viernes, 29 de mayo de 2009

Rasguña las Piedras (VII): La sala de interrogatorios


NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS Y PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES. ¡MUY DURO!

Como quiera que Requejo era un hombre de valor a toda prueba, no opuso ningún reparo cuando Teobaldo Oesterheld le pidió de modo cortés que le acompañara de buen grado. Requejo no era estúpido, y sabía adónde y a lo que iba. Se incorporó trabajosamente del húmedo suelo del calabozo, maniatado como estaba, y precedió cojeando a Teobaldo Oesterheld hasta la “Sala de Interrogatorios”.

-Buenos días, revolucionario de nuevo cuño –lo saludó Pittana, ocultando una sonrisa odiosa tras su espeso mostacho.

La sala de interrogatorios parecía que no estaba sino concebida como aposento de tortura. En el centro se destacaba una mesa metálica (ya humedecida con agua salada por el implacable Pittana), que se utilizaba para aplicar a los prisioneros el tormento de la picana eléctrica. En unos armarios roñosos se presentían algunos otros objetos de tortura, destinados a obtener en los interrogatorios las informaciones que se callaban las pobres víctimas… o las confesiones que mejor les convinieran a los represores.

Sin más preámbulos, Pittana agarró de los pelos a Requejo, le obligó a tumbarse en la mesa en posición supina, y al poco tenía sus extremidades sólidamente amarradas a las cuatro patas de la mesa. Le arrancaron la ropa a pedazos y lo dejaron completamente desnudo. Teobaldo Oesterheld hacía esfuerzos sobrehumanos para no desmayarse ante la terrorífica escena que estaba presenciando; y era asimismo estremecedor no poder hacer nada por evitarla. Requejo miraba imperturbable a su torturador; no se percibía en sus pupilas el menor asomo de miedo.

-¡Mirá la nariz que tiene de judío de mierda! –profirió Pittana, mientras echaba mano de la picana-. ¡Lo voy a hacer jabón, tan bien hecho que ni los pánfilos de las SS lo podrían haber igualado!

Requejo ahogó sus gritos, y resistió heroicamente las sacudidas eléctricas que Pittana le aplicaba con generosidad homicida. La herida de bala, las encías, las fosas nasales, el abdomen, el pene, los testículos y el orificio anal fueron recorridos incesantemente por la picana, como la ardiente mordedura de una serpiente relampagueante. El dolor era indescriptible, las contracciones musculares totalmente demenciales, el sudor incontrolable… Empero, Requejo lo resistió todo sin emitir el menor quejido.

-¡Vaya, Vaya! El boludo sigue sin decirnos nada de sus queridos camaradas del ERP –comentó Pittana, soltando la picana y cogiendo de uno de los armarios una cuchilla de afeitar oxidada-. A ver si un buen rasurado le despeja las ideas.

Teobaldo Oesterheld no pudo reprimir el vómito cuando vio que el torturador se aplicaba en despellejar con toda meticulosidad las plantas de los pies de Requejo. El dolor debía de ser más allá de toda comprensión. La sangre corría en verdaderos arroyos. Pittana tiraba en ocasiones de los extremos de piel con unas pinzas metálicas, causando a la víctima tamañas contracciones, que no parecía sino presa de una posesión satánica. Requejo lo resistía todo, sin gritar, aunque ya estaba a un paso de la inconsciencia.

En ese momento, hacía su aparición el “Indio”. Quería aprender de los métodos del maestro de torturadores. Se quedó fascinado ante la vista de las cascadas de sangre que se precipitaban desde los pies de la víctima.

-¡Sos un genio! –le dijo a Pittana, con admiración manifiesta.

-A este pollo la barba le impide soltar prenda –dijo este último, aplicado de lleno a su labor-. La cuchilla se gastó, así que le afeitaré con el método más rápido que conozco.

Cogiendo unas tenazas, le arrancó a Requejo varios rodales de su tupida barba y de su cabellera. Aquí los gritos no pudieron ser contenidos: Requejo se desgañitaba, mientras su rostro se inundaba con múltiples veneros de sangre. Aun así, continuó negándose a responder a las preguntas de su torturador.

-Pues bien, yo sé cómo puedo hacerte el hombre con los testículos más grandes de toda la Argentina –prosiguió Pittana-. Se te pondrán de un color azul negruzco y parecerán tan grandes como huevos de avestruz.

Sin más añadir, apresó con su diestra el sudoroso escroto de Requejo y le retorció los testículos metódicamente, por espacio de más de diez minutos. Tanto aulló Requejo, tantas violentas contorsiones acometieron su cuerpo, tantas sacudidas de dolor arremetieron contra su cerebro, que sus nervios no pudieron resistir más… Alzó con un último esfuerzo su ensangrentada cabeza, y gritó con un llanto de pasión:

-¡Viva la República!

Acto seguido, expiró y se quedó completamente inmóvil… Estaba muerto.

-¡Maldición! –exclamó el sudoroso Pittana, enfurecido por la frustración de no haber podido culminar el interrogatorio-. El pollo ha resistido demasiado, tanto que ha dejado que se me vaya la mano, y se ha quedado tieso… ¡Hijo de puta! –añadió escupiendo sobre el cadáver de su víctima.

Requejo había sido casi como un hermano mayor para los chicos de la Noche de los Lápices, por lo que huelga mencionar el revuelo que causó en los calabozos la noticia de su muerte. Nunca se habían registrado, en el transcurso de aquellos horribles meses, brotes de rebeldía comparables a los del día que se supo que Requejo no había sobrevivido al tormento que le habían aplicado los represores. Durante casi dos días todo se volvió una batahola de golpes a las puertas, insultos y desafíos a los carceleros, llamamientos de socorro, llantos desgarradores… Las represalias no se hicieron esperar: en cinco días los detenidos no recibieron el menor alimento, y para beber sólo les dieron agua orinada.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Rasguña las Piedras (VI): El criminal y el revolucionario


NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS NI A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES

Una avioneta que planeaba bajo, trajo el atardecer en sus alas…, una avioneta que iba en sentido al Río de la Plata. Teobaldo Oesterheld, ya casi ignorante del dolor de sus dedos, dejó que sus párpados hicieran desaparecer los últimos rastros de mortecina luz.

