domingo, 25 de diciembre de 2011

Mi particular felicitación navideña

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Nicolás de Bari (270-345) fue un obispo conocido por su caridad angelical, su probada generosidad, su amor por los niños... En definitiva, el más claro exponente del espíritu navideño. Con razón sirvió de inspiración a la figura de Santa Claus. 


 Invocando su ejemplo, deseo felicitar la Navidad a todos los que pasen en algún momento por este blog. Es bueno creer en algo que supera los límites de la comprensión. Por eso, Nicolás de Bari no dudó cuando hubo de interceder por los tres inocentes que aparecen en la imagen, evitando de esta forma su ejecución. 


 Feliz Navidad y paz en la Tierra a los hombres que ama el Señor (que son todos, realmente).


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).

domingo, 18 de diciembre de 2011

Cuentos urbanos: Lautaro vivía en las cuevas (VI) - El adiós de la abuela Nila



Cinco días después, nadie hubiera pensado que Lautaro había pasado buena parte de su vida en las simas ocultas de la Tierra. El recibimiento que le tributó su familia fue clamoroso. Las lágrimas de emoción alternaban con las risas vehementes.

Lautaro encontró muchas diferencias en sus padres y sus hermanos; la riqueza y la opulencia les habían mudado la apariencia por completo. Sólo la abuela Nila conservaba su fisonomía de siempre, si bien lo profundo de sus arrugas y la nieve de sus cabellos delataban el inevitable paso del tiempo.

-¡Mi niño valeroso!... Por fin regresas a mi lado… Ahora ya puedo morirme tranquila.

A Lautaro se le formó un nudo en la garganta. No le gustó que su abuela, postrada en cama, pronunciara tales palabras. Sus emociones rebasaban la medida de lo que le era dable soportar. Verse rodeado de su familia, después de tan largo intervalo de separación, no tenía posible traslación al lenguaje hablado.

Pero al final los ánimos acabaron serenándose. Todos volvieron a sus quehaceres, y Lautaro habría de buscarle un sentido a su nueva existencia. Tras mucho sopesarlo, decidió irse a vivir con su hermana Arlene y la abuela Nila.

Ésta última se enfrentaba a las horas finales de su vida. Por más intentos que hiciera, no podía levantarse de la cama. Su voz se iba apagando gradualmente, lo mismo que sus fuerzas. Sus ojos suplían los requerimientos que sus labios no acertaban a pronunciar. Quería vivir para disfrutar más tiempo de la presencia de Lautaro, quien prácticamente no se movía de la cabecera de su cama.

Todos los demás de la familia estaban ocupados con sus tareas y otros azares de la vida; hasta la misma Arlene se veía absorbida por sus obligaciones en la universidad. Lautaro era el único que disponía de todo su tiempo para pasarlo al lado de la abuela Nila.

Y él la miraba y creía poder escuchar las palabras que a ella le hubiera gustado dedicarle. A veces el silencio se tornaba tan espeso, que se percibían cosas que escapaban al mundo tangible.

Escucha, Lautaro, presta atención a mis palabras.
Hoy estoy alegre como un pájaro,
cuando ayer lloraba como una bebita
por saber que no estabas a mi lado.

¿Qué hacías en las cuevas y barrancas,
si sabías que pendiente estaba mi vida
de una sola mirada tuya?
Quiero que me lo expliques.

Lautaro, querías vivir en soledad,
y era porque tus ojos tan profundos
eran incapaces de liberar las lágrimas
que por ti mis ojos han derramado.

Ya me estoy muriendo,
y será entonces cuando la soledad
te haga todo el daño
que a mí me produjo tu ausencia.

Lautaro, aprende a amar a las personas,
y entonces tu cueva
será la anchura entera del mundo.
No olvides mis palabras.


Lautaro se levantó de su asiento, besó la mano de arrugado nácar de su abuela y se acercó a la ventana. Sentía deseos de llorar.

En el exterior, los aires se poblaban con el revuelo otoñal de las hojas. El alma de Lautaro era como el pájaro solitario que, partiendo de los cielos grises, se adentraba en la lejanía buscando climas más apacibles.

La abuela Nila sonreía continuamente, pese a que sus fuerzas se iban consumiendo conforme los árboles se despojaban de sus hojas. Lautaro ocupaba sus manos en fabricar bellos obsequios para su abuela: un quetzal de suave madera de acacia, una rosa elaborada con papeles de colores, un espejo tallado en forma de luna en cuarto creciente, una litografía que representaba un risueño lago rodeado de vegetación frondosa… Los ojos del joven recordaban, y en esos recuerdos estaba presente la mirada amorosa de la abuela Nila.

Los padres de Lautaro acudían de visita con frecuencia, y siempre le preguntaban:

-¿Por qué no os venís a la casa grande? Allí os encontraríais más cómodos, y a la abuela no le faltarían cuidados.

En una de estas ocasiones, Lautaro oprimió los labios y respondió:

-Yo vivía en una gruta, y la habitación de la abuela, sombreada por los árboles de fuera de la ventana, me recuerda a mi antiguo hogar.

