viernes, 25 de julio de 2014

Cuentos Urbanos: El rapto de la luna (I) - La cueva de la mandrágora


Podría decirse que la publicación de este relato es un asunto totalmente providencial. Hace unas semanas estuve a punto de perder la libreta de los Cuentos Urbanos. Había quedado con mi amigo Juan para tomar algo en la terraza de una cafetería, en la plaza de las Terreras de Ciudad Real. Deposité la libreta encima del velador, y con la charla me olvidé de ella. Cuando ya nos habíamos ido del lugar, me percaté de que no la llevaba conmigo. Sentí que me daba un vuelco el corazón; faltaba por pasar a limpio el cuento que hoy someto a la consideración de los lectores, y si mis peores temores se cumplían, podía darlo por perdido. Al volver junto al velador, vimos que la libreta había desaparecido. Preguntamos al dueño de la cafetería, y nada; fuimos a las dependencias de la Policía Local, y nada. Era evidente: alguien se había llevado la libreta… Justo cuando ya lo daba todo por perdido, recibo una llamada en mi teléfono móvil. Era el señor que había encontrado la libreta, puesto que yo había tenido la prevención de poner en la guarda mi número de teléfono. Con la alegría en el cuerpo, fuimos adonde el señor nos indicaba, a quien desde estas líneas le expreso todo mi agradecimiento: no recuerdo su nombre, pero sé que era de Calzada de Calatrava. Dijo haber leído algo de la libreta y me abrumó a alabanzas, pidiéndome que le avisara cuando decidiera publicar estos cuentos. Todo se resolvió felizmente.
En esta historia he pretendido recrear la atmósfera de los cuentos de historias sobrenaturales del siglo XIX; acaso sea evidente la influencia de los relatos de Henry James. No quiero revelar elementos de la trama, pero sólo diré que me hubiera pesado enormemente haber perdido el texto.