En el sopor que siguió, notó que se alzaba un mar de nubes de medianoche, que pugnaban por restañar entre sus pliegues los fulgores plateados de la luna. Un avión “Short SC.7 Skyvan” de la Fuerza Aérea Argentina desgajaba con las revoluciones de sus hélices las pegajosas acumulaciones de vapor. El sonido de los motores sobrepujaba los gemidos de los prisioneros tabicados y maniatados que iban dentro del compartimento de carga. Las rachas de viento restaban en ocasiones estabilidad al fuselaje. Una chica de apenas 18 años lloraba de tal modo que sus lágrimas empapaban la venda que tabicaba sus ojos. Entonces se le acercó Servando Pittana, el terrible y legendario torturador de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) de Buenos Aires; le atizó un bofetón tan brutal que los dientes le saltaron como las cuentas de un collar; la sangre que le manaba por la boca, ahogó la elocuencia de su llanto. Nadie más gritó o hizo intento de quejarse. Los tabicados constituían un grupo de universitarios y profesionales liberales que habían sido considerados hostiles al Proceso de Reorganización Nacional, promovido por la Junta Militar que depuso el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón. Pittana les distribuía a su capricho horrendos puntapiés. Todos temían a Pittana, aunque nunca hubieran visto su hercúleo porte y su severo y espeso bigote. Pittana era un interrogador que, merced a sus estudiados métodos de tortura, triunfaba donde los otros interrogadores fracasaban. Disfrutaba sembrando el tormento en seres indefensos. Se prestó gustoso a este primer vuelo sobre las aguas del Río de la Plata. En el compartimento de carga iban más de sesenta detenidos de la ESMA.

De súbito, salió de la carlinga un oficial, que hizo con la cabeza una seña significativa a Pittana y a los otros miembros de la Policía Federal que custodiaban a los detenidos. Al instante se abrió la compuerta de carga, y se percibió acusadamente el efecto de la descompresión en todo el compartimento. Se encontraban a más de cuatro mil metros sobre la cuenca del soberbio estuario, en el cual desaguan los ríos Paraná y Uruguay. Pittana comenzó la horrorosa tarea: arrojó a un pobre anciano a las mismas lomas de las nubes. Los alaridos menudearon entre los prisioneros, tan pronto se apercibieron de lo que iban a hacerles… Habían sido inaugurados los “Vuelos de la Muerte”. A la mañana siguiente, se informaría de la aparición de multitud de cadáveres descoyuntados en las playas del vecino Uruguay.

Antes de superar su duermevela, un rotundo escalofrío sacudió el cuerpo de Teobaldo Oesterheld al percibir la figura del feroz Pittana, tal como apareció cierto día por el Pozo de Banfield. Había venido a interrogar al barbudo Requejo, el único prisionero que no tenía los ojos tabicados y que mostraba una herida de bala infecta y mal curada a la altura del hombro izquierdo. No había orden de cubrirle los ojos, pues no se esperaba que saliera vivo del Pozo de Banfield y carecía de importancia que conociera los rostros de sus carceleros.

-¡Traeme acá a ese descamisado hijo de puta! –barbotó Pittana, zarandeando de un brazo a un atónito Teobaldo Oesterheld.

Del prisionero mencionado no conocían otro nombre que el de Requejo. Se sabía que había pertenecido al PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores), cuyos líderes habían sido reprimidos el 19 de julio de 1976 en un departamento de Villa Martelli por un grupo operativo de tareas del Ejército Argentino. Allí habían asesinado a Santucho, fundador del PRT y gran amigo de Requejo; también fue asesinado en aquella operación Benito Urteaga, otro de los dirigentes del PRT, y se llevaron al centro clandestino de detención de Campo de Mayo a Liliana Delfino (pareja de Santucho), Fernando Gártel y Ana María Lanzilolotto, miembros todos ellos del Comité Ejecutivo del PRT. Requejo derramó cuantiosas lágrimas por el asesinato de su amigo Santucho; juntos habían pasado muchas tribulaciones en las fábricas de Buenos Aires, unidos en el común deseo de mejorar las condiciones laborales de los obreros; con la muerte de Santucho, perdió talmente un hermano. Viendo que la organización había sido desarticulada y sus principales dirigentes represaliados, quiso tomarse la justicia por su mano.

En su casa guardaba una pistola. Corrían los últimos días de agosto de 1976. Supo que se iba a celebrar en Buenos Aires un gran desfile de la victoria, y decidió aprovechar la coyuntura. Se apostó en la intercesión de la Avenida 9 de Julio con la Avenida de Mayo. El desfile se desarrollaba por la Avenida 9 de Julio, acaso la más espaciosa arteria urbana del mundo con sus 140 metros de anchura. En un carro de combate marchaba el Teniente General Jorge Rafael Videla, jefe de la junta militar que había usurpado el gobierno legítimo de la República Argentina. Sus seguidores lo vitoreaban desde las aceras de la avenida. Requejo tenía los oídos taponados por la ira, y, cuando observó que el mencionado carro de combate se acercaba al vanguardista Monumento al Quijote, sacó la pistola del interior de su abrigo, se destacó en mitad de la avenida y encañonó al detestable Videla, en tanto que arrojaba a los aires la emocionante proclama de “¡Viva la República! ¡Viva Ernesto “Che” Guevara! ¡Vivan los que han muerto por la libertad!”. Pero antes de que pudiera oprimir el gatillo de su arma, ya había sido abatido por uno de los francotiradores que vigilaban desde las azoteas el desarrollo del desfile… Experimentó un dolor tan intenso en su hombro izquierdo, que de inmediato perdió el conocimiento.

