domingo, 9 de octubre de 2011

Cuentos urbanos: Lautaro vivía en las cuevas (II) - Libre y solitario


Al cabo de dos días, un suceso por demás inesperado avivó la conmoción de todos los habitantes de la cabaña del bosque. Como surgido de la nada, sobre la mesa de la cocina se veía un zorzal de oro decorado con finas pedrerías.

-¿Qué es esto? ¡Válgame la Virgen de la Candelaria! –exclamó Esteban, el padre de Lautaro, con la sangre tan alterada que se diría a punto de darle un síncope.

Isis, la madre, dio en persignarse repetidas veces, operación en la que la imitaron sus tres hijas: Pamela, Nory y Arlene. Por su parte, la abuela Nila no apartaba la mirada del silencioso Lautaro. Manuel, el mayor de los hermanos, examinaba con ojos absortos la preciada joya.

-Estamos muy lejos del mundo civilizado –argumentó el padre-. No hay nadie en muchos kilómetros a la redonda, no hemos visto a nadie merodear por los bosques, estamos completamente aislados. Esto, por lo tanto –añadió tomando con afectada delicadeza la figura del pájaro-, es un regalo de la siempre milagrosa Virgen de la Candelaria, que se ha apiadado de nuestras miserias y no nos quiere volver a ver hambrientos y necesitados. Con esto podemos volver a la ciudad.

El viaje quedó, pues, dispuesto de inmediato. Empacarían los pocos enseres que tenían, dejarían en libertad al ganado y marcharían al apeadero de tren más cercano. Confiaban en arribar a la ciudad de Concepción en un plazo no superior a los tres días. Una vez allí, pondrían en venta la valiosa figura y nunca más el sudor sería el precio que habrían de pagar por la subsistencia.

Una expansiva alegría se respiraba en el ambiente de la cabaña. Pero Lautaro no se sumaba al sentir general; tendría que dejar su paradisíaco lago y su gruta colmada de riquezas. Él no quería demostrar al mundo que era rico y que no le hacía falta privarse de ninguno de los lujos imaginables. Sólo quería vivir en los lugares amados y saborear la felicidad de las almas solitarias.

A la mañana siguiente, la familia se encontraba en el apeadero del tren, cuyo sonido ya resultaba perceptible, proveniente de algún lugar en la profundidad de los bosques. Lautaro se sentía deprimido, no tanto por el hecho de marcharse cuanto que su padre le había obligado a abandonar a su fiel Riki junto con el ganado.

El tren apareció en la lejanía soltando su grisácea trenza de humo y haciendo sonar repetidas veces el alegre silbato de su locomotora.

La familia se acomodó en uno de los furgones de carga, dentro del cual viajaba un variopinto grupo de personas con destino a Concepción. A los pocos instantes, el paisaje comenzó a desfilar por la abierta portezuela del furgón.

Lautaro tenía los ojos clavados en los árboles que tan familiares le habían llegado a ser a lo largo de ese tiempo. Las ramas se mimetizaban con la luz del cielo, capturando todos los rayos de sol en la verdura de su seno. Lautaro amaba esas sensaciones. Su lago, tan azul como los propios sueños; su cueva, tan silenciosa como la propia nostalgia; su vida, tan joven como el frescor de la mañana. Y ahora todo eso habría de perderse en las desangeladas calles de una ciudad que le era completamente ajena. No podía, no quería aceptarlo.

-¡Lautaro!

Fue la abuela Nila quien soltó este grito desgarrador cuando lo vio saltar fuera del furgón.

Cayó rodando sobre una apretada maraña de helechos… Su “familia” no era una ciudad populosa y maloliente, sino un bosque de apariencia sagrada, un lago de color verdeazulado y una capilla subterránea.

Aterrizó sobre un mullido colchón de vegetación. El aire se llevaba los gritos de sus familiares y los sostenidos bramidos del tren.

Pese a tener el cuerpo sembrado de magulladuras, se sentía pleno de dicha y saboreaba el placer de la recién lograda libertad. Conocía esos lugares como la palma de su mano. Se propuso volver a la cabaña, buscar a Riki y, con su ayuda, reunir el ganado disperso. Era una nueva vida la que estaba a punto de emprender, pero al fin y a la postre era la única vida que apetecía de todas veras.

Conforme a sus previsiones, no tardó en localizar a Riki. Los dos acabaron enzarzados en un enorme abrazo de amistad y alegría.

-Riki, me quedo contigo.

A Lautaro no le preocupaba lo que los suyos estuvieran pensando. Tal vez creyeran que se habría matado a consecuencia de la caída por la ladera boscosa. No es que hubiese dejado de quererles y que no le importara lo que estarían sufriendo; el caso es que él no pensaba que le pudieran echar de menos.

A los dos días, la cabaña volvía a estar en condiciones de habitabilidad. La vaca y sus terneros pacían de nuevo en las inmediaciones del establo, pero ni el toro ni las cabras, ni mucho menos las aves de corral, habían podido ser localizados. Pese a estas incomodidades, Lautaro encontraba en el bosque una bien surtida despensa para subvenir a sus necesidades alimenticias. Y a Riki también le era fácil encontrar algún apetitoso bocado en tan floreciente naturaleza.