Una tarde lluviosa de mayo, la abuela Nila les dijo trabajosamente a sus nietos (Arlene y Lautaro):

-Me gustaría tener vuestras fuerzas y salir a bailar bajo la lluvia, como hacía de joven, cuando habitaba en una choza en el campo.

-¿Cómo te sientes, abuelita? –le preguntó Arlene, abocándose a su proximidad.

-Siento que me estoy elevando sobre los picos más altos de la cordillera, a punto de emprender el viaje más largo de mi existencia.

-Abuelita…

-No debes llorar, Arlene. Eres una joven bonita y pronto te casarás, pues estás a punto de encontrar al amor de tu vida.

-¡Oh, abuelita!

 -Lautaro, sin embargo, se quedará solitario para siempre. Sabe vivir sin la presencia de los humanos, y, cuando yo me vaya, descubrirá que no le hace falta vivir acompañado para encontrar la felicidad.

-¿Es eso cierto, abuelita? –preguntó Lautaro.

Las palabras de la abuela Nila ya eran pronunciadas desde un lugar muy distante. Lautaro sintió una pena profunda y corrosiva desenvolverse por toda su alma. Realmente, su abuela había manifestado su destino, el de Lautaro, con claridad meridiana; la gente empezaría a huir de su proximidad, y se quedaría solo para siempre. Cuando la abuela Nila se fuera para siempre, ya no tendría sentido su vida entre los humanos.

Una fresca mañana de junio, el cielo lucía despejado, sin una sola arruga de nubes que enturbiara su aparente uniformidad. La ventana permitía el paso de suaves resplandores dorados. La abuela Nila había pasado la noche, raro en ella, en un mismo sueño. Sus fuerzas se habían restaurado un tanto, y tenía el corazón lleno de optimismo. Sus ojos se fueron abriendo pausadamente, y recibieron la atropellada impresión de un milagro.

Sobre la repisa de la inmediata chimenea estaban alineadas siete fastuosas figuras de pájaros, todas ellas batidas en oro y guarnecidas de ricas pedrerías… Figuras como aquélla que fue el origen de la fortuna familiar.

-Abuelita, te las regalo todas –dijo Lautaro.

La abuela Nila hizo esfuerzos por hablar con nitidez.

-Mi niño, yo sabía que habías sido tú el que había traído esa figura a casa. La familia tiene todo que agradecerte. Y tú has sido el único que pudiendo vivir en la opulencia, te abrazaste a la humildad de la soledad.

-Estos pájaros son lo único que pude salvar del terremoto –explicó Lautaro-. Cada uno de ellos tiene el precio de un reino… Pero de nada le sirve un reino a quien no quiere gobernar ni ser gobernado.

-Lautaro, me queda muy poco tiempo en este mundo. Te comprendo muy bien, pero me gustaría que pasaras tu vida entre tu familia, codeándote con la gente. La soledad puede llegar a parecer un licor dulce al paladar; pero cuando vas sumando años, termina pesando como una losa, impidiendo el movimiento de tu alma.

Lautaro no ofreció ninguna respuesta. Tomó los pájaros de la repisa de la chimenea, y se los acercó a la abuela Nila para que pudiera admirarlos a su sabor.

-Estos pájaros acabarían con el hambre y la pobreza en la América Austral –dijo ella-; son los pájaros de las esperanzas cumplidas.

-Son los pájaros de la soledad –matizó Lautaro.

-Por eso mismo necesito que me dejes sola. Regresa al salón, al lado de tus padres y tus hermanos. Acompáñales y hazles comprender el amor que sientes por ellos. Te conozco, y sé que vas a pasar mucho tiempo sin verlos.

-Abuelita Nila…

-Yo estoy a punto de irme, querido mío. Pero no te entristezcas; mi amor se quedará contigo para siempre.

El silencio se aposentó en toda la alcoba, como si desde los aires se hubiese precipitado un pesado telón de boca. Lautaro hubo de realizar esfuerzos sobrehumanos para dejar a su abuela en soledad… Hay un instante en la vida en que la soledad es absolutamente necesaria.

Lautaro bajó las escaleras con el alma henchida de melancolía.

En el salón se encontraba reunida toda su familia. Las conversaciones se suspendieron, tan pronto fue perceptible el dolor que sus pupilas transparentaban.

-¿Cómo está la abuela? –preguntó Isis, su madre.

-Está comenzando el vuelo junto a los pájaros de la soledad –dijo Lautaro enigmáticamente.

-No entiendo las cosas que dices, hijo mío –dijo Esteban, su padre.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


martes, 29 de noviembre de 2011

Cuentos urbanos: Lautaro vivía en las cuevas (V) - En el interior de la Tierra



En un momento dado, recobró el uso de sus sentidos. Notaba el cuerpo sembrado de focos de dolor, y no pudo por menos de quejarse con sordos alaridos. Se encontraba tendida en un confortable jergón de pieles de animales.

