domingo, 23 de enero de 2011

Días en Cantabria (V): Los músicos de Castro Urdiales



Volvimos a la A-8, y enfilamos hacia Castro Urdiales. La presencia montañosa campaba por sus fueros en ese sector de la costa cántabra. Hubimos de atravesar un extenso túnel de casi un kilómetro de longitud, que salva el obstáculo que opone el impresionante Monte Cerredo. Después vimos que la carretera discurría casi paralela a la línea de costa, ofreciendo unas abiertas panorámicas del Cantábrico. Se sucedían zonas de compactos acantilados y playas intrusivas, que aportaban un suave contrapunto a tan severos roquedales.

A las 12:10 hicimos entrada en Castro Urdiales. Aprovechando la parada de un semáforo, pudimos ver a dos peregrinos del Camino Marítimo de Santiago, bien pertrechados con sus mochilas, sus gorros, sus sólidas botas y sus bastones de senderismo; por la pinta, me atreví a inferir que eran belgas o franceses. Huelga mencionar la envidia que me causaron; siempre me ha atraído la libertad de los caminos, para lo cual es necesario deshacerse de lo que a uno le esclaviza. El Camino de Santiago es un sucedáneo de libertad; el sólo hecho de realizarlo supone un desafío a un mundo encadenado por innúmeras lacras disfrazadas de obligaciones.

Castro Urdiales es un caos desde el punto de vista de la circulación vial. En el casco antiguo habitaron pescadores, mineros y hombres del mar, lo cual se traduce en una desesperante asimetría y hacinamiento de calles y rúas, que, si bien para el viandante no dejan de tener incontestable atractivo turístico, para el conductor representan un suplicio de no poca entidad. Malo era Laredo para aparcar, pero aquí es que no se avistaba un sitio libre ni por casualidad.

Acabamos desembocando en el arranque de la avenida de la Constitución, junto a la dársena de abrigo del tradicional puerto pesquero, donde se acumulaba toda clase de embarcaciones, tanto de pesca como de recreo. A la derecha se recortaban los perfiles de la impresionante iglesia gótica de Santa María de la Asunción y la mole pentagonal del Faro del Castillo de Santa Ana, junto al cual se agazapa el arco del puente medieval (aunque popularmente se le denomine “puente romano”). Y ya mirando en dirección al mar, a mano izquierda y en paralelo a la costa, se extendía el larguísimo rompeolas, cual sable hendiendo las aguas.

Parecía que se habían puesto de acuerdo con la vecina Laredo: todo el paseo marítimo estaba levantado en obras, reduciendo alarmantemente los espacios para aparcar.

-Esto está peor que hace unos años – no pude por menos de comentar.

Yo recordaba que entonces me costó más de media hora encontrar aparcamiento. Ahora, que no estaban disponibles los estacionamientos del paseo marítimo, la labor se iba a tornar ardua de todas veras. Seguimos tirando por la avenida de la Constitución, orillando los señoriales edificios modernistas que a principios del siglo XX levantaran los industriales que se enriquecieron con la explotación de las minas de Mioño y Ontón. Con resultados infructuosos y con los embotellamientos que las obras ocasionaban, seguimos remontando el paseo marítimo por medio del paseo de Ocharan Mazas, dejando al lado varios ostentosos complejos residenciales. De esta manera, llegamos hasta la confluencia con el alargado espigón transversal del muelle de don Luis, y torcimos por la ya más ancha calle de María Arbuto. Elevando nuestras plegarias al cielo, dimos con un sitio para aparcar junto al Centro Internacional de Encuentros Matemáticos, ubicado en un elegante palacete conocido como “La Residencia”. Nos encontrábamos a un pequeño trecho del núcleo central de la villa, y decidimos deshacer andando el camino que habíamos seguido en coche.

