Cinco
días después, nadie hubiera pensado que Lautaro había pasado buena parte de su
vida en las simas ocultas de la Tierra. El recibimiento que le tributó su
familia fue clamoroso. Las lágrimas de emoción alternaban con las risas vehementes.
Lautaro
encontró muchas diferencias en sus padres y sus hermanos; la riqueza y la
opulencia les habían mudado la apariencia por completo. Sólo la abuela Nila
conservaba su fisonomía de siempre, si bien lo profundo de sus arrugas y la
nieve de sus cabellos delataban el inevitable paso del tiempo.
-¡Mi
niño valeroso!... Por fin regresas a mi lado… Ahora ya puedo morirme tranquila.
A
Lautaro se le formó un nudo en la garganta. No le gustó que su abuela, postrada
en cama, pronunciara tales palabras. Sus emociones rebasaban la medida de lo
que le era dable soportar. Verse rodeado de su familia, después de tan largo intervalo
de separación, no tenía posible traslación al lenguaje hablado.
Pero
al final los ánimos acabaron serenándose. Todos volvieron a sus quehaceres, y
Lautaro habría de buscarle un sentido a su nueva existencia. Tras mucho
sopesarlo, decidió irse a vivir con su hermana Arlene y la abuela Nila.
Ésta
última se enfrentaba a las horas finales de su vida. Por más intentos que
hiciera, no podía levantarse de la cama. Su voz se iba apagando gradualmente,
lo mismo que sus fuerzas. Sus ojos suplían los requerimientos que sus labios no
acertaban a pronunciar. Quería vivir para disfrutar más tiempo de la presencia
de Lautaro, quien prácticamente no se movía de la cabecera de su cama.
Todos
los demás de la familia estaban ocupados con sus tareas y otros azares de la
vida; hasta la misma Arlene se veía absorbida por sus obligaciones en la
universidad. Lautaro era el único que disponía de todo su tiempo para pasarlo
al lado de la abuela Nila.
Y
él la miraba y creía poder escuchar las palabras que a ella le hubiera gustado
dedicarle. A veces el silencio se tornaba tan espeso, que se percibían cosas
que escapaban al mundo tangible.
Escucha,
Lautaro, presta atención a mis palabras.
Hoy
estoy alegre como un pájaro,
cuando
ayer lloraba como una bebita
por
saber que no estabas a mi lado.
¿Qué
hacías en las cuevas y barrancas,
si
sabías que pendiente estaba mi vida
de
una sola mirada tuya?
Quiero
que me lo expliques.
Lautaro,
querías vivir en soledad,
y
era porque tus ojos tan profundos
eran
incapaces de liberar las lágrimas
que
por ti mis ojos han derramado.
Ya
me estoy muriendo,
y
será entonces cuando la soledad
te
haga todo el daño
que
a mí me produjo tu ausencia.
Lautaro,
aprende a amar a las personas,
y
entonces tu cueva
será
la anchura entera del mundo.
No
olvides mis palabras.
Lautaro
se levantó de su asiento, besó la mano de arrugado nácar de su abuela y se
acercó a la ventana. Sentía deseos de llorar.
En
el exterior, los aires se poblaban con el revuelo otoñal de las hojas. El alma
de Lautaro era como el pájaro solitario que, partiendo de los cielos grises, se
adentraba en la lejanía buscando climas más apacibles.
La
abuela Nila sonreía continuamente, pese a que sus fuerzas se iban consumiendo
conforme los árboles se despojaban de sus hojas. Lautaro ocupaba sus manos en
fabricar bellos obsequios para su abuela: un quetzal de suave madera de acacia,
una rosa elaborada con papeles de colores, un espejo tallado en forma de luna
en cuarto creciente, una litografía que representaba un risueño lago rodeado de
vegetación frondosa… Los ojos del joven recordaban, y en esos recuerdos estaba
presente la mirada amorosa de la abuela Nila.
Los
padres de Lautaro acudían de visita con frecuencia, y siempre le preguntaban:
-¿Por
qué no os venís a la casa grande? Allí os encontraríais más cómodos, y a la
abuela no le faltarían cuidados.
En
una de estas ocasiones, Lautaro oprimió los labios y respondió:
-Yo
vivía en una gruta, y la habitación de la abuela, sombreada por los árboles de
fuera de la ventana, me recuerda a mi antiguo hogar.
Una
tarde lluviosa de mayo, la abuela Nila les dijo trabajosamente a sus nietos
(Arlene y Lautaro):
-Me
gustaría tener vuestras fuerzas y salir a bailar bajo la lluvia, como hacía de
joven, cuando habitaba en una choza en el campo.
-¿Cómo
te sientes, abuelita? –le preguntó Arlene, abocándose a su proximidad.
-Siento
que me estoy elevando sobre los picos más altos de la cordillera, a punto de
emprender el viaje más largo de mi existencia.
-Abuelita…
-No
debes llorar, Arlene. Eres una joven bonita y pronto te casarás, pues estás a
punto de encontrar al amor de tu vida.