Al principio, sus ojos no registraron más que una densa oscuridad, y cuando las pupilas se le adaptaron lo suficiente, observó que se encontraba en el interior de una caverna. Una débil fogata de troncos engullía la penumbra subterránea.

-¿Dónde estoy?

De repente, una silueta humana se definió entre las sombras.

Se trataba de un hombre joven, con las facciones encuadradas de larga cabellera negra y con el cuerpo embutido en un jubón de pieles heterogéneas. Su rostro se veía afeado por unas cuantas vedijas de barba polvorienta; sus ojos semejaban dos ascuas de carbón inflamadas.

-¿Quién eres? –le increpó Arlene, asustada por tan imprevista aparición.

-Soy… tu hermano.

¡Era Lautaro! Hablaba con torpeza, como quien lleva mucho tiempo privado del contacto humano.

Entre los dos hermanos se estableció una emoción difícil de precisar. Se abrazaron largo rato, recuperando todo aquello que ya se daba por irremisiblemente perdido.

Después, ambos se serenaron y se estuvieron contemplando varios minutos, hasta que Lautaro reunió valor para quebrar el silencio.

-Tuviste suerte de caer en una poza profunda y que yo anduviese cerca.

-Pues tengo el cuerpo todo dolorido –dijo Arlene-, como si hubiera caído sobre un lecho de esquistos.

-Mientras te encontrabas sin sentido, te estuve examinando. Sólo tienes algunos pequeños rasguños producidos cuando el peso de tu cuerpo hizo trizas los matorrales que ocultaban la boca del pozo.

-Te dábamos por muerto –desvió el tema Arlene-. Eso dijeron los soldados. Pero la abuela y yo conservábamos la certeza de que aún estabas en el mundo. ¿Cómo sobreviviste al terremoto?

-Fui yo quien lo provocó –explicó Lautaro, con la mirada ausente por efectos del recuerdo-. Cebé unos cartuchos de dinamita, y les coloqué una mecha muy larga. Yo ya tenía localizada una galería subterránea que se apartaba bastante de la gruta de la cascada. Corrí como alma que lleva el diablo, alumbrándome con una tea resinosa. Sabía que si no me alejaba lo suficiente, las paredes se hundirían sepultándome. Me salvé de milagro. El terremoto derrumbó toda la zona que yo conocía. Permanecí prisionero entre estas galerías, hasta que di con la comunicación a una mina abandonada, cuya entrada estaba muy retirada del lugar donde se encontraba nuestra antigua cabaña.

-¡Qué gran aventura! –alabó Arlene, tomándole la mano en cariñoso gesto.

-Cuando llegué a la cabaña –continuó Lautaro-, me encontré a Riki moribundo. Estaba desfallecido de hambre, y no duró muchos días. Entonces, sumido en el dolor, regresé a la bocamina y exploré todos los rincones de este maravilloso mundo subterráneo, encontrando conexiones que nunca hubiera imaginado que existiesen, y también lugares de increíble belleza. Sólo subía a la superficie a procurarme alimentos: recogía frutos de los árboles y preparaba trampas para capturar pequeñas presas… Aquí he vivido durante todo este tiempo. Ahora cuéntame tú de nuestra familia.

Su hermana le puso al corriente de todo. Mientras ella hablaba, Lautaro no abría la boca, como si encontrara especial deleite en las imágenes que se iban formando en su cerebro. Le emocionó sobremanera saber que la abuela Nila seguía viva…, y esperándole.

-Aunque ya casi todos te hayan dado por perdido, sería bueno que regresases con nosotros –aseveró Arlene-, con tu familia.

Lautaro inclinó pensativo la cabeza sobre el pecho.

-Necesito quedarme solo para pensar –dijo al cabo de unos segundos.

-No olvides, mi querido hermano, que por ti he organizado esta expedición.

Lautaro se pasó una mano por los ojos, hinchados de tanta emoción, y acto seguido enfiló una de las galerías que desembocaban en el sitio. El sonido de sus pasos se perdió en la lejanía.

Su hermana se admiraba de que no le hiciera falta luz para orientarse en la temible oscuridad de las cavernas; debía conocerlas muy bien para acometer semejante proeza.

¿Qué vida habría llevado él en semejantes soledades?, reflexionaba la joven. ¿Cómo era posible que se hubiera acostumbrado a la lejanía de sus seres queridos? ¿Qué era lo que funcionaba mal en su alma y en su corazón?

Arlene cerró los ojos, y sintió que en su interior se derramaba una inconmensurable compasión por su solitario hermano.

Este último regresó al cabo de unas horas. En su rostro llevaba impresa una decisión irrevocable.

-Me vuelvo contigo a Concepción.

El corazón de Arlene se estremeció de placentera felicidad.

-Ayúdame a salir de esta cueva –dijo arrojándose a los brazos de su hermano-. Lo demás es cosa mía.

CONTINUARÁ…

 Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


domingo, 13 de noviembre de 2011

Cuentos urbanos: Lautaro vivía en las cuevas (IV) - Arlene en busca de su hermano


Los años fueron distanciando el dolor por la pérdida de Lautaro. Sus padres, ya aupados en la riqueza, acabaron por ponerle en el olvido; sus hermanos también, salvo la hermosa Arlene, que era quien más unida estaba a la abuela Nila.

