lunes, 9 de marzo de 2009

Palomo con arroz, un cuento políticamente correcto (I): El talento culinario de Ramoncito el de Necleto


De todos era sabido que Ramoncito el de Necleto pasaba por ser una persona a carta cabal. Observaba una apacible vida de soltero. Su coronilla estaba pelada como el monte del Calvario. Sus ojos eran tristones pero nada maliciosos. Tan delgado estaba, que don Quijote le hubiera tomado prestada su triste figura. Vestía de americana los días de diario y también las fiestas de guardar. Habitaba en un caserón inmenso, en el que los ecos de los espacios vacíos se desenvolvían a sus anchas... Era buena persona Ramoncito el de Necleto, ¡que nadie se atreva a ponerlo en duda! Se llevaba bien con sus vecinos y cumplía todas las obligaciones que la vida le ponía al paso… Pero, dentro de su caserón, siempre estaba solo.

Cierto día, de buenas a primeras, sus vecinos se apercibieron de que se había hecho viejo y ya no se las podía valer por sí mismo con la misma eficacia que antaño. Entonces un amigo suyo, muy bien situado en el municipio, movió todas las posibles fichas para que lo admitieran en la residencia de ancianos; allí cuidarían de él con el más exquisito mimo. Sin embargo, no fue sencillo convencer a Ramoncito el de Necleto al objeto de efectuar su ingreso en el establecimiento; casi se necesitó llamar a los antidisturbios para desalojarlo del caserón. A Ramoncito el de Necleto le costaba encajar las novedades, así a bote pronto.

En la residencia se mostró a lo primero bastante renuente a seguir las actividades programadas por la dirección. En cambio, no le costó simpatizar con todos sus compañeros, los cuales comenzaron a verle como un líder, esto es, la cabeza visible de un grupo de ancianos que en el atardecer de sus existencias apetecían de comprensión, respeto y cariño.

Ramoncito el de Necleto tenía el paladar muy delicado, y no le agradó enfrentarse con los insípidos guisotes que se estilaban en la residencia. El grueso de sus quejas se encaminaba a las cuestiones culinarias del establecimiento. ¡Qué menos se podía esperar para unos pobres ancianos que un digno condumio! Pidió, en consecuencia, supervisar personalmente las labores de la cocina, y (¡cosa asombrosa!) la dirección no le opuso el menor reparo.

Después de toda una vida en soledad, Ramoncito el de Necleto le había tomado la mano al arte culinario. A base de mucho practicar el método ensayo-error, se había hecho un experto en estas cuestiones. Conocía los misterios que subyacen a las mezclas de los distintos alimentos; era un virtuoso en el arte del aderezo y sabía apreciar en su prudente medida las propiedades de las distintas especias; le cautivaba hacer indagaciones en el mercado y juzgar las coloraciones de vegetales, carnes y pescados... Vamos, que Ramoncito el de Necleto sabía qué terreno pisaba.

No entró a la cocina de la residencia campando por sus fueros. Como contrapartida, fue bastante discreto y mesurado. Observaba simplemente, sin censurar la labor de la cocinera y de las pinches de cocina. Dirigía lánguidas miradas a los alimentos, guardándose para su sayo toda opinión que no hubiera sido agradable airear delante de tan honradas trabajadoras... Así fue cómo su presencia se hizo simpática en ese cotidiano ámbito de olores, colores y sabores.

-¿Qué, Ramón? -le interpeló un día la cocinera-. ¿Te atreverías a preparar una ensalada?

Ramoncito el de Necleto asintió con un suave movimiento de cabeza.

En menos de diez minutos repentizó un enorme bol de ensalada a base de abundante lechuga, tomates tiernos, trocitos de queso curado, aceitunas rellenas de anchoa, aros de cebolla e hilos de zanahoria, todo ello apropiadamente aliñado con aceite de oliva virgen y vinagre en su justa medida, y, para mejor remate, le dio un leve salpicón de tomillo.

-¡Excelente! -fue la opinión unánime que cundió entre los que cataron la ensalada.

A partir de ese día, la presencia de Ramoncito el de Necleto adquirió gran peso específico en la cocina. Su destreza culinaria fue apreciada de forma laudatoria en ese pequeño mundo de convivencia y buenas voluntades.