Enseguida nos plantamos en el paseo marítimo. Se observaba gran bullicio turístico en el muelle de don Luis, pues a su lado se extendía la playa de Brazomar, con su encantadora forma de media luna y sus arenas de color tostado. En la bóveda de nubes se advertían algunos despojos de sol. Y a lo lejos se vislumbraban las siluetas de la iglesia y el castillo, engullidas por la nubosa luminosidad del mediodía. Y más cerca, nos topamos con la palafítica construcción del Real Club Náutico, que a la legua olía a cubículo de ricachones. Todavía la marea no había subido, y entre las rocas engalanadas de algas oscuras se apreciaba el culebreo de los peces atrapados en los regatos.

Llegando a las inmediaciones del parque de Amestoy, el paseo marítimo aparecía cortado por inmisericordes barreras de obras. Hubimos de desviarnos hacia la frontera plaza de los Jardines, en cuyo entorno había levantados puestos y tenderetes ambulantes en los que se mercadeaban bolsos, zapatos y artículos textiles. Observé la estatua de Ataúlfo Argenta, toda ella cagada de palomas. Había parroquianos y turistas en las terrazas de las cafeterías, alguno con el periódico en ristre, otros tomando el vermut con aceitunas que sirve de prólogo a la comida de mediodía. Ya eran casi las 13:00 horas, las ramas de los árboles respiraban el frescor de la lluvia de la pasada mañana y en el parquecillo infantil se dejaban ver algunas rodajas de sol. Por todo el perímetro de la calle de la Ronda, se alzaban edificios de fachadas señoriales con bellos miradores y galerías acristaladas, que serían igualmente bellos bajo los asedios de incontables galernas, tanto como cuando brillaran al sol las tímidas florecillas de los maceteros.

Me senté en un banco cercano. Me puse a contemplar el juego de los niños. Vi perros paseantes y muchachas con sombreros de vacaciones. Un hombre fornido pasó fumando un puro, cuyo mefítico olor aniquiló momentáneamente los delicados efluvios que subían del mar. Desde algún lugar se difundía la alegre música orquestal de los “Cuentos de los bosques de Viena”, de Johann Strauss. Nuevamente, mis ojos se posaron en la ligeramente encorvada estatua de Ataúlfo Argenta, un poco distante del sitio en que me encontraba.

Ataúlfo Argenta, un nombre de fehacientes resonancias medievales. Fue director de la Orquesta Nacional de España en tiempos del franquismo. Su hijo, Fernando Argenta, es conocido por haber dirigido durante muchísimos años el espacio “Clásicos Populares” en Radio Nacional de España. Y yo al padre lo recuerdo especialmente por haber hecho la grabación en París del bellísimo “Concertino para guitarra y orquesta”, de Salvador Bacarisse, compositor madrileño que tras la Guerra Civil hubo de vivir exiliado en París hasta el fin de sus días. Muchas veces han asomado a mis ojos lágrimas de emoción escuchando el referido Concertino, guiado por la ágil batuta de Ataúlfo Argenta. El lamento de las cuerdas de la guitarra, despertando los recuerdos y el amor por una patria perdida; la orquesta enfatizando la melancolía y la nostalgia y evocando el cielo desportillado de la Meseta, el trigo en los campos de sudor y lágrimas, los ríos y el mar de Andalucía, los ecos en las montañas de bosques pelados y los pueblos aletargados en la noche de los páramos burgaleses. Gracias, Ataúlfo Argenta, por este legado que ha acompañado tantos ratos de dulce soledad.

Pero entre sus hijos, Castro Urdiales cuenta con otro compositor de renombre: Arturo Dúo Vital, impulsor de la música coral cántabra. No tengo el gusto de conocer su obra, pero sí que tuve ocasión de conocer a su hijo Roberto en mis años universitarios. Impartía la asignatura de Técnicas de Laboratorio Avanzado en la Facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma de Madrid. Era un hombre larguirucho, de perfil griego y cabello repeinado, totalmente cubierto de canas amarillentas. Estaba un poco cegato y usaba unas gafas de pasta modelo años 60. Fumaba Celtas emboquillados y no resultaba muy agradable, desde el punto de vista olfativo, aproximarse a su cercanía. Aún recuerdo la primera clase que nos dio, cuando entró diciendo que se sentiría muy contento si al término del curso lográbamos entender al completo la ley de Ohm. Era muy simpático y agradable, pero como profesor se revelaba un completo caos; no se aclaraba ni él mismo. A duras penas, y gracias a Alfonso (el técnico de laboratorio, un joven agradable y cojitranco por más señas y sin ánimo de ofensa) logramos aprender a montar circuitos, a diseñar placas impresas y a manejar por encima el osciloscopio. Yo no sabía entonces que mi profesor era hijo de tan insigne compositor; lo veía como un hombre humilde, educado, simpático sin caer en el exceso, no demasiado bien vestido, consciente tal vez de que como profesor no valía una higa, aunque como investigador no pongo en duda su pericia. A veces guiñaba mucho los ojos, porque apenas si podía enfocar las imágenes inmediatas; no saludaba por los pasillos de la facultad, sencillamente porque a cierta distancia no veía ni torta, y así nos lo advirtió el primer día de clase. Yo le hice un trabajo sobre semiconductores, y estoy seguro de que no pudo leérselo y me puso la nota (bastante buena, dicho sea de paso) a voleo. No me enteré de que su padre era Arturo Dúo hasta fechas muy recientes. Ya estará muy mayor el hombre, y espero de corazón que siga bien, allá donde se encuentre.

La melodía del “Vals de las Flores” de Tchaikovsky me rescató de mi ensoñación momentánea. Ya eran las 13:05 y empezaba a apreciarse un poquito de calor a consecuencia del cielo lacerado por manchas de sol. Seguía siendo verano pese a todo. Decidimos buscar el sitio en que habíamos comido algunos años atrás. Las terrazas estaban en plena ocupación y los graznidos de las gaviotas sobrepujaban los murmullos de las maquinarias de las obras del paseo marítimo. “Cafetería Serman”, no me costó reconocer el sitio, con su puerta en esquinazo y sus paredes decoradas de fotografías con escenas cinematográficas. Un ambiente acogedor aunque no contara con ninguna muestra de tipismo marinero. Comimos con el mismo agrado y diligencia en el servicio que la vez de antaño. Para postre, apetecimos un helado en un establecimiento cercano.

Como quiera que nos sentíamos cansados por el constante nomadeo de las jornadas vacacionales y nos parecía que el centro neurálgico de Castro Urdiales nos cogía muy a trasmano, decidimos dar una breve vuelta por las inmediaciones. Yo, particularmente, lamentaba no poder acodarme en el pretil del puente medieval ni poder caminar a lo largo del dilatado rompeolas, ahora que la mar estaba placentera y con los colores reavivados por las incursiones solares. Sin embargo, no tenía más remedio que plegarme a las necesidades de mis acompañantes. Mis ojos trataron de penetrar en la distancia, aprisionando imágenes y recuerdos para ponerlos por escrito en mi inseparable libreta. Las gaviotas y petreles se alzaban por encima de las velas de los barcos. En mi alma sentí los anhelos de oración, y recordé a Dios, cuando Él en ningún instante me ponía en el olvido. En mis cuitas y momentos de dicha, siempre había estado rondando mi proximidad. Fue agradable saberle de nuevo compañero de mis caminos en la vida.

El cansancio se impuso y dimos por concluida nuestra visita a esa villa de mar y música escondida. El sol ya se había abierto en los cielos que ahora se pintaban de hermosas nubes estivales. Mientras retomábamos la autovía con sentido a Santander, dejé que una de mis sonrisas buscara su reflejo en ese mar que siempre me había acogido con abrazos paternales.

CONTINUARÁ…

Próximo capítulo: Liérganes, en los dominios del Hombre Pez.

Fotografías del autor, excepto los retratos de los músicos.

El jardinero de las nubes.

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