Al
cabo de dos días, un suceso por demás inesperado avivó la conmoción de todos
los habitantes de la cabaña del bosque. Como surgido de la nada, sobre la mesa
de la cocina se veía un zorzal de oro decorado con finas pedrerías.
-¿Qué
es esto? ¡Válgame la Virgen de la Candelaria! –exclamó Esteban, el padre de
Lautaro, con la sangre tan alterada que se diría a punto de darle un síncope.
Isis,
la madre, dio en persignarse repetidas veces, operación en la que la imitaron
sus tres hijas: Pamela, Nory y Arlene. Por su parte, la abuela Nila no apartaba
la mirada del silencioso Lautaro. Manuel, el mayor de los hermanos, examinaba
con ojos absortos la preciada joya.
-Estamos
muy lejos del mundo civilizado –argumentó el padre-. No hay nadie en muchos
kilómetros a la redonda, no hemos visto a nadie merodear por los bosques,
estamos completamente aislados. Esto, por lo tanto –añadió tomando con afectada
delicadeza la figura del pájaro-, es un regalo de la siempre milagrosa Virgen
de la Candelaria, que se ha apiadado de nuestras miserias y no nos quiere
volver a ver hambrientos y necesitados. Con esto podemos volver a la ciudad.
El
viaje quedó, pues, dispuesto de inmediato. Empacarían los pocos enseres que
tenían, dejarían en libertad al ganado y marcharían al apeadero de tren más
cercano. Confiaban en arribar a la ciudad de Concepción en un plazo no superior
a los tres días. Una vez allí, pondrían en venta la valiosa figura y nunca más
el sudor sería el precio que habrían de pagar por la subsistencia.
Una
expansiva alegría se respiraba en el ambiente de la cabaña. Pero Lautaro no se
sumaba al sentir general; tendría que dejar su paradisíaco lago y su gruta
colmada de riquezas. Él no quería demostrar al mundo que era rico y que no le
hacía falta privarse de ninguno de los lujos imaginables. Sólo quería vivir en
los lugares amados y saborear la felicidad de las almas solitarias.
A
la mañana siguiente, la familia se encontraba en el apeadero del tren, cuyo
sonido ya resultaba perceptible, proveniente de algún lugar en la profundidad
de los bosques. Lautaro se sentía deprimido, no tanto por el hecho de marcharse
cuanto que su padre le había obligado a abandonar a su fiel Riki junto con el
ganado.
El
tren apareció en la lejanía soltando su grisácea trenza de humo y haciendo
sonar repetidas veces el alegre silbato de su locomotora.
La
familia se acomodó en uno de los furgones de carga, dentro del cual viajaba un
variopinto grupo de personas con destino a Concepción. A los pocos instantes,
el paisaje comenzó a desfilar por la abierta portezuela del furgón.
Lautaro
tenía los ojos clavados en los árboles que tan familiares le habían llegado a
ser a lo largo de ese tiempo. Las ramas se mimetizaban con la luz del cielo,
capturando todos los rayos de sol en la verdura de su seno. Lautaro amaba esas
sensaciones. Su lago, tan azul como los propios sueños; su cueva, tan
silenciosa como la propia nostalgia; su vida, tan joven como el frescor de la
mañana. Y ahora todo eso habría de perderse en las desangeladas calles de una
ciudad que le era completamente ajena. No podía, no quería aceptarlo.
-¡Lautaro!
Fue
la abuela Nila quien soltó este grito desgarrador cuando lo vio saltar fuera
del furgón.
Cayó
rodando sobre una apretada maraña de helechos… Su “familia” no era una ciudad
populosa y maloliente, sino un bosque de apariencia sagrada, un lago de color verdeazulado
y una capilla subterránea.
Aterrizó
sobre un mullido colchón de vegetación. El aire se llevaba los gritos de sus
familiares y los sostenidos bramidos del tren.
Pese
a tener el cuerpo sembrado de magulladuras, se sentía pleno de dicha y
saboreaba el placer de la recién lograda libertad. Conocía esos lugares como la
palma de su mano. Se propuso volver a la cabaña, buscar a Riki y, con su ayuda,
reunir el ganado disperso. Era una nueva vida la que estaba a punto de
emprender, pero al fin y a la postre era la única vida que apetecía de todas
veras.
Conforme
a sus previsiones, no tardó en localizar a Riki. Los dos acabaron enzarzados en
un enorme abrazo de amistad y alegría.
-Riki,
me quedo contigo.
A
Lautaro no le preocupaba lo que los suyos estuvieran pensando. Tal vez creyeran
que se habría matado a consecuencia de la caída por la ladera boscosa. No es
que hubiese dejado de quererles y que no le importara lo que estarían
sufriendo; el caso es que él no pensaba que le pudieran echar de menos.
A
los dos días, la cabaña volvía a estar en condiciones de habitabilidad. La vaca
y sus terneros pacían de nuevo en las inmediaciones del establo, pero ni el
toro ni las cabras, ni mucho menos las aves de corral, habían podido ser
localizados. Pese a estas incomodidades, Lautaro encontraba en el bosque una
bien surtida despensa para subvenir a sus necesidades alimenticias. Y a Riki
también le era fácil encontrar algún apetitoso bocado en tan floreciente
naturaleza.