-Arlene, escúchame con atención… ¡Lautaro no ha muerto! –se empecinaba la anciana con exaltada vehemencia-. Me lo asegura este viejo corazón que tantas desdichas ha padecido. Lautaro sigue donde lo dejamos, aunque nadie en esta casa me quiera hacer caso.

-Yo sí que te hago caso, abuela Nila.

La familia había prosperado bastante desde su regreso a Concepción. Sus negocios se habían multiplicado, y ahora eran poseedores de una de las mayores fortunas del país. Cuando se vive en la opulencia, los sentimientos propios de los años humildes se van atenuando sin saber cómo.

Arlene siguió estudios de ciencias forestales en la Universidad de Concepción. Cuando logró vida independiente, se llevó consigo a la abuela Nila, cuya cabeza ya parecía un nimbo de nieve; por su parte, Arlene se había transformado en una mujer bonita, esbelta como un junco de ribera, con un cutis fresco y sonrosado y unos ojos cuyo verdor resultaba cautivador.

Cada día que pasaba, la abuela Nila tenía más presente en el pensamiento a su nieto desaparecido, y lo exteriorizaba con su boca, produciendo el hastío en quienes la escuchaban, excepción hecha de la complaciente Arlene. Se puede comprender su sorpresa, cuando su solícita nieta le comunicó un buen día, de buenas a primeras:

-Con la excusa de un estudio forestal, voy a ir adonde teníamos la cabaña. Me ha dado como una corazonada. Cuento con la ayuda de tres estudiantes de la universidad.

La abuela Nila dibujó una bella sonrisa con sus encías desdentadas.

-Estaré viva cuando regreséis.

El resto de la familia calificó de locura el proyecto de Arlene, y le reprocharon que prestara oído a los incesantes quejidos de la abuela Nila. Lautaro formaba parte del pasado; a tenor de los informes del destacamento de soldados que marchara en su busca, había fallecido durante el terremoto. Lautaro había sido muy querido por toda la familia, pero al final no quedaba más remedio que plegarse a la evidencia y dejar descansar en paz a los difuntos.

Ninguno de los argumentos que le presentaron, logró disuadir de su propósito a la valerosa Arlene… Emprendió su viaje en la época más apacible del verano. La acompañaban, como dijera a la abuela Nila, tres estudiantes del último año de la carrera de ciencias forestales, interesados en hacer un estudio de campo de los efectos de un terremoto en una zona tan tupida de vegetación.

Ciertamente, Arlene apreció que los bosques de antaño habían acusado una transformación radical tras el seísmo en que desapareciera su hermano Lautaro; así se lo hizo notar a sus compañeros de expedición. Se apreciaban colinas que se habían desplazado de su ubicación originaria y multitud de árboles que habían perdido su asiento en tierra, y ahora se veían derribados y deslustrados por las sucias huellas del tiempo.

-Señora Arlene –la interpeló Alfredo, uno de los estudiantes-, ¿es posible que estos parajes solitarios hayan sido habitados alguna vez?

-A mi hermano Lautaro le cautivaban –dijo con un cierto poso de melancolía en su mirada.

La noche les sorprendió en mitad de esos despoblados. Como era verano y había mucho pasto seco, se cuidaron de encender fuego. El bosque estaba repleto de sonidos tenues e inidentificables en muchos casos. Arlene estuvo contemplando el fastuoso manto de estrellas, sumida en dulces evocaciones, hasta que el cansancio pesó en sus párpados y se entregó a un agradabilísimo reposo.

A la mañana siguiente, localizaron la cabaña de antaño. Arlene sintió que se deshacía el nudo de sus emociones. El estado de abandono era muy acusado allí; los maderos se habían desunido en varias partes, y la maleza lo invadía todo.

-Aquí es imposible que habite nadie –sentenció Héctor, otro de los estudiantes de la expedición.

-Lautaro paraba muy poco rato por la cabaña –rememoró Arlene-; se lo pasaba casi siempre en los bosques.

-¿Y no tendría un lugar preferido al que acudir? –sugirió Rubén, el tercero de los estudiantes. 

-Me parece recordar que le gustaba ir a las inmediaciones del lago que había cerca de aquí. Según informaron los soldados que vinieron en busca de mi hermano, el lago desapareció tragado por la tierra.

-Podríamos acercarnos a echar un vistazo –propuso Alfredo.

-Tal era mi intención –matizó Arlene con gesto sonriente.

Donde antes hubiera un lago, ahora no quedaba más que una cenagosa lengua de agua. Las vertientes del cajón formaban pendientes abruptas, tapizadas de todo género de arbustos leñosos.

-El bosque trata de hacerse con el espacio que antaño el lago le robara –comentó Arlene, repasando con su experta mirada los detalles del relieve geológico de en derredor. 

-Es impresionante –alabó Rubén.