Había en Bretaña una casa en lo alto de un acantilado. Las olas lamían las rocas al pie de la escollera. La casa acusaba semejes de torreón medieval. Allí fue a vivir un padre con su hija.
Tenían cierta ascendencia noble. El padre de la niña, que a la sazón se llamaba Charles Barbin, había gozado de una alocada juventud en París. Había tenido multitud de amantes, y de una de esas relaciones extemporáneas había nacido una preciosa niña que tenía el claror de la primavera en la mirada y las mieses de los campos por cabellos. Diremos de pasada que la niña se llamaba Alphonsine.
Los grandes excesos suelen concluir en caídas no menos clamorosas. Charles Barbin se vio de repente abocado a la ruina, y decidió ir a sufrir su vergüenza en aquel inhóspito rincón de la costa bretona. La madre de Alphonsine era corista, y el compromiso de una hija representaba un serio estorbo en su carrera. Cerniéndose sobre la pequeña la amenaza del hospicio, Barbin tuvo por conciencia hacerse cargo de su hija. No siendo capaz de cuidarse a sí mismo, se vio forzado a asegurar de alguna manera el bienestar de la niña. Buscó, por consiguiente, en la aldea próxima a la casa,  una carismática comadre, encargándole al propio tiempo que mirase por la limpieza, las comidas y todos los cuidados de la vida doméstica. La niña apenas si articulaba palabra.
—Mamá —era lo que más solía repetir, con los ojos encharcados en lágrimas.
—Alphonsine, cariño mío, madame Grinard cuidará de nosotros —le ratificaba su padre.
La niña se resistía a hacer caso de las palabras de Barbin. La comadre, que tenía por nombre Florence Grinard, albergaba un brillo malicioso en la mirada. Debió ser una mujer tentadora en su juventud. Ahora su talle había perdido algo de firmeza. Llevaba los cabellos siempre recogidos en una cofia bretona, y, cuando se los alisaba con un peine de plomo, se apreciaba que las hebras plateadas aventajaban en número a lo que una vez fueran hermosas vedijas de un discreto color miel. Sus ojos, aun cercados de notorias arrugas, causaban intimidación a quien osara mirarlos por espacio de varios segundos.
—Madame Grinard cuidará de ti —le encarecía Barbin a su hija—. Desde ahora será como si fuera tu mamá. Debes quererla mucho.
Alphonsine arrugaba el hociquito. A una mamá se la quiere, no se la teme; y madame Grinard le producía escalofríos.
—Pasarás casi todas las horas del día con madame Grinard. Papá tiene muchas cosas que hacer.
La niña quería mucho a su padre. Si papá lo decía, es que todo estaba bien. Tenía que hacer lo posible por querer a madame Grinard.
Papá era un hombre triste y necesitaba pasar muchas horas en soledad. Había prohibido terminantemente que le interrumpieran durante sus ratos de recogimiento. Había establecido sus aposentos en los sótanos de la mansión; no quería ser perturbado por el más insignificante rayo de sol. Su vida era la tristeza, y sólo las tinieblas le brindaban el consuelo que necesitaba. Tal vez se hubiera sentido feliz si alguien le hubiese anunciado la proximidad de su muerte. Pero morir no es tan sencillo para aquellos que están tan entregados al sufrimiento moral.
El mar tenía una voz profunda en las costas de Bretaña. El monte Saint-Michel se ahogaba en las nieblas del invierno. Las tormentas se ensañaban con las agujas de los campanarios de Saint-Malo. En los bosques había huellas de pies humanos, y nadie sabía quiénes las habían marcado; en los bosques ocurrían cosas misteriosas. Tal vez por eso había altos crucifijos en las confluencias de caminos. Los lobos aullaban a la luna, y nadie los había visto de cerca; los naturalistas hubieran asegurado que los bosques de Bretaña no constituían un hábitat adecuado para los lobos.
Esencialmente, Charles Barbin sufría al saber que se habían consumido los días felices en París. El final de la juventud. Tal vez debiera intentar el comienzo de una nueva vida entre las gentes distinguidas de Saint-Malo, pero no le quedaban ánimos para empezar nada. Tenía asegurada una renta anual de cuatro mil francos, que le permitiría ir subsistiendo en ese oscuro rincón de Bretaña. Le gustaba ver en días de galerna cómo las olas embravecidas lamían los adustos acantilados. Quería que su pequeña Alphonsine fuera feliz, pero sabía que él no podría ser feliz a su vez. Rogaba al cielo para que madame Grinard hiciera de la niña una criatura plena de alegría y vitalidad.
—Hoy iremos a buscar las velloritas de los bosques —dijo Alphonsine una mañana temprano, ante la mesa del desayuno.
—Me parece muy bien, cariño —dijo su padre.
—Madame Grinard sabe dónde encontrarlas.
La comadre sonrió oscuramente; le parecía que su pupila era una niña muy avispada e inteligente.
Aquel día la primavera se ahogaba en bostezos. Ceñudas nubes surcaban la bóveda del cielo, y el mar se mostraba más bravío que de ordinario, invadiendo las calas y las playas más recónditas. En la casa reinaba una atmósfera desagradablemente fresca, y Barbin no apeteció de pasar la mañana en su refugio de los sótanos. Se acomodó junto al fuego del salón, no muy deseoso de entregarse a sus pensamientos. Se complacía en considerar el buen rato que estaría pasando su hija al lado de madame Grinard, buscando las velloritas de los bosques. Si no fuera por madame Grinard, no hubiera sabido qué hacer con Alphonsine. Él no contaba con ánimos para acometer la crianza de una hija; realmente, no tenía ánimos para nada, ni siquiera para entregarse a sus recuerdos y elucubraciones.
Escuchó, a mitad de la mañana, cómo un furioso aguacero batía los vidrios de los ventanales. Le constaba que su hija y madame Grinard no habían salido equipadas de paraguas, y se encontrarían a merced de las furias del temporal. Decidió, en consecuencia, ir al encuentro de ellas para procurarles la protección necesaria.