Así fue cómo acabó en el Pozo de Banfield. Había resistido a todos los interrogatorios y torturas que le infligieron con el fin de sacarle informes sobre las actividades clandestinas del PRT y su célula guerrillera, el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo). Por tales razones, le enviaban ahora el decano de los torturadores, esto es, el suboficial Pitanna.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.


martes, 26 de mayo de 2009

Rasguña las Piedras (V): Un ángel llamado Claudia Falcone


NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS NI A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES

La noche de los ojos de Teobaldo Oesterheld se hizo claridad difusa en sus evocaciones de los acontecimientos de una década atrás… ¡Claudia Falcone era tan buena y cariñosa con sus compañeros de infortunio! En una ocasión se pasó tres días con sus noches cuidando a una de las embarazadas, la cual estaba empezando a experimentar las molestias preliminares al parto. Claudia tenía la cabeza de la mujer apoyada en su regazo, y le refrescaba la frente con paños mojados y le sostenía el ánimo con palabras suaves, sirviéndole a modo de pared de rebote para todos los desventurados pensamientos que avasallaban en esa hora crucial a la pobre parturienta. Cuando le llegó a esta última el momento de romper aguas, Claudia elevó varias octavas su tono de voz para alertar a los guardianes de la apremiante situación de su compañera, al tiempo que colocaba las vendas sobre los ojos de ellas dos. Entonces, merced a enormes esfuerzos, Claudia logró soliviar a la desdichada parturienta, que no cesaba de soltar desgarradores alaridos; y cuando la puerta del calabozo se abrió, se dieron de manos a boca con la feroz presencia del “Indio”.

-¡A ver si se me callan, putas arrabaleras, que me chafaron la siesta!

-¡Ya le viene el niño! –exclamó Claudia, afligida a tal punto por la triste circunstancia y la momentánea invidencia, que se puso a temblar como una hoja.

En el entretanto, Teobaldo Oesterheld corrió a avisar al temible oficial médico José Antonio Bergez, cuyo juramento hipocrático debió de ser pronunciado en un antro de perdición, pues no demostraba la menor ciencia médica ni ningún escrúpulo en su trato con los enfermos: cosía las heridas a lo vivo, sin emplear anestesia ni hilo de sutura; utilizaba apósitos y vendajes que habían servido a otros heridos; añadía, sin pararse en barras, antisépticos ardientes sobre las llagas abiertas y los ojos inflamados; recomponía los huesos rotos agravando aún más las fracturas y utilizaba palos de cajones viejos para entablillarlos; las enfermedades internas las trataba con el uso exclusivo de aspirinas; a los heridos de bala los ignoraba tácitamente, con la excusa de que eran unos criminales; las muelas cariadas las extraía a lo vivo, empleando unos simples alicates; el único examen que realizaba a las embarazadas consistía en tocarles los pechos y pellizcarles los pezones de un modo libidinoso… Con todo mérito, se había ganado entre los prisioneros el apelativo de “Doctor Mengele”.

Al poco rato, el llanto de un bebe se propagaba por los espantosos rincones del Pozo de Banfield. Y en los calabozos no fueron pocos los que derramaron lágrimas de mayor amargura. El bebé, a lo que parecía, vino de nalgas. Su llanto era audible hasta que se lo llevaron a Dios sabía dónde. A la madre, cuyos alaridos no habían remitido durante el parto, no se la volvió a escuchar. Y nunca más se supo de ella. Cundió el rumor de que había muerto desangrada por una hemorragia causada por la brutal cesárea que el “Doctor Mengele” le practicara durante el alumbramiento.

-Claudia lloró mucho cuando vio que la madrecita no volvía –explicó Teobaldo Oesterheld a una atónita doña Nelva-. Y su llanto se le hizo molesto al “Indio”, que encima andaba borracho de tanto beber whisky. Intentó forzarla, pero, como estaba como una cuba, no le obedecieron los reflejos y pude convencerlo para que abandonara el calabozo.

-¡Dios le bendiga siempre! –exclamó doña Nelva desmayadamente, tras besar la ensangrentada mano derecha de su interlocutor, la mano que al momento se puso a rascar el trozo de hormigón.

-Daniel Alberto Racero (18 años), María Claudia Falcone (16 años), María Clara Ciocchini (18 años), “Panchito” López Muntaner (16 años), Claudio de Acha (17 años), Horacio Ungaro (17 años)…

La fría tarde de agosto se iba disolviendo en las alturas de Plaza de Mayo. Doña Nelva desapareció tras la flotante red que tejían las desnudas ramas de las jacarandas. Parecía soportar sobre sus hombros el peso de las sombras vespertinas.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

domingo, 24 de mayo de 2009

Publicación de "Hombre de Paz en Reinosa" en la "Revista Sinalefa" de Nueva York


Un breve inciso en mis actividades literarias. Ismael Lorenzo, director asociado de la "Revista Sinalefa" me ha comunicado que mi obra "Hombre de Paz en Reinosa" ha sido aceptada para su difusión en tan prestigiosa red literaria. He aquí la filiación de "Revista Sinalefa": La Revista Sinalefa se publica tres veces al año en New York, llega a decenas de Colleges y Universidades y a más de veinte países. Dentro de sus lectores se cuentan estudiantes, profesores, bibliotecas, periodistas, escritores y amantes de la buena literatura. Aquí facilito el enlace, y hacia mitad de la página, destacado en la portada, figura mi trabajo por un tiempo limitado. Por problemas evidentes, no puedo hacerme con la edición en papel. http://sinalefainternacional.ning.com/ Lo que verdaderamente me emociona de todo esto es que el nombre de mi pueblo "Aldea del Rey" haya llegado a las calles de Manhattan por los extraños oficios de este escritor y servidor de ustedes. Mi gratitud a todos los que me han apoyado este tiempo. El jardinero de las nubes.

Rasguña las Piedras (IV): El ruiseñor de las celdas


NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS NI A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES

Ante la nueva acometida de remordimiento, Teobaldo Oesterheld se apretó los párpados con los nudillos percudidos de mugre. Doña Nelva Méndez hacía esfuerzos por que el llanto no desbordase los límites de sus anteojos de sol.

-Le gustaba cantar –recordaba Teobaldo Oesterheld-. Cantaba siempre que yo estaba de servicio, cuando mis compañeros no podían castigarla por hacerlo. Cantaba como el ruiseñor de las celdas.

Claudia Falcone empezó a cantar algunas semanas después del inicio de su permanencia en el Pozo de Banfield, cuando los sobresaltos a que su alma estaba abocada se asentaron un tanto. María Clara solía rezar a menudo el Padrenuestro en voz alta, y Claudia le hacía coro. Entonces fue cuando nació en esta última el deseo de desahogar su tristeza con el canto. Pensó en lo cerca que ya estaba la Navidad de 1976 y en que probablemente no podría pasarla al lado de sus padres y su hermano mayor. Sintió que su alma se desmenuzaba en fragmentos de angustia. Al término del Padrenuestro, sus labios empezaron a entonar tímidamente la canción “Rasguña las piedras” de “Sui Generis”, su grupo de rock favorito. Su canto nació en el silencio de los calabozos, y pronto inseminó las voces del resto de los cautivos:

Detrás de las paredes
que ayer te han levantado,
te ruego que respires todavía.
Apoyo mis espaldas y espero que me abraces,
atravesando el muro de mis días.

Y rasguña las piedras,
y rasguña las piedras.
Y rasguña las piedras hasta mí.

Apenas perceptibles, escucho tus palabras.
Se acercan las bandas de rock and roll,
y sacuden un poco
las paredes gastadas,
y siento las preguntas de tu voz.

Y rasguña las piedras,
y rasguña las piedras.
Y rasguña las piedras hasta mí.

Y si estoy cansado de gritarte,
es que sólo quiero despertarte.

Y por fin veo tus ojos,
que lloran desde el fondo,
y empiezo a amarte con toda mi piel.
Y escarbo hasta abrazarte,
y me sangran las manos.
Pero ¡qué libres vamos a crecer!

Y rasguña las piedras,
y rasguña las piedras.
Y rasguña las piedras hasta mí.
Y rasguña las piedras,
y rasguña las piedras.
Y rasguña las piedras hasta mí.


Teobaldo Oesterheld les exhortaba a interrumpir el canticio, el cual, dado caso de que llegase a oídos de los milicos, podría acarrearles no pocos infortunios a todos ellos.

-¡A callar, perejiles! Se ve que tienen ganas de que los apiolen.

Doña Nelva atesoró en su corazón este recuerdo de su desaparecida Claudia, como una vez lo hiciera la Virgen María con las vivencias de la niñez de Jesucristo (Lc 2, 51). Allá en lo alto del cielo, se abrió una brecha irisada justo en los pliegues de la nube solitaria. Las palomas sobrevolaron la Plaza de Mayo como oraciones materializadas.

-Llamaba usted a mi hija “el ruiseñor de las Pampas” –observó la atribulada madre.

-No es así, señora. Yo la llamaba para mí mismo “el ruiseñor de las celdas” –repuso Teobaldo Oesterheld, mientras sus ojos bailaban como estrellas en una noche de viento.

-Cantaba… Era su modo de rebelarse contra la bota opresora que la privaba de su libertad. Con su hermano Jorge cantaba muchas de esas canciones… Juntos fuimos, él y yo, a todos los sitios buscándola, guardando colas que nunca terminaban… Toda la gente quería saber qué había sido de sus desaparecidos, y la Cana y los milicos siempre se andaban con evasivas… Claudia cantaba cuando creía que le faltaba la libertad… ¡Pobre hija mía! Admiraba a Evita Perón, tenía una foto suya en su cuarto, y le agradaba pensar que las dos guardaban algún parecido físico… Cantaba, siempre estaba cantando.

-Conmigo se hacía la ilusión de que era libre… y por eso cantaba también.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

viernes, 22 de mayo de 2009

Rasguña las Piedras (III): La Madre buscando a su hija


NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS NI A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES

Teobaldo Oesterheld no fue partícipe de semejante degeneración, que se complacían en practicar muchos de los carceleros del Pozo de Banfield. Sentía piedad de las mujeres detenidas, puesto que no cabía mayor tortura física y moral que la violación. Ni siquiera participaba en las demás torturas (las incesantes palizas, la picana eléctrica, la privación de sueño y alimentos, etcétera), pretextando una natural repulsión hacia la sangre y los chillidos de las víctimas. Todo allí era absurdo. Esos chicos no habían hecho más que luchar por la implantación del Boleto Estudiantil Secundario, y pesaban sobre ellos las acusaciones de pertenecer a organizaciones subversivas como las Juventudes Guevaristas, cuando en realidad sólo militaban en las filas de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios) de Ciudad de la Plata. ¡Cuántas veces Teobaldo Oesterheld buscaba rincones sombríos para que sus compañeros no fueran testigos de las alteraciones que le ocasionaban las torturas infligidas a los detenidos del Pozo de Banfield! Siempre deseaba quedarse a solas con esa pobre gente, para por lo menos asegurarse de que comían a satisfacción las repugnantes raciones de polenta con agua sucia; él no se orinaba, por cierto, en los recipientes de plástico de los que habían de comer los prisioneros. Asimismo los animaba a que hicieran gimnasia para que los miembros no se les quedasen anquilosados por la larga permanencia en los calabozos y por los golpes que sus compañeros les daban con ciega saña; y también procuraba acompañarles a las duchas con la garantía de que no iban a ser maltratados y vejados en el desarrollo de los necesarios actos higiénicos. Por éstas y muchas razones más, los detenidos comenzaron a cobrarle cariño y hasta devoción; incluso le pasaron por alto el hecho de fingir aspereza de trato de cara a los otros carceleros. Lejos de sentirse confortado por la estima que le tributaban los prisioneros, Teobaldo Oesterheld se sentía más abatido todavía, habida cuenta de su incapacidad para procurarles a aquéllos unas dignas condiciones de vida durante su permanencia en el infecto Pozo de Banfield.

Los años habían transcurrido, y ahora, en Plaza de Mayo, el dolor de su alma no había cesado; es más, se había acrecentado merced a la angustia que las Madres dejaban entrever, refiriéndose de continuo a las dramáticas circunstancias que rodearon las desapariciones de sus hijos. Aunque él en la actualidad, desahuciado de todo y enfrentado a gravísimas condiciones de vida, era realmente digno de compasión, sentía que su alma se removía de compasión y tristeza por todo lo que vio y estaba viendo: los sufrimientos inenarrables de los desaparecidos que él conociera; las desdichas de las Madres de Plaza de Mayo, tratando de hacerse oír en un mundo que prefería hacerse ignorancias de los trágicos hechos que acontecieron en el interminable lapso de la dictadura argentina; el ambiente, en suma, que se respiraba en Plaza de Mayo con las fotografías de los desaparecidos, las velas encendidas, las plegarias, los ramos de flores, las lágrimas carentes de consuelo… Teobaldo Oesterheld unificó su antiguo dolor de carcelero arrepentido con las desdichas que afloraban en Plaza de Mayo.

Cierto día de agosto de 1986, un día frío de invierno en el hemisferio austral, una de las Madres le vino al encuentro. Ocultaba sus ojos tras unos espesos anteojos de sol, acaso para no dar cuenta de los caudalosos ríos de lágrimas que debían de correr por aquéllos.

