UNO DE MIS FAVORITOS: ME FASCINA, ME SUBYUGA, NO PUEDO QUITÁRMELO DE LA CABEZA. HAY ALGO EN ESTAS PALABRAS QUE REMUEVE MI ALMA Y COLMA MI SENSIBILIDAD LITERARIA.
Iba maldiciendo por los caminos de barro porque las fábricas del Alto Campoo habían cerrado sus puertas para él. Y en los caminos no había quien le escuchara. Decían en Reinosa que era de natural pacífico. Vivía en una casa roída por la humedad. Allí tenía unos brazos que fregaban escaleras y unos ojos infantiles cuyo verdor derrotaba con su impronta a la niebla de la época del tiempo desapacible.
Aún no asomaba por el horizonte la fría raya del sol de invierno, cuando cada mañana salía de su casa hacia las fábricas del Alto Campoo. La bufanda tricotada en casa, la nariz enrojecida y goteante. El río Ebro atravesaba los ojos del puente, arrastrando cristales de escarcha e inquietas hilachas de bruma. Había polvo de nieve en el aire turbio de la madrugada. Se encendían las luces de las tabernas cuando aún resplandecían las farolas en la niebla del alba. ¡A las fábricas había que ir..., por esas manos que fregaban escaleras y esos ojos verdes de infancia! Sus labios no se despegaban, pero las montañas cántabras se hacían eco de su descontento. Y en Reinosa y en las fábricas del Alto Campoo siempre hacían referencia a él, diciendo: ahí lo tienes, va por el camino... ¡Es el hombre de paz en Reinosa!
Hombre de paz en Reinosa. Con la bata azul y fresando todo lo que le permitiera conjurar la amenaza de la miseria. La luz se sentía ultrajada al traspasar los vidrios de polvo de la fábrica. Prescindiendo del café de media mañana, él ahorraba para sufragar la Primera Comunión de la mirada verde que le era tan amada. Y nadie que lo viera dejaba de decirlo: ¡Hombre de paz en Reinosa!
Cincuenta años y bigotes lacios y canosos. Él fue el primero en ser sometido en la fábrica a un expediente de regulación de empleo. La Vírgen en Fontibre soltó las lágrimas que engrosaban el caudal del Ebro. Ya habían brotado las hojas, con el mismo verde apacible de su mirada amada.
Y el hombre oyó la gaita en el valle. La gaita sonaba y su trémolo arrastraba el murmullo del arroyo y del viento de los cipreses. La voz que habla el lenguaje de los bosques y desnuda el corazón de los hombres que sienten que no quieren perder sus últimos atisbos de esperanza.
Los aires de la gaita le condujeron hasta el lugar de la Vírgen en Fontibre. Se metió en el nacimiento del Ebro y abrazó la columna también presente en la basílica del Pilar de Zaragoza. El viento de la montaña y la misma gaita lo afirmaban: ¡Hombre de paz en Reinosa!
Y el daño vino... Reinosa no te quiere. No encontrarás ocupación cerca de tu casa. Eres viejo y no eres nada. Mejor te encontrarías muerto que ser quien eres, tener tanta edad y no encontrar otro sitio en la sociedad. Vete más allá de las montañas del Alto Campoo, y repararás en que nadie te solicita en este mundo de fatigas sin cuento.
No pudo ser. Le cobijaron las manchas de sus paredes roídas por la humedad. Sólo las escaleras fregadas por su amor de siempre sostenían la dignidad de su morada. Esas manos que antaño fueran suaves como flores de las cumbres del valle de Valderredible y que ahora estaban ásperas por los líquidos caústicos de limpieza. Y los ojos de verde montaña empezaron a angustiarse ante lo incierto de su futuro. Abandonado por el reconocimiento de sus convecinos, ya nadie le asociaba con el hombre de paz en Reinosa. Sólo el aire lejano de la gaita seguía alentando algún deseo en su corazón desengañado.
Como ya nadie se hacía lenguas de su bondad, como ya su vida era ignorada como por acuerdo tácito, tomó su viejo punzón de fresador y regresó de incógnito a las fábricas del Alto Campoo. Allí el punzón buscó la carne del director gerente, y al hundirse en la misma no reparó en que dejaba huérfanos varios ojos del mismo color de hierba. La sangre vertida provocó que nadie jamás volviera a decirle: ¡Hombre de paz en Reinosa!
Y vio la llegada del día en que su ventana se hizo lejana y con el rectángulo dominado por sombras de barrotes. Y de más lejos venía a su encuentro el olvidado aire de la gaita y la Vírgen en Fontibre le tendía los brazos, buscando su abrazo de tiempo atrás. A través de los barrotes de la ventana no vio los pasos por el mundo de sus amados ojos de hierba.
El hombre bajó la persiana, se acurrucó en el rincón más apartado de su celda y dio curso a sus lágrimas, tan abundantes que bien podrían correr sobre el lecho del río Ebro.
Y al cabo de los años, cuando su piel volvió a recibir la caricia del sol y el frescor de las montañas del Alto Campoo y la mirada de los ojos que le amaron, volvieron a decirle: ¡Hombre de paz en Reinosa!
El jardinero de las nubes.
4 comentarios:
Qué triste es este escrito, hombre de paz... la vida lo llevo por el camino equivocado, su dolor y su prejuicio su pobreza lo invito a cobrarse una cuenta que no sería buena, pero el corazón de un hombre humillado muchas veces no repara en el daño que hace, solo ve su humillación, un relato muy actual.
Besitos
Es fascinante y ciertamente triste. La sociedad muchas veces tuerce el destino de los hombres, al dejarlos sin cabida en ella.
La desesperación es muy mala consejera, pero somos seres de emociones y el ánimo tiende a estallar cuando nos quedamos sin puertas.
Pero como dice la frase: A cada hombre hay que juzgarlo por el momento histórico que le tocó vivir.
Abrazo.
Bye bye
Siempre aprendo de tus historias, pero esta vez quiero agradecer tu compañía en el momento en que la necesité. Ahora, la maga más repuesta pasa a dejarte un enorme abrazo a su gran jardinero.
de verdad es muy triste como se toman decisiones tan drasticas en nuestra vida. Pero nuestra sociedad puede ser tan cruel a los que han dado tanto y sembrado tanto amor. un abrazo
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