En
un momento dado, recobró el uso de sus sentidos. Notaba el cuerpo sembrado de
focos de dolor, y no pudo por menos de quejarse con sordos alaridos. Se
encontraba tendida en un confortable jergón de pieles de animales.
Al
principio, sus ojos no registraron más que una densa oscuridad, y cuando las
pupilas se le adaptaron lo suficiente, observó que se encontraba en el interior
de una caverna. Una débil fogata de troncos engullía la penumbra subterránea.
-¿Dónde
estoy?
De
repente, una silueta humana se definió entre las sombras.
Se
trataba de un hombre joven, con las facciones encuadradas de larga cabellera
negra y con el cuerpo embutido en un jubón de pieles heterogéneas. Su rostro se
veía afeado por unas cuantas vedijas de barba polvorienta; sus ojos semejaban
dos ascuas de carbón inflamadas.
-¿Quién
eres? –le increpó Arlene, asustada por tan imprevista aparición.
-Soy…
tu hermano.
¡Era
Lautaro! Hablaba con torpeza, como quien lleva mucho tiempo privado del
contacto humano.
Entre
los dos hermanos se estableció una emoción difícil de precisar. Se abrazaron
largo rato, recuperando todo aquello que ya se daba por irremisiblemente
perdido.
Después,
ambos se serenaron y se estuvieron contemplando varios minutos, hasta que
Lautaro reunió valor para quebrar el silencio.
-Tuviste
suerte de caer en una poza profunda y que yo anduviese cerca.
-Pues
tengo el cuerpo todo dolorido –dijo Arlene-, como si hubiera caído sobre un
lecho de esquistos.
-Mientras
te encontrabas sin sentido, te estuve examinando. Sólo tienes algunos pequeños
rasguños producidos cuando el peso de tu cuerpo hizo trizas los matorrales que
ocultaban la boca del pozo.
-Te
dábamos por muerto –desvió el tema Arlene-. Eso dijeron los soldados. Pero la
abuela y yo conservábamos la certeza de que aún estabas en el mundo. ¿Cómo
sobreviviste al terremoto?
-Fui
yo quien lo provocó –explicó Lautaro, con la mirada ausente por efectos del
recuerdo-. Cebé unos cartuchos de dinamita, y les coloqué una mecha muy larga.
Yo ya tenía localizada una galería subterránea que se apartaba bastante de la
gruta de la cascada. Corrí como alma que lleva el diablo, alumbrándome con una
tea resinosa. Sabía que si no me alejaba lo suficiente, las paredes se
hundirían sepultándome. Me salvé de milagro. El terremoto derrumbó toda la zona
que yo conocía. Permanecí prisionero entre estas galerías, hasta que di con la
comunicación a una mina abandonada, cuya entrada estaba muy retirada del lugar
donde se encontraba nuestra antigua cabaña.
-¡Qué
gran aventura! –alabó Arlene, tomándole la mano en cariñoso gesto.
-Cuando
llegué a la cabaña –continuó Lautaro-, me encontré a Riki moribundo. Estaba
desfallecido de hambre, y no duró muchos días. Entonces, sumido en el dolor,
regresé a la bocamina y exploré todos los rincones de este maravilloso mundo
subterráneo, encontrando conexiones que nunca hubiera imaginado que existiesen,
y también lugares de increíble belleza. Sólo subía a la superficie a procurarme
alimentos: recogía frutos de los árboles y preparaba trampas para capturar
pequeñas presas… Aquí he vivido durante todo este tiempo. Ahora cuéntame tú de
nuestra familia.
Su
hermana le puso al corriente de todo. Mientras ella hablaba, Lautaro no abría
la boca, como si encontrara especial deleite en las imágenes que se iban
formando en su cerebro. Le emocionó sobremanera saber que la abuela Nila seguía
viva…, y esperándole.
-Aunque
ya casi todos te hayan dado por perdido, sería bueno que regresases con
nosotros –aseveró Arlene-, con tu familia.
Lautaro
inclinó pensativo la cabeza sobre el pecho.
-Necesito
quedarme solo para pensar –dijo al cabo de unos segundos.
-No
olvides, mi querido hermano, que por ti he organizado esta expedición.
Lautaro
se pasó una mano por los ojos, hinchados de tanta emoción, y acto seguido
enfiló una de las galerías que desembocaban en el sitio. El sonido de sus pasos
se perdió en la lejanía.
Su
hermana se admiraba de que no le hiciera falta luz para orientarse en la
temible oscuridad de las cavernas; debía conocerlas muy bien para acometer
semejante proeza.
¿Qué
vida habría llevado él en semejantes soledades?, reflexionaba la joven. ¿Cómo
era posible que se hubiera acostumbrado a la lejanía de sus seres queridos?
¿Qué era lo que funcionaba mal en su alma y en su corazón?
Arlene
cerró los ojos, y sintió que en su interior se derramaba una inconmensurable
compasión por su solitario hermano.
Este
último regresó al cabo de unas horas. En su rostro llevaba impresa una decisión
irrevocable.
-Me
vuelvo contigo a Concepción.
El
corazón de Arlene se estremeció de placentera felicidad.
-Ayúdame
a salir de esta cueva –dijo arrojándose a los brazos de su hermano-. Lo demás
es cosa mía.
CONTINUARÁ…
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