martes, 29 de noviembre de 2011

Cuentos urbanos: Lautaro vivía en las cuevas (V) - En el interior de la Tierra



En un momento dado, recobró el uso de sus sentidos. Notaba el cuerpo sembrado de focos de dolor, y no pudo por menos de quejarse con sordos alaridos. Se encontraba tendida en un confortable jergón de pieles de animales.

Al principio, sus ojos no registraron más que una densa oscuridad, y cuando las pupilas se le adaptaron lo suficiente, observó que se encontraba en el interior de una caverna. Una débil fogata de troncos engullía la penumbra subterránea.

-¿Dónde estoy?

De repente, una silueta humana se definió entre las sombras.

Se trataba de un hombre joven, con las facciones encuadradas de larga cabellera negra y con el cuerpo embutido en un jubón de pieles heterogéneas. Su rostro se veía afeado por unas cuantas vedijas de barba polvorienta; sus ojos semejaban dos ascuas de carbón inflamadas.

-¿Quién eres? –le increpó Arlene, asustada por tan imprevista aparición.

-Soy… tu hermano.

¡Era Lautaro! Hablaba con torpeza, como quien lleva mucho tiempo privado del contacto humano.

Entre los dos hermanos se estableció una emoción difícil de precisar. Se abrazaron largo rato, recuperando todo aquello que ya se daba por irremisiblemente perdido.

Después, ambos se serenaron y se estuvieron contemplando varios minutos, hasta que Lautaro reunió valor para quebrar el silencio.

-Tuviste suerte de caer en una poza profunda y que yo anduviese cerca.

-Pues tengo el cuerpo todo dolorido –dijo Arlene-, como si hubiera caído sobre un lecho de esquistos.

-Mientras te encontrabas sin sentido, te estuve examinando. Sólo tienes algunos pequeños rasguños producidos cuando el peso de tu cuerpo hizo trizas los matorrales que ocultaban la boca del pozo.

-Te dábamos por muerto –desvió el tema Arlene-. Eso dijeron los soldados. Pero la abuela y yo conservábamos la certeza de que aún estabas en el mundo. ¿Cómo sobreviviste al terremoto?

-Fui yo quien lo provocó –explicó Lautaro, con la mirada ausente por efectos del recuerdo-. Cebé unos cartuchos de dinamita, y les coloqué una mecha muy larga. Yo ya tenía localizada una galería subterránea que se apartaba bastante de la gruta de la cascada. Corrí como alma que lleva el diablo, alumbrándome con una tea resinosa. Sabía que si no me alejaba lo suficiente, las paredes se hundirían sepultándome. Me salvé de milagro. El terremoto derrumbó toda la zona que yo conocía. Permanecí prisionero entre estas galerías, hasta que di con la comunicación a una mina abandonada, cuya entrada estaba muy retirada del lugar donde se encontraba nuestra antigua cabaña.

-¡Qué gran aventura! –alabó Arlene, tomándole la mano en cariñoso gesto.

-Cuando llegué a la cabaña –continuó Lautaro-, me encontré a Riki moribundo. Estaba desfallecido de hambre, y no duró muchos días. Entonces, sumido en el dolor, regresé a la bocamina y exploré todos los rincones de este maravilloso mundo subterráneo, encontrando conexiones que nunca hubiera imaginado que existiesen, y también lugares de increíble belleza. Sólo subía a la superficie a procurarme alimentos: recogía frutos de los árboles y preparaba trampas para capturar pequeñas presas… Aquí he vivido durante todo este tiempo. Ahora cuéntame tú de nuestra familia.

Su hermana le puso al corriente de todo. Mientras ella hablaba, Lautaro no abría la boca, como si encontrara especial deleite en las imágenes que se iban formando en su cerebro. Le emocionó sobremanera saber que la abuela Nila seguía viva…, y esperándole.

-Aunque ya casi todos te hayan dado por perdido, sería bueno que regresases con nosotros –aseveró Arlene-, con tu familia.

Lautaro inclinó pensativo la cabeza sobre el pecho.

-Necesito quedarme solo para pensar –dijo al cabo de unos segundos.

-No olvides, mi querido hermano, que por ti he organizado esta expedición.

Lautaro se pasó una mano por los ojos, hinchados de tanta emoción, y acto seguido enfiló una de las galerías que desembocaban en el sitio. El sonido de sus pasos se perdió en la lejanía.

Su hermana se admiraba de que no le hiciera falta luz para orientarse en la temible oscuridad de las cavernas; debía conocerlas muy bien para acometer semejante proeza.

¿Qué vida habría llevado él en semejantes soledades?, reflexionaba la joven. ¿Cómo era posible que se hubiera acostumbrado a la lejanía de sus seres queridos? ¿Qué era lo que funcionaba mal en su alma y en su corazón?

Arlene cerró los ojos, y sintió que en su interior se derramaba una inconmensurable compasión por su solitario hermano.

Este último regresó al cabo de unas horas. En su rostro llevaba impresa una decisión irrevocable.

-Me vuelvo contigo a Concepción.

El corazón de Arlene se estremeció de placentera felicidad.

-Ayúdame a salir de esta cueva –dijo arrojándose a los brazos de su hermano-. Lo demás es cosa mía.

CONTINUARÁ…

 Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


No hay comentarios: