domingo, 23 de enero de 2011

Días en Cantabria (V): Los músicos de Castro Urdiales



Volvimos a la A-8, y enfilamos hacia Castro Urdiales. La presencia montañosa campaba por sus fueros en ese sector de la costa cántabra. Hubimos de atravesar un extenso túnel de casi un kilómetro de longitud, que salva el obstáculo que opone el impresionante Monte Cerredo. Después vimos que la carretera discurría casi paralela a la línea de costa, ofreciendo unas abiertas panorámicas del Cantábrico. Se sucedían zonas de compactos acantilados y playas intrusivas, que aportaban un suave contrapunto a tan severos roquedales.

A las 12:10 hicimos entrada en Castro Urdiales. Aprovechando la parada de un semáforo, pudimos ver a dos peregrinos del Camino Marítimo de Santiago, bien pertrechados con sus mochilas, sus gorros, sus sólidas botas y sus bastones de senderismo; por la pinta, me atreví a inferir que eran belgas o franceses. Huelga mencionar la envidia que me causaron; siempre me ha atraído la libertad de los caminos, para lo cual es necesario deshacerse de lo que a uno le esclaviza. El Camino de Santiago es un sucedáneo de libertad; el sólo hecho de realizarlo supone un desafío a un mundo encadenado por innúmeras lacras disfrazadas de obligaciones.

Castro Urdiales es un caos desde el punto de vista de la circulación vial. En el casco antiguo habitaron pescadores, mineros y hombres del mar, lo cual se traduce en una desesperante asimetría y hacinamiento de calles y rúas, que, si bien para el viandante no dejan de tener incontestable atractivo turístico, para el conductor representan un suplicio de no poca entidad. Malo era Laredo para aparcar, pero aquí es que no se avistaba un sitio libre ni por casualidad.

Acabamos desembocando en el arranque de la avenida de la Constitución, junto a la dársena de abrigo del tradicional puerto pesquero, donde se acumulaba toda clase de embarcaciones, tanto de pesca como de recreo. A la derecha se recortaban los perfiles de la impresionante iglesia gótica de Santa María de la Asunción y la mole pentagonal del Faro del Castillo de Santa Ana, junto al cual se agazapa el arco del puente medieval (aunque popularmente se le denomine “puente romano”). Y ya mirando en dirección al mar, a mano izquierda y en paralelo a la costa, se extendía el larguísimo rompeolas, cual sable hendiendo las aguas.

Parecía que se habían puesto de acuerdo con la vecina Laredo: todo el paseo marítimo estaba levantado en obras, reduciendo alarmantemente los espacios para aparcar.

-Esto está peor que hace unos años – no pude por menos de comentar.

Yo recordaba que entonces me costó más de media hora encontrar aparcamiento. Ahora, que no estaban disponibles los estacionamientos del paseo marítimo, la labor se iba a tornar ardua de todas veras. Seguimos tirando por la avenida de la Constitución, orillando los señoriales edificios modernistas que a principios del siglo XX levantaran los industriales que se enriquecieron con la explotación de las minas de Mioño y Ontón. Con resultados infructuosos y con los embotellamientos que las obras ocasionaban, seguimos remontando el paseo marítimo por medio del paseo de Ocharan Mazas, dejando al lado varios ostentosos complejos residenciales. De esta manera, llegamos hasta la confluencia con el alargado espigón transversal del muelle de don Luis, y torcimos por la ya más ancha calle de María Arbuto. Elevando nuestras plegarias al cielo, dimos con un sitio para aparcar junto al Centro Internacional de Encuentros Matemáticos, ubicado en un elegante palacete conocido como “La Residencia”. Nos encontrábamos a un pequeño trecho del núcleo central de la villa, y decidimos deshacer andando el camino que habíamos seguido en coche.

Enseguida nos plantamos en el paseo marítimo. Se observaba gran bullicio turístico en el muelle de don Luis, pues a su lado se extendía la playa de Brazomar, con su encantadora forma de media luna y sus arenas de color tostado. En la bóveda de nubes se advertían algunos despojos de sol. Y a lo lejos se vislumbraban las siluetas de la iglesia y el castillo, engullidas por la nubosa luminosidad del mediodía. Y más cerca, nos topamos con la palafítica construcción del Real Club Náutico, que a la legua olía a cubículo de ricachones. Todavía la marea no había subido, y entre las rocas engalanadas de algas oscuras se apreciaba el culebreo de los peces atrapados en los regatos.

Llegando a las inmediaciones del parque de Amestoy, el paseo marítimo aparecía cortado por inmisericordes barreras de obras. Hubimos de desviarnos hacia la frontera plaza de los Jardines, en cuyo entorno había levantados puestos y tenderetes ambulantes en los que se mercadeaban bolsos, zapatos y artículos textiles. Observé la estatua de Ataúlfo Argenta, toda ella cagada de palomas. Había parroquianos y turistas en las terrazas de las cafeterías, alguno con el periódico en ristre, otros tomando el vermut con aceitunas que sirve de prólogo a la comida de mediodía. Ya eran casi las 13:00 horas, las ramas de los árboles respiraban el frescor de la lluvia de la pasada mañana y en el parquecillo infantil se dejaban ver algunas rodajas de sol. Por todo el perímetro de la calle de la Ronda, se alzaban edificios de fachadas señoriales con bellos miradores y galerías acristaladas, que serían igualmente bellos bajo los asedios de incontables galernas, tanto como cuando brillaran al sol las tímidas florecillas de los maceteros.

Me senté en un banco cercano. Me puse a contemplar el juego de los niños. Vi perros paseantes y muchachas con sombreros de vacaciones. Un hombre fornido pasó fumando un puro, cuyo mefítico olor aniquiló momentáneamente los delicados efluvios que subían del mar. Desde algún lugar se difundía la alegre música orquestal de los “Cuentos de los bosques de Viena”, de Johann Strauss. Nuevamente, mis ojos se posaron en la ligeramente encorvada estatua de Ataúlfo Argenta, un poco distante del sitio en que me encontraba.

Ataúlfo Argenta, un nombre de fehacientes resonancias medievales. Fue director de la Orquesta Nacional de España en tiempos del franquismo. Su hijo, Fernando Argenta, es conocido por haber dirigido durante muchísimos años el espacio “Clásicos Populares” en Radio Nacional de España. Y yo al padre lo recuerdo especialmente por haber hecho la grabación en París del bellísimo “Concertino para guitarra y orquesta”, de Salvador Bacarisse, compositor madrileño que tras la Guerra Civil hubo de vivir exiliado en París hasta el fin de sus días. Muchas veces han asomado a mis ojos lágrimas de emoción escuchando el referido Concertino, guiado por la ágil batuta de Ataúlfo Argenta. El lamento de las cuerdas de la guitarra, despertando los recuerdos y el amor por una patria perdida; la orquesta enfatizando la melancolía y la nostalgia y evocando el cielo desportillado de la Meseta, el trigo en los campos de sudor y lágrimas, los ríos y el mar de Andalucía, los ecos en las montañas de bosques pelados y los pueblos aletargados en la noche de los páramos burgaleses. Gracias, Ataúlfo Argenta, por este legado que ha acompañado tantos ratos de dulce soledad.

Pero entre sus hijos, Castro Urdiales cuenta con otro compositor de renombre: Arturo Dúo Vital, impulsor de la música coral cántabra. No tengo el gusto de conocer su obra, pero sí que tuve ocasión de conocer a su hijo Roberto en mis años universitarios. Impartía la asignatura de Técnicas de Laboratorio Avanzado en la Facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma de Madrid. Era un hombre larguirucho, de perfil griego y cabello repeinado, totalmente cubierto de canas amarillentas. Estaba un poco cegato y usaba unas gafas de pasta modelo años 60. Fumaba Celtas emboquillados y no resultaba muy agradable, desde el punto de vista olfativo, aproximarse a su cercanía. Aún recuerdo la primera clase que nos dio, cuando entró diciendo que se sentiría muy contento si al término del curso lográbamos entender al completo la ley de Ohm. Era muy simpático y agradable, pero como profesor se revelaba un completo caos; no se aclaraba ni él mismo. A duras penas, y gracias a Alfonso (el técnico de laboratorio, un joven agradable y cojitranco por más señas y sin ánimo de ofensa) logramos aprender a montar circuitos, a diseñar placas impresas y a manejar por encima el osciloscopio. Yo no sabía entonces que mi profesor era hijo de tan insigne compositor; lo veía como un hombre humilde, educado, simpático sin caer en el exceso, no demasiado bien vestido, consciente tal vez de que como profesor no valía una higa, aunque como investigador no pongo en duda su pericia. A veces guiñaba mucho los ojos, porque apenas si podía enfocar las imágenes inmediatas; no saludaba por los pasillos de la facultad, sencillamente porque a cierta distancia no veía ni torta, y así nos lo advirtió el primer día de clase. Yo le hice un trabajo sobre semiconductores, y estoy seguro de que no pudo leérselo y me puso la nota (bastante buena, dicho sea de paso) a voleo. No me enteré de que su padre era Arturo Dúo hasta fechas muy recientes. Ya estará muy mayor el hombre, y espero de corazón que siga bien, allá donde se encuentre.

La melodía del “Vals de las Flores” de Tchaikovsky me rescató de mi ensoñación momentánea. Ya eran las 13:05 y empezaba a apreciarse un poquito de calor a consecuencia del cielo lacerado por manchas de sol. Seguía siendo verano pese a todo. Decidimos buscar el sitio en que habíamos comido algunos años atrás. Las terrazas estaban en plena ocupación y los graznidos de las gaviotas sobrepujaban los murmullos de las maquinarias de las obras del paseo marítimo. “Cafetería Serman”, no me costó reconocer el sitio, con su puerta en esquinazo y sus paredes decoradas de fotografías con escenas cinematográficas. Un ambiente acogedor aunque no contara con ninguna muestra de tipismo marinero. Comimos con el mismo agrado y diligencia en el servicio que la vez de antaño. Para postre, apetecimos un helado en un establecimiento cercano.

Como quiera que nos sentíamos cansados por el constante nomadeo de las jornadas vacacionales y nos parecía que el centro neurálgico de Castro Urdiales nos cogía muy a trasmano, decidimos dar una breve vuelta por las inmediaciones. Yo, particularmente, lamentaba no poder acodarme en el pretil del puente medieval ni poder caminar a lo largo del dilatado rompeolas, ahora que la mar estaba placentera y con los colores reavivados por las incursiones solares. Sin embargo, no tenía más remedio que plegarme a las necesidades de mis acompañantes. Mis ojos trataron de penetrar en la distancia, aprisionando imágenes y recuerdos para ponerlos por escrito en mi inseparable libreta. Las gaviotas y petreles se alzaban por encima de las velas de los barcos. En mi alma sentí los anhelos de oración, y recordé a Dios, cuando Él en ningún instante me ponía en el olvido. En mis cuitas y momentos de dicha, siempre había estado rondando mi proximidad. Fue agradable saberle de nuevo compañero de mis caminos en la vida.

El cansancio se impuso y dimos por concluida nuestra visita a esa villa de mar y música escondida. El sol ya se había abierto en los cielos que ahora se pintaban de hermosas nubes estivales. Mientras retomábamos la autovía con sentido a Santander, dejé que una de mis sonrisas buscara su reflejo en ese mar que siempre me había acogido con abrazos paternales.

CONTINUARÁ…

Próximo capítulo: Liérganes, en los dominios del Hombre Pez.

Fotografías del autor, excepto los retratos de los músicos.

El jardinero de las nubes.

domingo, 16 de enero de 2011

Días en Cantabria (IV): Laredo, el Muelle de la Soledad


El día 9 de agosto de 2010 levantó con lluvias y aires un tanto desapacibles. Era lunes, y, viendo que no se podría aprovechar la jornada desde el punto de vista playero, decidimos realizar otra de las excursiones que teníamos proyectadas: los dos núcleos más representativos de la costa oriental de la comunidad cántabra, esto es, Laredo y Castro Urdiales.

Dejamos atrás Santander al punto de las nueve de la mañana. Tomamos la autovía A-8 por la zona de los astilleros de Maliaño, en dirección a Bilbao. La lluvia, que a menudo asumía la apariencia del aljófar, se desmenuzaba en el parabrisas con un sonido terne y relajante. Las afueras de Santander tenían una grisura y una tristeza que se diría fabril. Los camiones de mercancías circulaban entre lábiles lienzos de lluvia. El verdor de las montañas, sin la caricia del sol matinal, se tornaba más hosco y amenazante. 51 kilómetros nos separaban de Laredo entre agrestes vallejadas y algunos pequeños poblados a orillas de la carretera. No pasó mucho rato sin que asomáramos a la vista del puente colgante que salva la ría del Asón de Treto. Mirando a la izquierda, en dirección al mar, se columbraba el inicio de las marismas de Santoña, Victoria y Joyel.

Antes de que pudiéramos tomar la desviación hacia Laredo, hubimos de padecer una desesperante retención en la autovía. En pocos instantes se formó una inacabable fila de turismos y vehículos pesados. La época estival es por lo general la elegida para efectuar obras y reparaciones en las carreteras, y, por más que refunfuñáramos y tocáramos el claxon, no nos quedaba otra que armarnos de paciencia. Lo que en otras circunstancias hubiera sido un viaje de media hora en coche, se dilató hasta completar una hora cuando por fin pudimos acceder a la emblemática Laredo. Nos llamó especialmente la atención el edificio de aspecto cilíndrico que domina la perspectiva montaraz de la villa y que es conocido como el “Edificio del Risco”; lo cierto es que desentona por completo con la estampa bucólica de los parajes circundantes.

Tan pronto llegamos a la altura del “IES Fuente Fresnedo”, comenzó la odisea de encontrar aparcamiento en un lugar de especial afluencia turística. Los primeros minutos transcurrieron sin encontrar un solo hueco donde asentar el vehículo. Temiendo que hubiera más dificultades en la villa vieja, doblamos por la calle del Marqués de Comillas y acabamos desembocando en el anchuroso arenal de la playa de la Salvé. Fuimos bordeándolo por la avenida de la Victoria, y providencialmente, cuando nuestro ánimo rayaba en la desesperación, encontramos sitio para estacionar.

Mirando al otro lado de la bahía, se avistaban las edificaciones de Santoña y los imponentes acantilados de Monte Buciero, que a esa hora de la mañana aún aparecían enfajados por espesas masas de vapor. La amenaza de lluvia mantenía el arenal inusualmente despejado para tratarse de una fecha del mes de agosto; había muy pocos bañistas. Enfilamos la dirección del monte de la Atalaya, con ánimo de visitar el puerto pesquero y adentrarnos en el túnel que atraviesa el susodicho monte en un recorrido de 221 metros hasta el Muelle de la Soledad.

Diseminados por todo el paseo marítimo, había bellos conjuntos escultóricos. Especialmente, me llamaron la atención una representación en forja de delfines nadando, otra de una mujer con los cabellos ondulantes como si el viento se los azotase, una enorme áncora y, sobre todo, el Monumento a los Hombres del Mar: tres marinos equipados con aparejos de pesca, ubicados al arranque de la avenida de la Victoria.

La playa se acababa, y para acceder al puerto pesquero hubimos de callejear un poco por lo que se ha dado en llamar el “Ensanche de Laredo”. Accedimos a lugares con un romántico aire de descuido. Jardines plantados de palmeras, hortensias, aloes y arbustos ornamentales, circuidos por apacibles viviendas veraniegas. Plaza Virgen del Carmelo, anoté en mi libreta. Me detuve unos instantes para que mi alma se beneficiase de esa agradable atmósfera de sosiego. Una niña de unos doce años entró, cargada de libros escolares, en uno de aquellos solitarios portales; sin duda acudiría a clases particulares para prepararse las materias que pudieran haberle quedado pendientes para septiembre. Me llené los pulmones con una última bocanada de aire aromado de jardín inculto, y continué la marcha.

El puerto pesquero estaba completamente levantado en obras. Las embarcaciones habían de describir complicados giros e itinerarios para plantarse mar adentro. Había grúas suspendidas en el aire, y el ruido de las maquinarias rompía la paz idílica del entorno. Costaba imaginar que a este mismo lugar acudiera Isabel la Católica para despedir a su hija Juana la Loca, cuando ésta se embarcaba rumbo a Flandes para desposarse con Felipe el Hermoso, archiduque de Austria. El mismo puerto en que desembarcara el hijo de Juana, Carlos I, cuando, ya vencido por las fatigas y decepciones de la vida, acudía a su retiro definitivo en el monasterio de Yuste. Todo había experimentado un cambio acusado en el espacio de unos pocos siglos.

Pasamos al lado del edificio de la “Muy Noble Cofradía de Mareantes y Navegantes de San Martín”, cuya fundación se remonta al Siglo XI, siendo en consecuencia una de las cofradías de pescadores más antiguas de España. Por las ventanas había diseminados multitud de murales y notificaciones de interés para los usuarios del puerto; mi atención se volcó momentáneamente en una tabla de mareas correspondiente al tercer trimestre de 2010; luego seguí bordeando el edificio y descubrí los garajes donde se cargaba el pescado en los camiones que lo integrarían a las cadenas de distribución. Por último, llegué a una esquina rematada por una pescadería, de cuyo género era imposible concebir dudas en cuanto a su frescura. La calle olía a agua salada y a escamas de pescado en descomposición.

Arribamos a la entrada del Túnel de la Atalaya, que, a cuenta de su abundante iluminación a ras de suelo, invitaba a adentrarse en él para descubrir otra hermosa estampa del mar.

A la derecha había una capilla dedicada a San Juan Bautista. La figura principal se encontraba al término de unos escalones de mármol descolorido por la humedad, protegida de la intemperie por una urna de vidrios emplomados. Demasiada protección, pues por encima de la ya guarnecida cancela de entrada había cuatro hileras de alambre de espino. Y las plantas se veían agostadas, ostentando feos matices amarillentos. Asimismo, las figuras de escayola que acompañaban a la principal eran de un gusto por demás dudoso.

Nos internamos en el túnel sin ningún reparo. El eco se ampliaba en la bóveda, de la que de cuando en cuando se precipitaba algún rezagado goterón de agua. A esa hora (10:48) apenas si se veían paseantes.

Desembocamos en el llamado Muelle de la Soledad, un proyecto abortado de ampliar el espacio portuario de Laredo, que se remontaba a 1863. Desde la barandilla se apreciaba cómo las nubes compartían su color con el cercano remanso de las olas. Los bajíos solitarios dibujaban la orilla del mar. En la distancia se avistaba algún que otro paseante solitario. Las olas rompían muy lejos de la barandilla, pues aún era el tiempo de la bajamar. El aire estaba endulzado por el sosiego de una mar silenciosa. Decidimos bajar a los rompientes para disfrutar de un paseo reconfortante.

Las piedras estaban abrazadas por el verdor de las algas, lo mismo que el lecho arenoso, balizado por charcos declinantes. Caminando por aquellas desigualdades, acerté a comprender la razón del topónimo de esta villa: “Laredo” procede de “Glaretum”, palabra latina que literalmente significa “lugar abundante en cascajo o arena”. En cambio, yo prefiero esa denominación más poética que proviene de ensamblar las notas musicales La-Re-Do.

¡Qué paseo tan grato! Las gaviotas planeaban en la inmediata perspectiva, decorando los aires litorales con la trápala de sus graznidos. El mar aparecía terso y enmudecido, como queriendo delegar su autoridad en los cerrados palios de nubes. Una fila de montes alfombrados de verdura, abatiéndose al mar mediante empinados cantiles cortados a pico, cerraba la vista del horizonte.

Buscamos asiento en una roca a cuyo pie se enredaban algunas algas ya secas. Se me fueron las ganas de hablar. Me encaré con la panorámica del mar, y sentí que en mis entrañas palpitaba el inicio de una oración. Imaginé galeones de los tiempos de la Armada Invencible; sirenas en los mascarones de proa y velas infladas por el ocasional alisio; grumetes soltando frases resultonas en dirección a las barcas de pesca que se interponían al paso de las airosas naves; mujeres con las faldas arremangadas, buscando almejas entre los rompientes de la bajamar; bocinas lejanas desde el otro lado del monte de la Atalaya; un altar a la Virgen del Carmen, rodeado de cirios titilantes, adonde acudían las vendedoras de sardinas a rezar una leve oración, sin quitar del apoyo de sus cabezas los carpanchos donde transportaban la mercancía; el bullicio de la fiesta, las salvas honoríficas, las dificultades de los humildes y la ostentación de los soberbios.

-Tenemos que irnos –me dijeron, y yo me levanté como si me hubieran arrebatado de un dulce sueño.

-Tenemos que irnos para Castro Urdiales –matizaron acto seguido.

Yo asentí y al momento nos pusimos a deshacer el camino. La prisa por llegar a la mencionada localidad nos llevó a obviar el paseo por la villa vieja de Laredo y su correspondiente arrabal. Ya lo habíamos visitado en otra ocasión, y me vino a la memoria el recuerdo de calles pinas y fachadas medievales; y la iglesia de Santa María de la Asunción, que se me figuraba una excelsa nave varada en una playa concurrida.

Se nos echaba encima el mediodía, y ya se apreciaban nuevos tropeles de bañistas en el arenal de La Salvé. Recordé mi juventud ausente de jornadas playeras, y no pude por menos de envidiar a los chicos y chicas que sabían sacar partido a las vacaciones y a las maravillas que les rodeaban. Aunque en cierto sentido el amor a los libros tiene mucho de rebeldía, siempre queda el regusto de no haber sabido aprovechar el tiempo de la vida. No es sencillo volver la vista atrás, pero los sueños han de avanzar antes que retroceder. Y añorar la juventud es el impulso que permite seguir caminando por tierras de sueños inexplorados. Tras la melancolía del principio, sentí que mis labios diseñaban la resignada sonrisa de la satisfacción por lo que ya queda hecho.

CONTINUARÁ…

Próximo capítulo: Los músicos de Castro Urdiales.

Fotografías del autor.

El jardinero de las nubes.

domingo, 9 de enero de 2011

La cesta navideña (y VI): El milagro


Su familia no esperaba que entrara por la puerta principal hecho una tromba. En su mano enarbolaba el billete portador de tan buenas nuevas. Su rostro estaba acaparado por una alegría casi demencial.

-¡Fuera esas caras largas! –exclamó con la mirada achispada-. Todo va a cambiar. Traigo la solución a nuestros problemas. Mirad lo que he encontrado.

Paula le cogió la esquela y, frunciendo los párpados, leyó su contenido.

-¿Qué es esto?

-¿Es que no lo ves? ¡Se trata de un milagro!

-¡A ver, a ver! –dijeron sus hijos, espoleados por la curiosidad.

José Ángel no dejaba de sonreír, pero su esposa no le secundaba. ¿Se habría vuelto definitivamente majareta? ¿Cómo tenía arrestos a afirmar que la solución a sus problemas radicaba en un simple papel garabateado?

-¿Dónde lo has encontrado? –preguntó ella con una nota despectiva en su acento.

-En el sitio donde me refugiaba de mi propia ignominia las últimas semanas.

-¿Y qué?

-¿Es que no lo entiendes, Paula? Es un mensaje del cielo, dirigido a un padre como yo.

-Creo que el hambre te empieza a embotar los sesos.

-¿No vamos a la Iglesia y pedimos que se realicen milagros como éste? ¿Vamos a rechazar un milagro porque aparezca reflejado en un humilde trozo de papel? Yo creo en este milagro como creo en Dios, que aunque parezca escondido no deja de estar cerca de nosotros. Es Nochebuena y no podemos celebrarla con el lujo de otros años. Pero sí la celebraremos con un amor renovado con el paso de los años, porque yo… yo os quiero mucho.

Paula no pudo articular palabra. Se dejó llevar por la emoción y acabó en brazos de su marido, en tanto que las lágrimas surcaban sus mejillas. Pronto los hijos se sumaron al abrazo. No fallando el amor, es incorrecto afirmar que todo se ha perdido. El amor que se profesaban les impulsaba a comenzar de nuevo, pues en el comienzo reside el auténtico milagro.

Fueron a la Misa del Gallo, con los estómagos ligeros pero con las almas saciadas. Entonaron los himnos del cantoral cogidos de la mano. Hacía siglos un niño nació en un humilde lugar de Belén y fue depositado amorosamente en un pesebre, un niño que pertenecía a la realeza de los cielos. ¿Acaso no se podía sacar una enseñanza de este acontecimiento? Un niño que nació humilde, que vivió humildemente y que entregó su vida despreciado como un malhechor. Y ese niño tuvo una familia que también vivió bajo el sello de la más candorosa humildad. José Ángel notó cierto hervor en su corazón. Aquí se encontraba él, junto con su familia, rindiendo homenaje a un niño que jamás conocería el lujo de los palacios de los reyes y que tampoco formaría parte de ningún club de campo ni acudiría a las fiestas de la alta sociedad.

Mientras el servicio religioso se desarrollaba, José Ángel cavilaba sobre lo que harían los siguientes días. Dejarían el chalet de la Colonia Mirasierra (eso seguro) y pediría a su padre hospitalidad en el piso de la portería de la calle de Fernando Poo, que aunque pequeño bien podría albergarles, pues su padre vivía solo allí desde que enviudara y además estaba a punto de jubilarse. Y existían fundadas probabilidades de que José Ángel pudiera sucederle en el puesto de portero. Era consciente de que sus bienes serían embargados y tendría que empezar lo que se dice de cero. Sus hijos habrían de dejar el colegio de la Alameda de Osuna y acudir a los centros públicos de la zona. Siempre es difícil comenzar, pero el amor haría que el yugo fuera suave y la carga ligera. Y al final la vida, despojada de tantas complicaciones y vanalidades, sería auténticamente hermosa.

Durante el rezo del Padrenuestro, José Ángel abarcó a su familia con una misma mirada. Era un milagro verles sonreír, pero lo estaban haciendo.

Acto seguido cerró los párpados e inclinó su frente hacia el techo del templo.

En algún lugar del cielo, se escuchó una plegaria de gratitud.

FIN

El jardinero de las nubes.