Los
días fueron transcurriendo en plácida regularidad. Lautaro pasaba muchos ratos
en la gruta, contemplando el conjunto de sus riquezas y escudriñando los
documentos alusivos a la expedición de Ulloa.
A
lo que parecía, llegó un día en que los prófugos se vieron hostigados por las
huestes de Pizarro y tuvieron que buscar a toda prisa un lugar donde ocultar el
tesoro. Después de efectuada esta operación, se dispersaron por los cuatro
puntos cardinales, al objeto de volver a por las riquezas tan pronto las aguas
hubieran retornado a su cauce. Pero Ulloa era de corazón taimado y egoísta, y
decidió enfrentar el peligro de trasladar el tesoro a otro emplazamiento,
ayudado por unos cuantos adeptos a su causa. Fue entonces cuando dieron
fortuitamente con el escondite de la caverna, en el cual hubieron de refugiarse
para huir de las acechanzas de sus perseguidores. A todo esto, un indio de la
tribu mapuche, habitante de esos bosques, les había visto trasponer la cascada portando
con penuria pesados cofres. El indio odiaba vehementemente a los españoles, por
ser éstos causa de terribles daños infligidos a miembros de su tribu en el
pasado, y concibió un plan por demás perverso… Introdujo caimanes en el lago,
provenientes de un criadero que su tribu tenía en una laguna cercana, a efectos
de proveerse de buenas y resistentes pieles para el curtido. Los incondicionales
de Ulloa descubrieron con horror indescriptible que nunca podrían abandonar la
gruta. Al final acabaron muriendo de inanición, no sin antes protagonizar
algunos lamentables episodios de canibalismo. Ulloa fue el último superviviente
y encontró manera de poner por escrito tan dramáticas circunstancias.
Lautaro
experimentó un recio escalofrío tras conocer estos hechos. Ya no había caimanes
en el lago, pero imaginó el espanto que ello debió de suscitar a los soldados
españoles.
El
verano ya se respiraba en el aliento de los bosques. Había una completa
invasión de flores silvestres y las hojas de los árboles ostentaban su verde
más vívido. Era un placer deambular por los senderos ocultos, ocupación en la
que Lautaro gustaba de emplear varias horas del día.
Una
de esas mañanas encontró por casualidad un cajón abandonado bajo un dosel de
arbustos espinosos. La curiosidad pudo en él y corrió a la cabaña en busca de
herramientas para abrir el cajón. Al cabo vio que contenía algunas cargas de
dinamita que había que manipular con extremo cuidado, pues con el abandono de
los años trasudaban nitroglicerina, que al caer en gotas al suelo provocaba
algunas súbitas explosiones, bien que inofensivas.
Lautaro
decidió transportar la dinamita al interior de la cueva, a efectos de evitar la
trasudación en un ambiente de mayor frescura. Él sabía muchas cosas sobre la
dinamita, por cuanto su tío Osvaldo, el hermano de su madre, había sido
barrenero en las minas de Atacama, y fue entonces que se preguntó si no habría
en estas regiones boscosas alguna explotación minera, o debió de haberla, a
juzgar por el aparentemente prolongado abandono del cajón.
Una
noche de enero, fulgurante de estrellas, Lautaro acudió con Riki a la orilla
del lago para extasiarse con los reflejos de la luna. Ya había cumplido once
años y se reavivaron las nostalgias de su familia. Recordaba especialmente a la
abuela Nila, que fue quien mejor supo comprenderle y quien más pruebas de
cariño y adhesión le había tributado desde su más tierna infancia. Una lágrima
solitaria rodó por su mejilla, como gota de agua deslizándose por la esmaltada superficie
de una estalactita cavernaria.
-Riki,
eres la única familia que me ha quedado.
El
perro soltó un gruñido de conformidad y se acurrucó junto a su amo. El sentimiento imperante entre los dos seres
vivos podía tildarse de una especie de hermandad.
Lautaro
amaba la naturaleza como si se tratase de una entidad femenina y voluptuosa.
Los rayos de luna rielando en las aguas podían conceptuarse como el efecto de
un beso apasionado. Ya no existía para él la vida entre los miembros de su
misma especie. Aún no cumplía doce años, pero ya sabía lo que quería y el modo
en que su vida había de desarrollarse. Con esto se negaba la posibilidad de
conocer una muchacha, acaso de concebir hijos, de vivir, en definitiva, como
las restantes criaturas humanas.
Sin
embargo, la luna también puede engendrar hijos, y sus hijos son los sueños… Así
de claro lo tenía Lautaro.
Su
vida discurrió sin novedades por espacio de varios meses. Ya iba muy entrado el
otoño cuando ocurrió algo que vino a turbar su bucólica existencia.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
2 comentarios:
Fusión con la naturaleza, ansia de libertad y deseo de soledad. Tres pilares que vertebran tu hermoso y transparente cuento, mezclados con esa mítica leyenda de El Dorado.
" La luna también puede engendrar hijos, y sus hijos son los sueños..." Precioso, Julián.
Un abrazo.
Gracias, querida Marisa, compañera en las letras y en la cada vez más sufrida profesión docente.
Un abrazo.
Publicar un comentario