-¡Oh,
abuelita!
-Lautaro, sin embargo, se quedará solitario
para siempre. Sabe vivir sin la presencia de los humanos, y, cuando yo me vaya,
descubrirá que no le hace falta vivir acompañado para encontrar la felicidad.
-¿Es
eso cierto, abuelita? –preguntó Lautaro.
Las
palabras de la abuela Nila ya eran pronunciadas desde un lugar muy distante.
Lautaro sintió una pena profunda y corrosiva desenvolverse por toda su alma.
Realmente, su abuela había manifestado su destino, el de Lautaro, con claridad
meridiana; la gente empezaría a huir de su proximidad, y se quedaría solo para
siempre. Cuando la abuela Nila se fuera para siempre, ya no tendría sentido su
vida entre los humanos.
Una
fresca mañana de junio, el cielo lucía despejado, sin una sola arruga de nubes
que enturbiara su aparente uniformidad. La ventana permitía el paso de suaves
resplandores dorados. La abuela Nila había pasado la noche, raro en ella, en un
mismo sueño. Sus fuerzas se habían restaurado un tanto, y tenía el corazón
lleno de optimismo. Sus ojos se fueron abriendo pausadamente, y recibieron la
atropellada impresión de un milagro.
Sobre
la repisa de la inmediata chimenea estaban alineadas siete fastuosas figuras de
pájaros, todas ellas batidas en oro y guarnecidas de ricas pedrerías… Figuras
como aquélla que fue el origen de la fortuna familiar.
-Abuelita,
te las regalo todas –dijo Lautaro.
La
abuela Nila hizo esfuerzos por hablar con nitidez.
-Mi
niño, yo sabía que habías sido tú el que había traído esa figura a casa. La
familia tiene todo que agradecerte. Y tú has sido el único que pudiendo vivir
en la opulencia, te abrazaste a la humildad de la soledad.
-Estos
pájaros son lo único que pude salvar del terremoto –explicó Lautaro-. Cada uno
de ellos tiene el precio de un reino… Pero de nada le sirve un reino a quien no
quiere gobernar ni ser gobernado.
-Lautaro,
me queda muy poco tiempo en este mundo. Te comprendo muy bien, pero me gustaría
que pasaras tu vida entre tu familia, codeándote con la gente. La soledad puede
llegar a parecer un licor dulce al paladar; pero cuando vas sumando años,
termina pesando como una losa, impidiendo el movimiento de tu alma.
Lautaro
no ofreció ninguna respuesta. Tomó los pájaros de la repisa de la chimenea, y
se los acercó a la abuela Nila para que pudiera admirarlos a su sabor.
-Estos
pájaros acabarían con el hambre y la pobreza en la América Austral –dijo ella-;
son los pájaros de las esperanzas cumplidas.
-Son
los pájaros de la soledad –matizó Lautaro.
-Por
eso mismo necesito que me dejes sola. Regresa al salón, al lado de tus padres y
tus hermanos. Acompáñales y hazles comprender el amor que sientes por ellos. Te
conozco, y sé que vas a pasar mucho tiempo sin verlos.
-Abuelita
Nila…
-Yo
estoy a punto de irme, querido mío. Pero no te entristezcas; mi amor se quedará
contigo para siempre.
El
silencio se aposentó en toda la alcoba, como si desde los aires se hubiese
precipitado un pesado telón de boca. Lautaro hubo de realizar esfuerzos
sobrehumanos para dejar a su abuela en soledad… Hay un instante en la vida en
que la soledad es absolutamente necesaria.
Lautaro
bajó las escaleras con el alma henchida de melancolía.
En
el salón se encontraba reunida toda su familia. Las conversaciones se
suspendieron, tan pronto fue perceptible el dolor que sus pupilas
transparentaban.
-¿Cómo
está la abuela? –preguntó Isis, su madre.
-Está
comenzando el vuelo junto a los pájaros de la soledad –dijo Lautaro
enigmáticamente.
-No
entiendo las cosas que dices, hijo mío –dijo Esteban, su padre.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
2 comentarios:
Querido Julián:
Esta parte del cuento de Lautaro bien podría ser un precioso cuento de Navidad, fecha que tiene su doble cara cuando recordamos a aquellos que están volando junto a esos pájaros de la abuela de Lautaro.
Hermoso relato, hermosa sensibilidad.
Aprovecho para desearte una felices fiestas en compañía de todos los tuyos. Paz y amor.
Un fuerte abrazo.
En la narración hay momentos de alegrias y tiztesas que sientes como tuyas.
Para un escritor, debe ser bonito el ver que con sus escritos hace vibrar a sus lectores.
Te felicito por tu trabajo y te deseo lo mejor para estas Fiestas.
Saludos, manolo
marinosinbarco.blogspot.com
Si tuvieras un poco de tiempo, te invito a ver la Exposición de mis pinturas, que he publicado en el blog. ¿Podrás ir? espero tu parecer sobre ello Gracias.
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