-Me han contado que usted fue carcelero en el Pozo de Banfield –le interpeló de buenas a primeras-. Es usted el carcelero bueno que tantas veces nos ha mentado Pablito Díaz… Soy Nelva Alicia Méndez, la mamá de María Claudia Falcone…

Una nube de frío tendió su velo de oscuridad en el cielo de la mañana bonaerense. El vello se le erizó al antiguo carcelero, no tanto por el gélido soplo del viento como por lo punzante del recuerdo. Los anteojos negros, orlados por el pañuelo blanco, le inquirían por la vida ausente, por la juventud que tempranamente fuera arrebatada de la protección del hogar paterno, por esa jovencita que todos llamaban simplemente Claudia y que tenía el sello y el color del cielo en la mirada. La rememoración de sus ojos turbaba el ánimo de Teobaldo Oesterheld; nunca pudo reunir el valor necesario para enfrentarse a los ojos de Claudia, en los que la dulzura de su carácter y la consternación del cautiverio corrían parejas en aquel enloquecedor ámbito del Pozo de Banfield.

-Hábleme de mi hija –le suplicó doña Nelva, con una voz que no parecía sino rasgada por una navaja mellada-. Llevo diez años buscándola. Dígame adónde se la llevaron.

-No conservo certeza –respondió el interpelado-. Una vez creí para mis adentros que sabía adónde se los habían llevado, pero realmente no lo sé, se lo repito. Y por Dios quiero que me crea: daría mi vida por saber dónde están. No estaba yo cuando se los llevaron; ya me habían botado de allí... Fui débil, y muchas veces el cansancio pudo conmigo… Tenía que haberme quedado las veinticuatro horas, los siete días de la semana… Los cornudos de los milicos y los perros de mis compañeros se olían a chamusquina mi exceso de celo. No pude impedirlo; estaba solo entre todos ellos… ¡Oh, mi Señor de los cielos!

CONTINUARÁ…


Ilustración de Alberto Bruzzone.



El jardinero de las nubes.

jueves, 21 de mayo de 2009

Rasguña las Piedras (II): La "violación"

NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS NI A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES


Después de la visita del heroico Pablo Díaz, empezaron a mirar con tristeza y compasión a Teobaldo Oesterheld. Le llevaban comida y cosas para beber, le invitaban a tomar mate de cuando en cuando, le insistían para que cuidase de su higiene personal, le preguntaban si no tenía familia… Las Madres de Plaza de Mayo le bendecían a menudo; Pablo Díaz lo había dicho: Teobaldo Oesterheld había usado de sentimientos humanitarios durante su cometido en el Pozo de Banfield. Sabían que estaba comido por el remordimiento de las atrocidades que había presenciado en ese tétrico lugar: las torturas, las violaciones, los maltratos a las detenidas embarazadas, la perversidad creciente de los mandos y sus compañeros carceleros… Teobaldo Oesterheld rascaba el trozo de hormigón, pronunciando los nombres de los chicos desaparecidos durante la Noche de los Lápices. Notaba que el sufrimiento lo desgarraba por dentro. Muchas voces en Plaza de Mayo trataron de exculparle de los crímenes que se habían cometido en el Pozo de Banfield, pero él aducía que criminal es también quien obedece órdenes injustas, y el miedo le había movido a obedecerlas en varias ocasiones.

Contaba del maldito “Indio” (el apodo de su compañero Casimiro Ernesto Castillo) su gusto por practicar “tabicamiento” a los detenidos, esto es, vendarles los ojos para que no pudieran identificar a sus carceleros; se los vendaba con algodones sucios y esparadrapos ásperos. Asimismo gustaba de maniatarles con dureza, al tiempo que afirmaba la soga rodeando el cuello de las indefensas víctimas. Por si esto no fuera bastante, sobeteaba a las asustadas embarazadas, y sus instintos lúbricos le condujeron a tomarle afición a María Clara Ciocchini y a someterla a frecuentes abusos. Teobaldo Oesterheld se horrorizaba al oír los gritos de socorro de María Clara en el infecto calabozo, siempre que el “Indio” acudía a visitarla. Las dos galerías de calabozos consistían en mugrientos tabiques que no estaban cerrados por arriba, salvo por una fila de oxidados barrotes de hierro, siendo el motivo de que todos los detenidos pudieran escucharse unos a otros. María Clara chillaba cuando el baboso del “Indio” la forzaba por delante y por detrás, y entonces se armaba el revuelo en todos los calabozos: llovían los insultos y las protestas de indignación sobre el violador, y Teobaldo Oesterheld se las veía y se las deseaba para restablecer el orden.

El “Indio” también tenía fama de delator, y, al observar que Teobaldo Oesterheld mostraba miramientos con los detenidos, le amenazó con dar el chivatazo a los jefes si a su vez no violaba a María Clara. Teobaldo Oesterheld tuvo miedo y penetró en el calabozo de la pobre muchacha. Ella se acurrucó en un rincón sobrecogida por el pánico. En el marco de la puerta observaba el “Indio” la escena con sonrisa sardónica.

-Cerrame la puerta, haceme el favor –le pidió Teobaldo Oesterheld, en tanto que se bajaba los pantalones-. No se me empitona la naba teniendo público delante.

-¡Pues sí me saliste delicado, huevón! –rezongó el “Indio”, cerrando el calabozo con un brutal portazo.

María Clara prorrumpió en alaridos al comprender que se le aproximaba Teobaldo Oesterheld, pues sus ojos vendados no podían verle; arañaba los muros del calabozo, como queriendo encontrar una vía de escape. Su histeria despertó, como de costumbre, la histeria en los otros calabozos.


-¡Cerdo violador, soltala! –se oía desde el calabozo vecino la voz de Daniel Alberto Racero, ardiendo de indignación.

La mirada de Teobaldo Oesterheld derivó al arranque del cuello de María Clara. Una humilde crucecita de madera daba cuenta de las creencias cristianas de la joven. ¡Malditos milicos! Os poníais del lado de los católicos y tratabais a vuestros semejantes peor que a las alimañas. Dulce Maria Clara (llamada cariñosamente “La Cieguita” por sus compañeros), tu juventud profanada y aún tenías arrestos para suplicar a los cielos. Teobaldo Oesterheld se sentía confundido; él creía en Dios, y violar a casi una niña era un acto deleznable para su conciencia. Podía escuchar los jadeos lascivos del “Indio” al otro lado de la puerta. Si se enfrentaba al “Indio”, no tardaría éste en correr a denunciarle al inhumano teniente coronel Antioco Ubaldo Comino… No le quedaba más que una alternativa.