Le encantaba acompañar a la cocinera al mercadillo de los jueves. Acudían a la hora en que la mañana soltaba sus primeros guiños dorados, apenas los comerciantes terminaban de montar sus tinglados. La hora en que las frutas, las patatas y las judías verdes mostraban un incierto rubor de niebla matinal. La cocinera se impacientaba porque Ramoncito el de Necleto se concedía un tiempo de demora con cada cajón de género. Sopesaba con manos de pianista los calabacines, los racimos de plátanos canarios, los sabrosos puerros, las manzanas golden, las cebollas de grano de oro, las naranjas guasi, los pimientos verdes, los aterciopelados melocotones leridanos, los tomates de la rama, las azuladas peras, las orondas coliflores, las alcachofas y los kiwis, que tan buenos se reputaban para la regulación del tránsito intestinal. Cuando el sol comenzaba a calentarle la coronilla, era llegado el momento de disfrutar del aroma de las materias comestibles: olisqueaba las cabezas de ajos de las Pedroñeras; acercaba lo más que podía su apéndice nasal a los saquitos de lentejas pardinas, arroz de Calasparra, garbanzos de las vegas del Jarama y habichuelas del Barco de Ávila; pasaba las manos por el barniz de las almendras del diente, del mollar de la princesa, marcona, verdieri..., nueces y pistachos, y en sus labios se bosquejaba un rictus que pretendía ser sonrisa de satisfacción. En el puesto de las especias agotaba por completo la paciencia de la cocinera: tanteaba los granos de pimienta negra y de Cayena, manchaba su dedo en el almagre del pimentón de la Vera de Cáceres, acariciaba las hebras de azafrán toledano, oprimía las ramas de canela, observaba los tarros con hojas de laurel y se aproximaba a los orificios nasales, a modo de rapé de tabaquera de vieja estampa, pulgaradas de comino, clavo, orégano, romero y albahaca... Sí, el día de mercadillo constituía toda una festividad para Ramoncito el de Necleto.

En el apartado de carnes y pescados, poco podía hacer valer su opinión, puesto que el ayuntamiento mandaba sus propios proveedores a la residencia de ancianos, contribuyendo de esta forma a ningunear a los restantes comerciantes del municipio. Sin embargo, nuestro héroe hacía lo imposible por plegarse a las circunstancias, mejorando con ingeniosos adobos las piezas de carne de infame calidad (pagadas a precio de oro) que entraban en la cocina de la residencia de ancianos. Con los pescados se veía en la precisión de emplear respetables cantidades de jugo de limón, arrebatarles las incómodas raspas y enharinarlos con esmero para adular lo mejor posible los sensibles paladares de las ancianitas y ancianitos de la residencia.

De esta manera, llevando Ramoncito el de Necleto la batuta de la cocina, se vivió en la residencia un tiempo hermoso. Todos estaban satisfechos y equilibradamente alimentados; se sentían saludables y con ganas de apurar los años que aún tenían por delante. La directora y el resto de los trabajadores de la residencia experimentaban asimismo una alegría patente en la realización de sus respectivos cometidos. Era un placer comprobar los beneficios de un optimismo nacido de una alimentación sana. Gracias al esfuerzo y dedicación de Ramoncito el de Necleto, la farmacopea de la residencia de ancianos se vio reducida a su mínima expresión.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

3 comentarios:

Martha Jacqueline Iglesias Herrera dijo...

Mi querido amigo acuarelista:
Pues que me has alegrado el día. Aún no puedo parar de reírme con esa imagen que has puesto del cocinerito.
El cuento excelentísimo, de lujo, con unas vetas de humor increíble.
Cada día admiro más tu pluma. Eres sencillamente, fenomenal.
Gracias.

Un abrazo y feliz día.
Bye bye

lanochedemedianoche dijo...

Un cuadro espectacular, con imágenes y colores impregnaron tu relato de una suave caricia y sabor, yo creo que el cocinerito es un genio, también pienso que tu sabes mucho de sabores exquisitos, me ah gustado mucho, con ganas de hacer esa rica ensalada, espero su continuación felicitaciones.

Besos

judith dijo...

pero que simpatico relato. es una belleza de historia. Me imagino al simpatico ramoncito haciendo la comida a los ancianitos, y ademas me parece de lo mas lindo el paseo por los tarantines de las diversas verduras, carnes y pescados. un abrazo. judith