Se colocó encima su gabán, echó mano de tres paraguas, salió por la puerta principal, donde la lluvia hostigaba sin dar cuartel, abrió uno de aquéllos y enfiló la senda que conducía a los bosques.
El mar había uniformado su color con el de la turbulenta atmósfera. En la distancia, la lluvia había borrado los perfiles de los baluartes y la catedral de Saint-Malo. Se había formado barro en los caminos, y las hojas de los árboles ampliaban el radio de acción de la lluvia. Barbin no podía imaginarse el sitio en el que se habrían refugiado Alphonsine y madame Grinard. Quizá en un soto cercano al prado donde crecían las velloritas. Pero con la lluvia tan intensa era difícil ubicar los lugares.
—¡Madame Grinard!
Barbin empezaba a experimentar cierto atisbo de alarma. El bosque era muy extenso y la lluvia arreciaba a cada momento. No tenía más que una hija, todo el cariño que había podido recolectar en este mundo de miserias, y alentó el temor de quedarse sin ella bajo ese chubasco inmisericorde.
—¡Alphonsine, madame Grinard!
Su voz no lograba sobrepujar el estridor de la lluvia. El bosque se había tornado una mezcolanza de aguas torrenciales y hojarasca agitada. El gabán ya no le ofrecía ninguna protección. Y si esto le estaba sucediendo a él, ¿qué no ocurriría en el caso de su hija y madame Grinard?
De forma fortuita, cuando ya el aguacero amenazaba con tumbarle en tierra, distinguió una oquedad en la espesura. No tuvo que pensarlo demasiado: se adentró bajo esa intrincada bóveda de ramas en pleno proceso de renovación primaveral. A alguna parte le conduciría.
La oscuridad fue en aumento. El techo de ramas se tornó piedra húmeda. Había dado con la entrada a una caverna. Y, para su asombro, el ruido desacompasado de la lluvia no era lo único que allí se escuchaba. Un conjunto de lamentos, una tenebrosa antífona, que parecía llegar de un lugar muy apartado en el vientre de la Tierra, hizo que el vello se le erizara por debajo de sus ropas mojadas. La sangre se le cuajó en las venas, y se sintió incapaz de andar un paso más.
Los lamentos, pese a carecer de significado para él, se le antojaban de un sentido peligrosamente lúgubre. No era lo más usual de encontrarse en mitad de un bosque hostigado por la lluvia.
Llegó un momento en que los cánticos cesaron, y Barbin se juzgó con el suficiente valor para tratar de adentrarse unos metros más en esa cavidad natural. Empuñó su bastón, haciéndose la ilusión de que el mismo era una adecuada arma defensiva, y anduvo los siguientes pasos.
Enseguida pensó que estaba cometiendo una temeridad. No disponía de linterna para iluminarse. Pero al instante comprobó que no le iba a hacer falta. En las paredes de la caverna palpitaba el esbozo de un resplandor remoto, algo que anunciaba que al término de esa galería había alguien o cuando menos una luz encendida. Un nuevo amago de pánico quiso frenar sus pasos, pero se sobrepuso al mismo. En contra de su sentido de prudencia, aligeró su marcha para averiguar cuál era el origen de esa luz misteriosa.
Un olor inidentificable asaltó sus fosas nasales. Por un momento sintió pánico de seguir adelante. Sólo un paso le separaba del recodo luminoso. Por último, se decidió a andarlo sin más.
—¿Qué es esto?
El grito que dio a continuación repercutió en la inmediata bóveda. Algo le había golpeado la cara, y ahora le iba rodeando el cuerpo con un contacto gélido y repugnante. El olor se había vuelto más acusado.
Barbin logró hacerse con la suficiente presencia de ánimo para averiguar lo que estaba sucediendo. Lo que acababa de golpearle y ahora le rodeaba, era una espesa masa vegetal, cuyas hojas lanceoladas le recordaban vagamente a la mandrágora. Sus conocimientos de botánica eran lo suficientes para causarle asombro ante lo inverosímil del hecho de encontrar una mandrágora en las mismas entrañas de la Tierra. De ahí se explicaba el olor pútrido y penetrante. Las ramificaciones de la mandrágora parecían extenderse varios metros por delante de él, ahogando la luz del otro extremo. Barbin no se vio con coraje para seguir adelante. Retrocedió con todo pesar.
El terror que sentía combinaba su efecto con la inquietud ante la ausencia de Alphonsine. La luz misteriosa, la mandrágora… ¿Dónde encontrar una explicación plausible? Quizá no hubiera más remedio que armarse de valor y atravesar la mandrágora. 
—Papá.
Se giró bruscamente de espaldas. Se dio de manos a boca con su hija Alphonsine y con madame Grinard, que la sujetaba de la mano.
—¡Hija mía!
Apretó a la niña contra su pecho.
—¿Qué te pasa, papá?
—¿Dónde estabais, por Dios bendito?
Monsieur, tuvimos que refugiarnos de la lluvia —intervino madame Grinard, con acento gélido.
—¿Y esa luz y esa planta? —inquirió él, señalando hacia la galería de la mandrágora.
—Eso es una abertura al exterior.
—Esa luz no parece la del día.
—Recuerde que está el día lluvioso, monsieur.
—Pero no se oye el estrépito de la lluvia.
—La planta y la bóveda de piedra lo amortiguan.
—Tiene usted respuestas para todo, madame Grinard.
—Creo que ya ha escampado, monsieur.
Emprendieron el regreso a casa en medio de un silencio inquietante. La pequeña Alphonsine, tan dada a las expansiones infantiles, conservaba la mirada baja y huidiza. El sendero estaba tan cubierto de barro, que Barbin no pudo hilvanar ninguna otra reflexión que no fuera sustraer sus ropas del mayor número de manchas.
La niña, por lo ordinario tan jovial y cantarina, dio en mostrarse esa noche, durante la cena, mustia y apagada. Como contrapartida, madame Grinard estaba más expansiva, ocurrente y risueña que de costumbre. Barbin no se explicaba esta inversión de roles, como si algo extraño se hubiera verificado en el interior de la cueva. Al preguntar sobre este particular a madame Grinard, ésta lo atribuyó a la fatiga que Alphonsine había experimentado con la excursión.

CONTINUARÁ...

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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