Se aproximó a María Clara, la tomó de los hombros (temblorosa ella como un pájaro capturado), y le susurró al oído las siguientes palabras:

-Tranquila, pibita, escuchame… No tengás miedo, que no voy a forzarte… Pero, por tu bien y el mío, hacé como si te violara de verdad…

De esta manera, la violación fue fingida a la perfección. Cuando Teobaldo Oesterheld abandonó el calabozo, recibió una palmada amistosa por parte del pérfido “Indio”.

-¡Y parecías boludo! –exclamó éste con sonrisa babosa-. Tenés que darme lecciones, pues ¡cómo chillaba de placer la minita ésa!

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.


miércoles, 20 de mayo de 2009

Rasguña las Piedras (I): En Plaza de Mayo


NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS NI A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES

Circulaba el rumor, entre las Madres de Plaza de Mayo, de que Teobaldo Oesterheld buscaba desesperadamente la salida de este mundo. Pero tal deseo no resultaba de sencilla realización; los días se sucedían monótonos en Plaza de Mayo, y él estaba cenceño, gris y harapiento… bien que vivo y en perfecto estado de salud. Algunas veces pasaba hambre, pero hasta parecía que los perros venían a compartir con él sus infames pitanzas. Después de tantos meses como hacía que vagabundeaba por Plaza de Mayo, ya todos sabían que había sido carcelero en el Pozo de Banfield, uno de los más escalofriantes Centros Clandestinos de Detención (CCD) de la dictadura argentina. Llegó diciéndolo con los ojos extraviados, dándose golpes en la frente. Muchos le agredieron por esta razón, y él encontraba alivio para su conciencia en el dolor físico que le infligían las almas indignadas. Escuchó los insultos de las Madres, rostros ataviados con el pañuelo blanco que era como un símbolo de los pañales de sus hijos desaparecidos. Le partieron muchos dientes para calmar el ansia de revancha, y un día, con la boca hecha una pura sanguina, empezó a hablar de los chicos de “La Noche de los Lápices”; pero, al poco de comenzar a hacerlo, sus palabras se transmutaron en llanto ausente de lágrimas. Dentro de una especie de morral transportaba un pequeño pegote de hormigón que decía pertenecía a los muros del Pozo de Banfield. Solía rascarlo muy a menudo, hasta destrozarse las uñas y hacer aparecer la sangre, para el horror de los que asistían a ese acto demencial. Y mientras rascaba el hormigón, sus labios musitaban sin descanso, con acento de agonía moral:

-Daniel Alberto Racero (18 años), María Claudia Falcone (16 años), María Clara Ciocchini (18 años), “Panchito” López Muntaner (16 años), Claudio de Acha (17 años), Horacio Ungaro (17 años)… Daniel Alberto Racero (18 años), María Claudia Falcone (16 años), María Clara Ciocchini (18 años), “Panchito” López Muntaner (16 años), Claudio de Acha (17 años), Horacio Ungaro (17 años)…

Un día apareció por Plaza de Mayo Pablo Díaz, uno de los chicos que consiguieron salir del Pozo de Banfield como detenidos legales y se salvaron del estigma de los que no pudieron volver para contarlo. Era 1986, habían pasado diez años sin noticias de los desaparecidos. Las Madres escoltaban a Pablo Díaz hasta el rincón en que Teobaldo Oesterheld pasaba las horas vegetando y mascullando su dolor y remordimiento. Siempre se le podía encontrar tumbado al pie de la Pirámide de Mayo cuando no se ponía a rascar el trozo de hormigón.

-¡Che!, me dicen que vos estuviste de carcelero en Banfield –dijo Pablo, poniéndose en cuclillas.

-¿Quién sos vos? –preguntó Teobaldo Oesterheld, mirando al visitante a través de la legaña de sus ojos desolados por el sufrimiento.

-Soy Pablo Díaz, “Pablito”… ¿No me recordás?

-Y vos, perejil, ¿me recordás?

-Estás muy estropeado, pero eras el único bueno de la “Cana” de allí, el único que se dejó que lo miráramos a la cara. Te llamás Teobaldo Oesterheld, no lo he olvidado. Me han dicho que te pegan porque vas diciendo que fuiste carcelero en el Pozo de Banfield. Pero, ¡che!, ¿por qué no les has dicho que sos el único que nos trató con humanidad?

Teobaldo Oesterheld miró al resplandeciente cielo de Buenos Aires, rozando su visual la estatua de la República en lo alto de la pirámide. El semblante se le anubló. Plegó las comisuras de sus labios, y sus mostachos dieron razones de suciedad. Agarró el antebrazo de Pablo en un gesto marcadamente rapaz. Acercó su rostro al del joven, clavándole su mirada como una barrena. Por entre los espacios de sus dientes hechos cachos se deslizaron unas palabras al oído de Pablo, que ninguno de los que estaban en derredor consiguió captar.

Al poco rato Pablo se puso en pie, englobó en una misma mirada a todos los circunstantes y dijo en un grito solemne:

-A partir de ahora, ¡escúchenme bien!, que nadie se las vuelva a hacer pasar tiesas a este hombre. Su sufrimiento no lo curan las medicinas… Si no aparecen todos los desaparecidos del Pozo de Banfield, sólo la muerte podrá curarle.

Casi de improviso, Teobaldo Oesterheld echó mano de su ensangrentado trozo de hormigón, y, rascando con dolor, reanudó su cantinela:

-Daniel Alberto Racero (18 años), María Claudia Falcone (16 años), María Clara Ciocchini (18 años), “Panchito” López Muntaner (16 años), Claudio de Acha (17 años), Horacio Ungaro (17 años)…

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

sábado, 16 de mayo de 2009

Prólogo a "Rasguña las Piedras"


Se me viene a la memoria cierta fecha de la primavera de 1985. Se celebraba la Feria del Libro en Madrid, y había numerosos puestos distribuidos a lo largo de la Calle Preciados. Yo acababa de comprar el libro del que todo el mundo hablaba en los términos más encomiásticos: “La Historia Interminable”, de Michael Ende. Me sentía tan entusiasmado con la adquisición, que mis pies volaban ligeros hacia la boca de metro de Puerta del Sol.

Ya que llegué allí, mi alegría se vio cortada de un modo brusco. Había una concentración de exiliados argentinos junto a la fachada de “La Mallorquina”, la emblemática pastelería de la Villa y Corte. Los manifestantes empuñaban fotografías de familiares desaparecidos durante el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983). Intentaban llamar la atención de los españoles y pedían al mundo que se agilizaran las gestiones para dar con el paradero de los desaparecidos y para castigar a los represores… 30.000 desaparecidos, mayoritariamente gente joven. La vista de los rostros de las fotografías me turbó en grado sumo, restando toda viveza a mis movimientos posteriores.

Con el transcurso de los años, salieron a la luz historias espeluznantes y barbaries que atentan contra los más elementales principios de humanidad. Aun cuando el pueblo argentino me cogía muy a trasmano, siempre guardé una honda conmoción por todas esas historias que con cuentagotas iban saliendo a la luz: las detenciones, las torturas, las represiones, los asesinatos, la angustia de las Madres de Plaza de Mayo…

Fruto de todas estas cavilaciones, nace la historia que empezaré a ofrecerles de aquí a unos días, cuya redacción ha sido muy pausada por el esfuerzo de documentación, por las emociones desatadas y por cierto acopio de circunstancias personales. Realmente se dice que lo peor que le puede suceder a un escritor es estar rodeado de una atmósfera de estabilidad, y quiero creer que las vicisitudes de los últimos tiempos me han propiciado el abordar registros hasta entonces inexplorados por mi pluma. Un arduo trabajo del que, como autor, no puedo por menos de sentirme satisfecho.

Mi pretensión ha sido mostrar lo repugnante de aquellas dictaduras que persiguen a ultranza la abolición de las libertades de los pueblos y de los individuos. Es necesario aprender del pasado para evitar que lo más siniestro del alma humana salga a relucir de forma cíclica a lo largo de la Historia.

Deseo advertir que ésta que les ofrezco es una historia muy bella, pero también dolorosa. Yo no he vuelto a ser el mismo después de investigarla y redactarla. Una historia mitad real, mitad ficticia. Debido a la crudeza de ciertos episodios, me veo en la precisión de no recomendar su lectura a menores de 18 años ni a personas fácilmente impresionables. Y esto a pesar de que tenía en mi pensamiento a los jóvenes mientras acometía la redacción.

He intentado mostrarme lo más comedido y respetuoso posible, y no ha sido mi intención recrearme en asuntos morbosos a costa del sufrimiento de las víctimas. En el caso de personajes reales, remitiré mediante hipervínculos a las páginas en las que me documenté. Para proteger la historia, he alterado los nombres de ciertos personajes que desempeñaron papeles de suma crueldad durante el Proceso de Reorganización Nacional. A algunos de ellos ya les ha formado causa el juez Baltasar Garzón, acusándoles de crímenes de lesa humanidad.

Sin más que añadir, dedico esta historia a los más de 30.000 desaparecidos, muchos de ellos presentes en el Muro de la Memoria (en el cual he pasado gran cantidad de horas leyendo e investigando); a los familiares de aquéllos y a las Madres de Plaza de Mayo, y a mis amigos argentinos, que tan calurosa acogida han brindado a mis humildes letras.

Asimismo, dedico esta historia a mi gente, a los que tengo cerca (a través de la presencia y los correos electrónicos) y a quienes han soportado mi exceso de celo durante la lenta realización de este trabajo.

Ahora estoy efectuando los retoques finales. En unos días comenzaré a ofrecerles los capítulos que integran esta historia que tanto ha removido mi alma.

El jardinero de las nubes.

Ilustración: "La Noche de los Lápices", de César López.


sábado, 9 de mayo de 2009

El cuaderno en blanco


BASADO EN UN HECHO REAL

Le regalaron un cuaderno para que anotara sus pensamientos en esas horas terminales. Tenía una enfermedad mortal arraigada en todo su cuerpo. Todo el mundo que la conocía se sentía muy apenado, porque era verdaderamente desolador que una joven tan bella emprendiera el viaje de nunca volver.

En esos últimos días, mantuvo muchas horas el cuaderno entre sus manos. Después se lo tendió a un amigo muy querido, diciéndole:

–Ya están completas todas sus páginas.

Pero el amigo comprobó que no estaban sino en blanco.

–¡Yo las veo vacías!

Ella meneó la cabeza con suficiencia, y luego respondió:

–Amigo mío, no quiero que este cuaderno se llene de sufrimientos. Ya es bastante con que los aguante yo. Dios es el único que puede escribir mis últimas páginas.

El amigo nunca apartó de sí ese cuaderno lleno de los silencios de ella.

El jardinero de las nubes.

martes, 5 de mayo de 2009

A mi madre & Añoranza Nocturna


Escucha el canto de la montaña cuya cúspide se inflama cuando la aurora abre sus ojos dorados. Querida madre, no dejes que el llanto te asedie si descubres que ya no me tienes a tu lado. Es que el vello me ha crecido y la vida me lleva por sus sendas de fatiga.

Pero son nuestras aquellas tardes de paseo y aquellas alamedas que daban sombra al cielo; en tu recuerdo vuelven a renacer una y otra vez.

Me sumerjo en la espesura bordeada de flores, y veo tu mirada en la superficie de ese estanque de lirios. No sabes tú, amada madre, cuánto te necesito, aunque mi cuerpo haya crecido.

Vuelvo a tenderme sobre la hierba de abril, dejo que mis párpados se entornen y siento tu arrullo lejano, el aliento que tomó forma en mi corazón.

Esto dice el cuento: eclosionó la crisálida, y el ángel de las alas blancas buscó su libertad en la morada de las nubes. Allí sólo encontró la añoranza, y dirigía lánguidas miradas a la rama tierna en la que tuvo lugar su origen.

Y era yo, mamá, que te echaba de menos, que te tenía fuertemente prendida a mi corazón.

Vuelve a mí o deja que yo vaya a ti. La vida en tus brazos constituye todo mi anhelo.

Mamá, aparece por detrás de la montaña. Ya es la hora del amanecer, y yo te sigo esperando.