-Me gustaría examinar más de cerca el cauce del río.

-Bajar ahí es punto menos que imposible –advirtió Héctor.

-Nada hay imposible –repuso Arlene-. Simplemente hay que saber buscar la ruta más practicable.

Nadie vencía a Arlene en cuanto a tenacidad. Organizaron, pues, la bajada por el escarpado desfiladero, valiéndose de cuerdas de fibra de vidrio y otros útiles de escalada. Ella quería ser la primera en ganar el álveo del río. Pero la espesura de la capa de matorral hacía del descenso un ejercicio penoso y extenuante. Los tres estudiantes atendían desde arriba a la tensión de la cuerda, cuidando que su compañera se descolgara en las más óptimas condiciones.

Estaría a la mitad del descenso, cuando de pronto uno de los ganchos que la aseguraban a la cuerda cedió y le hizo perder el equilibrio.

-¡Socorro! –gritó presa del pánico.

-¡Arlene, sujétate a la cuerda! –le advertían sus compañeros desde el mismo filo del abismo.

Pero ella sintió que con su caída el roce de la cuerda le abrasaba las manos, y el instinto le hizo soltarla. Entonces atravesó una leve capa de matorral, y se vio cayendo por un foso al que, en mitad de su pánico, no le estimó un final inmediato.

Fue afortunada al perder el sentido antes de que su cuerpo colisionara con el fondo.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



lunes, 31 de octubre de 2011

Cuentos urbanos: Lautaro vivía en las cuevas (III) - Terremoto



Los pinzones dejaron una buena mañana de entonar sus cánticos en las enramadas próximas, alterados por los ladridos angustiosos de Riki. Lautaro abandonó a la vaca a medio ordeñar, y corrió a ver qué le sucedía a su fiel compañero.

Alguien había golpeado brutalmente a Riki, y por eso cojeaba de la pata trasera derecha y gemía de dolor y tristeza.

-¡Riki! ¿Qué te ha pasado?

El perro hocicaba en dirección al interior de la floresta. Lautaro comprendió. El daño se encontraba en lo más intrincado del bosque.

-Riki, yo iré a ver. Tiéndete en el jergón mientras tanto.

El perro obedeció a su amo, encaminándose a la cabaña. Por su parte, Lautaro se armó de su nudoso bastón de madera de tejo y de su más afilado cuchillo, y se dispuso a averiguar qué es lo que había dejado a su perro en tan lastimoso estado.

-¿Será miedo esto que siento?

Se trataba de una sensación que hacía flaquear sus rodillas y le dejaba, por ende, el estómago enrarecido. Adoptando las oportunas precauciones, decidió tomar los senderos más difíciles y agrestes del bosque.

No bien anduvo obra de unos seiscientos metros, cuando en un calvero apartado detectó unas presencias intrusas. Se trataba de soldados vestidos con ropas de camuflaje. Se les acercó cuanto pudo y afinó el oído para captar algunas de las palabras que aquéllos se estaban intercambiando.

-No debemos de estar lejos de la cabaña que nos dijeron.

-La presencia del perro confirma la del muchacho.

-Su familia anda angustiada por recuperarle. Mucho dinero han de tener para que el mismo Ejército se movilice y acuda en su busca.

Aquellas palabras resultaban completamente esclarecedoras. Lautaro adquirió la certeza de que era a él a quien andaban buscando. Sus padres ya poseían mucho dinero y se podían permitir el costear todo un operativo para procurar la búsqueda de su vástago desaparecido. Una búsqueda motivada por el más profundo sentimiento paternal. Aun así, Lautaro no quería renunciar a su libertad por irse a vivir a una ciudad que en principio se la antojaba totalmente hostil.

-¿Habéis escuchado algo tras esas matas? –alertó uno de los soldados.

La causa era un movimiento involuntario de Lautaro, que había hecho crujir un fragmento seco de vegetación.

Los soldados acudían a su escondrijo y le iban a descubrir de inmediato. Apeló, pues, a toda su rapidez y conocimiento del terreno, y puso pies en polvorosa.

-¡Alguien está huyendo!

Enseguida la masa de árboles se saturó con los gritos de los soldados repartidos por diferentes sectores del bosque. Lautaro sólo vio expedita la ruta hacia “El Baño de la Luna”. Sin duda, los soldados ya habrían dado con la cabaña… y con Riki por añadidura.

El lago reflejaba el tono grisáceo del cielo, preludiando la frialdad de la otoñada. Lautaro se notó seguido de cerca por sus perseguidores, y no vaciló en lanzarse a las aguas. Percibió cuchillos de frío clavándose en su piel. La cascada le impulsó al fondo, y esto representó un dolor añadido. No obstante, experimentó un relativo consuelo al recordar que en la caverna guardaba un hato de ropa seca para estas ocasiones.

-No darán conmigo –se dijo teniendo a la vista la fabulosa profusión de sus riquezas.

Pero fue una reflexión demasiado apresurada. Una pareja de soldados advirtió la inusual agitación de las aguas, no motivada únicamente por la precipitación de la cascada.