Los días fueron transcurriendo en plácida regularidad. Lautaro pasaba muchos ratos en la gruta, contemplando el conjunto de sus riquezas y escudriñando los documentos alusivos a la expedición de Ulloa.

A lo que parecía, llegó un día en que los prófugos se vieron hostigados por las huestes de Pizarro y tuvieron que buscar a toda prisa un lugar donde ocultar el tesoro. Después de efectuada esta operación, se dispersaron por los cuatro puntos cardinales, al objeto de volver a por las riquezas tan pronto las aguas hubieran retornado a su cauce. Pero Ulloa era de corazón taimado y egoísta, y decidió enfrentar el peligro de trasladar el tesoro a otro emplazamiento, ayudado por unos cuantos adeptos a su causa. Fue entonces cuando dieron fortuitamente con el escondite de la caverna, en el cual hubieron de refugiarse para huir de las acechanzas de sus perseguidores. A todo esto, un indio de la tribu mapuche, habitante de esos bosques, les había visto trasponer la cascada portando con penuria pesados cofres. El indio odiaba vehementemente a los españoles, por ser éstos causa de terribles daños infligidos a miembros de su tribu en el pasado, y concibió un plan por demás perverso… Introdujo caimanes en el lago, provenientes de un criadero que su tribu tenía en una laguna cercana, a efectos de proveerse de buenas y resistentes pieles para el curtido. Los incondicionales de Ulloa descubrieron con horror indescriptible que nunca podrían abandonar la gruta. Al final acabaron muriendo de inanición, no sin antes protagonizar algunos lamentables episodios de canibalismo. Ulloa fue el último superviviente y encontró manera de poner por escrito tan dramáticas circunstancias.

Lautaro experimentó un recio escalofrío tras conocer estos hechos. Ya no había caimanes en el lago, pero imaginó el espanto que ello debió de suscitar a los soldados españoles.

El verano ya se respiraba en el aliento de los bosques. Había una completa invasión de flores silvestres y las hojas de los árboles ostentaban su verde más vívido. Era un placer deambular por los senderos ocultos, ocupación en la que Lautaro gustaba de emplear varias horas del día.

Una de esas mañanas encontró por casualidad un cajón abandonado bajo un dosel de arbustos espinosos. La curiosidad pudo en él y corrió a la cabaña en busca de herramientas para abrir el cajón. Al cabo vio que contenía algunas cargas de dinamita que había que manipular con extremo cuidado, pues con el abandono de los años trasudaban nitroglicerina, que al caer en gotas al suelo provocaba algunas súbitas explosiones, bien que inofensivas.

Lautaro decidió transportar la dinamita al interior de la cueva, a efectos de evitar la trasudación en un ambiente de mayor frescura. Él sabía muchas cosas sobre la dinamita, por cuanto su tío Osvaldo, el hermano de su madre, había sido barrenero en las minas de Atacama, y fue entonces que se preguntó si no habría en estas regiones boscosas alguna explotación minera, o debió de haberla, a juzgar por el aparentemente prolongado abandono del cajón.

   Una noche de enero, fulgurante de estrellas, Lautaro acudió con Riki a la orilla del lago para extasiarse con los reflejos de la luna. Ya había cumplido once años y se reavivaron las nostalgias de su familia. Recordaba especialmente a la abuela Nila, que fue quien mejor supo comprenderle y quien más pruebas de cariño y adhesión le había tributado desde su más tierna infancia. Una lágrima solitaria rodó por su mejilla, como gota de agua deslizándose por la esmaltada superficie de una estalactita cavernaria.

-Riki, eres la única familia que me ha quedado.

El perro soltó un gruñido de conformidad y se acurrucó junto a su amo.  El sentimiento imperante entre los dos seres vivos podía tildarse de una especie de hermandad.

Lautaro amaba la naturaleza como si se tratase de una entidad femenina y voluptuosa. Los rayos de luna rielando en las aguas podían conceptuarse como el efecto de un beso apasionado. Ya no existía para él la vida entre los miembros de su misma especie. Aún no cumplía doce años, pero ya sabía lo que quería y el modo en que su vida había de desarrollarse. Con esto se negaba la posibilidad de conocer una muchacha, acaso de concebir hijos, de vivir, en definitiva, como las restantes criaturas humanas.

Sin embargo, la luna también puede engendrar hijos, y sus hijos son los sueños… Así de claro lo tenía Lautaro.

Su vida discurrió sin novedades por espacio de varios meses. Ya iba muy entrado el otoño cuando ocurrió algo que vino a turbar su bucólica existencia.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).

2 comentarios:

Marisa dijo...

Fusión con la naturaleza, ansia de libertad y deseo de soledad. Tres pilares que vertebran tu hermoso y transparente cuento, mezclados con esa mítica leyenda de El Dorado.

" La luna también puede engendrar hijos, y sus hijos son los sueños..." Precioso, Julián.

Un abrazo.

El jardinero de las nubes dijo...

Gracias, querida Marisa, compañera en las letras y en la cada vez más sufrida profesión docente.

Un abrazo.