***

En alguna casa de Aldea me estás aguardando. La soledad es grande. El otoño borda nubes solitarias, pájaros errantes y husos dorados en el tapiz azul del cielo.

Observas cómo la tarde se va retirando. Tus pies se arrastran sobre las losas, y vas adonde tengo mis libros. Acaricias sus lomos desgastados, y dejas que el polvo aprisione tus dedos. Está oscureciendo, y alguna flor está naciendo en tus macetas. Miras al cielo, más allá de tu ventana, y le pides a los pájaros que acudan a mi encuentro. Ellos migran lejos, y no pueden permitirse la demora de cumplir tu encargo.

En la profundidad de la casa la campana del reloj anuncia la hora del recogimiento. ¿Cómo ha aparecido esa perla húmeda trabada entre las arrugas de tu rostro? Las nubes declinan toda responsabilidad.

¿Habrán sido tus ojos?

Las estrellas refulgen en el acerico de los cielos. También llueve sobre mi rostro; también te ando yo buscando.


El jardinero de las nubes.

domingo, 3 de mayo de 2009

Reflexiones sobre el arte de Feliciano Moya


Un viejo adagio dice que sólo los grandes genios son autodidactas. Feliciano sintió desde muy joven el prurito de vencer los vacíos blancos que le presentaban los blocs de dibujo y los lienzos de caballete. Empezó a experimentar con los colores, las formas cambiantes, las perspectivas, las sombras, los cendales de niebla, los horizontes etéreos... Y así, poco a poco, haciendo uso de la técnica ensayo-error, sin mano que guiara sus pinceladas, el arte, la idea que albergaba en su interior, fue afianzando perfiles. De esta manera, comenzó a gestarse el embrión de lo que hoy es su maestría actual.

En aquellos áridos tiempos de aprendizaje, Feliciano escuchó muchas voces que trataron de disuadirle de seguir adelante con sus inclinaciones. Los artistas siempre han sido bichos raros, y Feliciano, pese a su natural apacible y agradable trato, presentó una égida de rebeldía ante aquéllos que le aconsejaban que buscase rumbos más lucrativos a su existencia. La pintura era su verdadera vida, y, no desfalleciendo en su noble empeño, demostró lo que sólo muy pocos artistas del pincel han dejado entrever: sus venas no eran regadas por la sangre de los mortales, sino por la pintura de las obras inmortales.

El arte de Feliciano, a mi juicio, aúna la herencia de los paisajistas holandeses del Siglo de Oro con los rasgos del tan denostado como admirado movimiento impresionista francés del siglo XIX. Con todo y con eso, la singularidad de Feliciano reside en su particular concepto del color y en su secreto para plasmar las nebulosidades de la Naturaleza. He aquí su desafío a los cánones del arte y el logro por el cual la posteridad habrá de tenerle entre sus elegidos. Por más que se bucee en la historia del arte, no podrá encontrarse otro ejemplo de un trazo de la bruma y de la lluvia tan bien traído como el que ha salido de la paleta de Feliciano. Sus bodegones y sus escenarios crepusculares implican un conocimiento profundo y una puesta en práctica de todos los recursos pictóricos, teniendo además en cuenta que Feliciano se ha apoderado de los mismos por vía de su olfato intuitivo; la intuición ha estado presente en todas las grandes obras de la humanidad, y, en este caso, la rebeldía de Feliciano a seguir los senderos trillados han hecho de él un artista singular, un hombre que, huyendo del reconocimiento mundano, está llamado a ocupar un sitio honorífico entre las pléyades de la pintura.

Aquí tienen a Feliciano Moya, pintor de la luz y los paisajes del manchego Campo de Calatrava, de la bruma y las espumas del mar, de los árboles y los cielos distantes, de las naturalezas muertas, a las que con su trazo magistral sabe investir de una vida latente y de un sentimiento sin parangón.

Los cuadros de Feliciano no son de ésos que se ven sólo una vez y al momento pasan al olvido; por el contrario, se trata de ágiles trabajos que se apoderan de nuestra alma e intelecto, y su vista siempre nos acompaña, aunque pasemos años apartados de ellos.

Quien desee adquirir un conocimiento más exhaustivo de la obra de tan eximio pintor, puede acudir a la siguiente dirección web:

http://www.feliciano-moya.es/

Asimismo, si viajan a Ciudad Real capital, no pierdan la oportunidad de visitar su particular “Capilla Sixtina”, ubicada en el salón de convenciones del hotel “Doña Carlota”. No quedarán defraudados; es más, quedarán hechizados por esa sinfonía de colores, que constituye un homenaje y un testimonio de amor profundo a la provincia que vio nacer a este genial pintor.

Ilustración: "Verdor", de Feliciano Moya.

El jardinero de las nubes.

viernes, 1 de mayo de 2009

Parábola de los dos músicos


Redobles de tambor y no acordes de violín, la verdad tal era. Juan iba por las ferias de la vida aporreando su tambor, y sus oídos no experimentaban la tortura nacida en los oídos de quienes a su lado pasaban. Carlos abarrotaba teatros, y los trémolos de su bombardino concitaban las luminarias del Paraíso.

Ahí seguía Juan, comiéndose el barro de la tierra, soltando los depósitos de las nubes, despertando el fragor del trueno. No quería librarse de la cera que taponaba sus oídos. Adelante siempre, nunca mirar hacia atrás, aunque las astillas salten de los palos del tambor. Así hasta ese teatro de donde brotan las flores del triunfo.

Despierta, dulce bombardino de Carlos. Vence al fracaso que intenta echarte a un lado. Conseguiste que en la noche de estío se acallasen el grillo y el ruiseñor. Vendrá tu brisa de primavera a humillar las ráfagas heladas que el obstinado Juan causa con su tambor.

¡Ya está! Una pizca de belleza basta a derrumbar una montaña de mediocridad. Las flores han cubierto los huecos que dejaron los vidrios rotos de las ventanas del teatro.

El tambor de Juan ha ido a parar al cieno del arroyo. Su canción se ha terminado.

Carlos ha desaparecido tras la puerta del teatro.

Pobre Juan, jamás podrás parecerte a él. Pero nada te impide seguir caminando por la anchura de la tierra. Nada te detiene, no hay esperanza que te esclavice.

El camino te está llamando. El camino te llamará aun cuando andes de espaldas.

El jardinero de las nubes.