-¡Rodead el lago, ha de estar por aquí!

Lautaro sintió un estremecimiento de pánico. ¡Le habían acorralado!

Los restantes soldados, apercibidos por los gritos de sus compañeros, se fueron congregando en las inmediaciones de “El Baño de la Luna”.

Les comandaba un teniente de feroz aspecto, que obedecía al nombre de Pericles Ortega.

-¿Quién ha dado la voz de alerta? –preguntó éste con voz rugiente.

Uno de los soldados se destacó dando un paso al frente.

-He sido yo, mi teniente.

-¿Y qué pruebas tiene para apoyar que el prófugo se encuentra por aquí?

-Entre las ramas me pareció distinguir que se arrojaba al lago –explicó el soldado, que se apellidaba Benavides.

El teniente Ortega bamboleó los hombros dubitativamente, mientras abarcaba el lago con su mirada.

-Va a ser como buscar una aguja en un pajar. ¡A ver! Inspeccionen las orillas y no pierdan ripio de lo que ocurra en la superficie de las aguas, aunque no se trate más que del aleteo de un triste pato.

Los soldados se aprestaron a obedecer la orden. Formaron dos falanges para cubrir en sentidos opuestos los bordes del lago. Se acercaba el mediodía, y el sol inflamaba con sus rayos la crestería del bosque, en tanto que soplaba una apacible brisa de otoño.

Oculto en su escondrijo, Lautaro tenía los nervios en punta y hacía votos para que no le atraparan. ¿Qué pasaría si descubrían el acceso de la cascada? ¿Y Riki, cómo se encontraría allá en la cabaña?

-¿Y bien? –interrogó el teniente Ortega al cabo de una hora de celoso escrutinio de agua y matorrales.

-Nada de nada, señor –informó uno de los cabos.

-Entonces, ¿hemos estado perdiendo el maldito tiempo?

-Afirmativo, señor; en términos coloquiales, así podría decirse.

-Finalmente concluimos que el soldado Benavides ha sido víctima de una alucinación.

-Mi teniente, yo vi claramente a un chico arrojarse al agua –replicó el aludido con un punto de indignación en su acento.

-Entonces, ¿dónde demonios está?

-¿No se habrá ahogado? –conjeturó otro de los soldados.

-No creo, nos habríamos dado cuenta de eso –refutó un tercero.

El teniente Ortega seguía con el ceño torvo por la incertidumbre.

-Soldado Benavides –interpeló a este último-, ¿no habrá tomado un poco de aguardiente en el desayuno?

-Señor, yo conozco a Benavides y jamás le he visto probar una gota de bebida espirituosa –abogó el cabo de antes-. Por mi parte, presto crédito a sus palabras y estoy dispuesto a poner la mano en el fuego por él.

-Mi teniente, jamás he usado mentiras en acto de servicio –remachó Benavides, adoptando su tono de mayor dignidad-. Además hay un lugar del lago que aún no hemos registrado.

-¿Y cuál es? –inquirió el teniente con desbordada ansiedad.  

El soldado señaló hacia la cascada.

-A nadie se le ha ocurrido inspeccionar lo que hay detrás.

Por causa de estas palabras, Lautaro notó en su escondrijo de la gruta que la sangre se le cuajaba en las venas. ¡El soldado Benavides acabada de revelar su escondite!

El teniente Ortega se dio una palmada en la frente, como aquél que repara en algo evidente que le había pasado desapercibido, aun teniéndolo delante de los ojos.

-Es cierto, con frecuencia hay grutas detrás de las cascadas.

-Propongo, señor, que vayamos a comprobarlo.

Así fue acordado. Tres soldados se pusieron en cueros y se arrojaron al agua, no sin exteriorizar cierto desagrado.

No llevarían nadadas más que unas cuantas brazadas, cuando una súbita explosión sacudió los fundamentos telúricos. A continuación, el temblor de tierra se hizo general por espacio de varios segundos, los cuales asumieron la apariencia de siglos con el espanto de la soldadesca.

-¡Un terremoto! –chillaban todas las bocas.

El curso del río se vio alterado y el agua del lago se fue vaciando en las entrañas de la tierra. Los soldados nadadores lograron salvarse a duras penas. Las arboledas se estremecieron, con lo cual las ramas acabaron despojándose de sus hojas y las raíces se vieron descuajadas. Los pájaros sólo encontraron refugio en el santuario de los cielos.


El seísmo se alargó cosa de tres minutos, y los efectos fueron devastadores. Aunque ninguno de los soldados sufrió heridas de consideración, el desaliento se apoderó de todos ellos.

El teniente Ortega dio la misión por concluida. Era imposible que Lautaro, estuviera donde estuviese, hubiera sobrevivido a la hecatombe del terremoto. Así lo haría constar el teniente en el informe que presentaría a sus superiores, tan pronto el destacamento regresara a Concepción.

-Aquello sonó como una explosión de dinamita –comentó uno de los soldados-. Sin duda, ésa fue la causa del temblor de tierra.

-Es una pena que ese lago tan bonito haya desaparecido –afirmó otro.

-Lo verdaderamente lastimoso –añadió el teniente Ortega –es que un chico tan joven, prácticamente un niño, haya muerto sin que sus padres pudieran abrazarlo por última vez.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


domingo, 9 de octubre de 2011

Cuentos urbanos: Lautaro vivía en las cuevas (II) - Libre y solitario


Al cabo de dos días, un suceso por demás inesperado avivó la conmoción de todos los habitantes de la cabaña del bosque. Como surgido de la nada, sobre la mesa de la cocina se veía un zorzal de oro decorado con finas pedrerías.

-¿Qué es esto? ¡Válgame la Virgen de la Candelaria! –exclamó Esteban, el padre de Lautaro, con la sangre tan alterada que se diría a punto de darle un síncope.

Isis, la madre, dio en persignarse repetidas veces, operación en la que la imitaron sus tres hijas: Pamela, Nory y Arlene. Por su parte, la abuela Nila no apartaba la mirada del silencioso Lautaro. Manuel, el mayor de los hermanos, examinaba con ojos absortos la preciada joya.

-Estamos muy lejos del mundo civilizado –argumentó el padre-. No hay nadie en muchos kilómetros a la redonda, no hemos visto a nadie merodear por los bosques, estamos completamente aislados. Esto, por lo tanto –añadió tomando con afectada delicadeza la figura del pájaro-, es un regalo de la siempre milagrosa Virgen de la Candelaria, que se ha apiadado de nuestras miserias y no nos quiere volver a ver hambrientos y necesitados. Con esto podemos volver a la ciudad.

El viaje quedó, pues, dispuesto de inmediato. Empacarían los pocos enseres que tenían, dejarían en libertad al ganado y marcharían al apeadero de tren más cercano. Confiaban en arribar a la ciudad de Concepción en un plazo no superior a los tres días. Una vez allí, pondrían en venta la valiosa figura y nunca más el sudor sería el precio que habrían de pagar por la subsistencia.

Una expansiva alegría se respiraba en el ambiente de la cabaña. Pero Lautaro no se sumaba al sentir general; tendría que dejar su paradisíaco lago y su gruta colmada de riquezas. Él no quería demostrar al mundo que era rico y que no le hacía falta privarse de ninguno de los lujos imaginables. Sólo quería vivir en los lugares amados y saborear la felicidad de las almas solitarias.

A la mañana siguiente, la familia se encontraba en el apeadero del tren, cuyo sonido ya resultaba perceptible, proveniente de algún lugar en la profundidad de los bosques. Lautaro se sentía deprimido, no tanto por el hecho de marcharse cuanto que su padre le había obligado a abandonar a su fiel Riki junto con el ganado.

El tren apareció en la lejanía soltando su grisácea trenza de humo y haciendo sonar repetidas veces el alegre silbato de su locomotora.

La familia se acomodó en uno de los furgones de carga, dentro del cual viajaba un variopinto grupo de personas con destino a Concepción. A los pocos instantes, el paisaje comenzó a desfilar por la abierta portezuela del furgón.

Lautaro tenía los ojos clavados en los árboles que tan familiares le habían llegado a ser a lo largo de ese tiempo. Las ramas se mimetizaban con la luz del cielo, capturando todos los rayos de sol en la verdura de su seno. Lautaro amaba esas sensaciones. Su lago, tan azul como los propios sueños; su cueva, tan silenciosa como la propia nostalgia; su vida, tan joven como el frescor de la mañana. Y ahora todo eso habría de perderse en las desangeladas calles de una ciudad que le era completamente ajena. No podía, no quería aceptarlo.

-¡Lautaro!

Fue la abuela Nila quien soltó este grito desgarrador cuando lo vio saltar fuera del furgón.

Cayó rodando sobre una apretada maraña de helechos… Su “familia” no era una ciudad populosa y maloliente, sino un bosque de apariencia sagrada, un lago de color verdeazulado y una capilla subterránea.

Aterrizó sobre un mullido colchón de vegetación. El aire se llevaba los gritos de sus familiares y los sostenidos bramidos del tren.

Pese a tener el cuerpo sembrado de magulladuras, se sentía pleno de dicha y saboreaba el placer de la recién lograda libertad. Conocía esos lugares como la palma de su mano. Se propuso volver a la cabaña, buscar a Riki y, con su ayuda, reunir el ganado disperso. Era una nueva vida la que estaba a punto de emprender, pero al fin y a la postre era la única vida que apetecía de todas veras.

Conforme a sus previsiones, no tardó en localizar a Riki. Los dos acabaron enzarzados en un enorme abrazo de amistad y alegría.

-Riki, me quedo contigo.

A Lautaro no le preocupaba lo que los suyos estuvieran pensando. Tal vez creyeran que se habría matado a consecuencia de la caída por la ladera boscosa. No es que hubiese dejado de quererles y que no le importara lo que estarían sufriendo; el caso es que él no pensaba que le pudieran echar de menos.

