a sentir mi alma destrozada, no conseguía que el llanto aflorase, algo que me era francamente necesario. Resultaba evidente mi condena a padecer un dolor sin lágrimas en ocasiones de extrema tristeza. Llorar era un consuelo que no quedaba a mi alcance. No obstante, en mi ser imperaba la más pura aflicción.
Repasé mentalmente toda mi breve relación con Peter, desde la primera vez que me lo encontré hasta que expiró en su lecho de muerte. Con ciertos atisbos de sonrisa pude recordar la impresión que me causó cuando se puso a hablarme, aquella Nochevieja de 1899, de su procedencia en el tiempo. Por entonces él ya se había adueñado de toda mi simpatía. Su presencia fue un paliativo al dolor por mi fracaso sentimental con Constance. Y después, cuando empezó a hablarme de lady Jane, por la forma en que lo hizo me di cuenta que me sería muy difícil no sentir afecto por aquella sentimental muchacha. Creo que al final, de tanto como me la ponderaba, la terminé amando, y eso que aún no la conocía. Y aún después, las desesperantes muestras de pasión por parte de Peter, las cuales le condujeron a ese terrible percance con los perros; tal fue su pasaporte a la otra vida. Y para acabar, la promesa que en sus últimos alientos sacó de mis labios: impedir que lady Jane fuese ejecutada. Sólo así logré que su muerte fuese placentera, en la seguridad de que su tío y yo aunaríamos esfuerzos para que lady Jane, su querida lady Jane, se salvase de esa terrible sentencia.
No existen palabras que puedan testimoniar con absoluta fidelidad mi estado de ánimo en aquel momento. Era como una mezcla agridulce de diversas sensaciones: tristeza, felicidad y paz, la paz del deber cumplido. Me veía útil a mí mismo porque sabía que la causa por la que iba a luchar era legítima: satisfacer los últimos deseos de un niño moribundo y evitar que una hermosa joven muriera injustamente. Sentí como un fuego en mi interior; Dios sabía que no escatimaría esfuerzos por hacer lo que consideraba mi deber. Me impulsaba a ello una fuerza arrolladora; no iba a traicionar la confianza de Peter.
Entonces desperté de la maraña de mis pensamientos, y mis ojos se posaron otra vez en la recién cubierta tumba. Acerqué la mano a mis párpados y percibí la tibieza de las lágrimas. ¡Por fin! Era maravilloso sentir que se había roto esa corteza de amargura. Sin ser consciente de ello, había estado llorando en el curso de mis reflexiones. Ahora tenía otro acicate que me impulsaba a la acción: mi corazón no estaba seco; aún poseía el divino tesoro de las lágrimas.
Teníamos que irnos ya. Una última mirada a la triste sepultura.
«Peter, por todo lo más sagrado te prometo que no permitiré que quiten la vida a nuestra querida lady Jane».

-Fin de la tercera parte-
Aldea del Rey julio – septiembre de 1989

CONTINUARÁ…

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


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