A los dos días, la cabaña volvía a estar en condiciones de habitabilidad. La vaca y sus terneros pacían de nuevo en las inmediaciones del establo, pero ni el toro ni las cabras, ni mucho menos las aves de corral, habían podido ser localizados. Pese a estas incomodidades, Lautaro encontraba en el bosque una bien surtida despensa para subvenir a sus necesidades alimenticias. Y a Riki también le era fácil encontrar algún apetitoso bocado en tan floreciente naturaleza.

Los días fueron transcurriendo en plácida regularidad. Lautaro pasaba muchos ratos en la gruta, contemplando el conjunto de sus riquezas y escudriñando los documentos alusivos a la expedición de Ulloa.

A lo que parecía, llegó un día en que los prófugos se vieron hostigados por las huestes de Pizarro y tuvieron que buscar a toda prisa un lugar donde ocultar el tesoro. Después de efectuada esta operación, se dispersaron por los cuatro puntos cardinales, al objeto de volver a por las riquezas tan pronto las aguas hubieran retornado a su cauce. Pero Ulloa era de corazón taimado y egoísta, y decidió enfrentar el peligro de trasladar el tesoro a otro emplazamiento, ayudado por unos cuantos adeptos a su causa. Fue entonces cuando dieron fortuitamente con el escondite de la caverna, en el cual hubieron de refugiarse para huir de las acechanzas de sus perseguidores. A todo esto, un indio de la tribu mapuche, habitante de esos bosques, les había visto trasponer la cascada portando con penuria pesados cofres. El indio odiaba vehementemente a los españoles, por ser éstos causa de terribles daños infligidos a miembros de su tribu en el pasado, y concibió un plan por demás perverso… Introdujo caimanes en el lago, provenientes de un criadero que su tribu tenía en una laguna cercana, a efectos de proveerse de buenas y resistentes pieles para el curtido. Los incondicionales de Ulloa descubrieron con horror indescriptible que nunca podrían abandonar la gruta. Al final acabaron muriendo de inanición, no sin antes protagonizar algunos lamentables episodios de canibalismo. Ulloa fue el último superviviente y encontró manera de poner por escrito tan dramáticas circunstancias.

Lautaro experimentó un recio escalofrío tras conocer estos hechos. Ya no había caimanes en el lago, pero imaginó el espanto que ello debió de suscitar a los soldados españoles.

El verano ya se respiraba en el aliento de los bosques. Había una completa invasión de flores silvestres y las hojas de los árboles ostentaban su verde más vívido. Era un placer deambular por los senderos ocultos, ocupación en la que Lautaro gustaba de emplear varias horas del día.

Una de esas mañanas encontró por casualidad un cajón abandonado bajo un dosel de arbustos espinosos. La curiosidad pudo en él y corrió a la cabaña en busca de herramientas para abrir el cajón. Al cabo vio que contenía algunas cargas de dinamita que había que manipular con extremo cuidado, pues con el abandono de los años trasudaban nitroglicerina, que al caer en gotas al suelo provocaba algunas súbitas explosiones, bien que inofensivas.

Lautaro decidió transportar la dinamita al interior de la cueva, a efectos de evitar la trasudación en un ambiente de mayor frescura. Él sabía muchas cosas sobre la dinamita, por cuanto su tío Osvaldo, el hermano de su madre, había sido barrenero en las minas de Atacama, y fue entonces que se preguntó si no habría en estas regiones boscosas alguna explotación minera, o debió de haberla, a juzgar por el aparentemente prolongado abandono del cajón.

   Una noche de enero, fulgurante de estrellas, Lautaro acudió con Riki a la orilla del lago para extasiarse con los reflejos de la luna. Ya había cumplido once años y se reavivaron las nostalgias de su familia. Recordaba especialmente a la abuela Nila, que fue quien mejor supo comprenderle y quien más pruebas de cariño y adhesión le había tributado desde su más tierna infancia. Una lágrima solitaria rodó por su mejilla, como gota de agua deslizándose por la esmaltada superficie de una estalactita cavernaria.

-Riki, eres la única familia que me ha quedado.

El perro soltó un gruñido de conformidad y se acurrucó junto a su amo.  El sentimiento imperante entre los dos seres vivos podía tildarse de una especie de hermandad.

Lautaro amaba la naturaleza como si se tratase de una entidad femenina y voluptuosa. Los rayos de luna rielando en las aguas podían conceptuarse como el efecto de un beso apasionado. Ya no existía para él la vida entre los miembros de su misma especie. Aún no cumplía doce años, pero ya sabía lo que quería y el modo en que su vida había de desarrollarse. Con esto se negaba la posibilidad de conocer una muchacha, acaso de concebir hijos, de vivir, en definitiva, como las restantes criaturas humanas.

Sin embargo, la luna también puede engendrar hijos, y sus hijos son los sueños… Así de claro lo tenía Lautaro.

Su vida discurrió sin novedades por espacio de varios meses. Ya iba muy entrado el otoño cuando ocurrió algo que vino a turbar su bucólica existencia.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).