Los
pinzones dejaron una buena mañana de entonar sus cánticos en las enramadas
próximas, alterados por los ladridos angustiosos de Riki. Lautaro abandonó a la
vaca a medio ordeñar, y corrió a ver qué le sucedía a su fiel compañero.
Alguien
había golpeado brutalmente a Riki, y por eso cojeaba de la pata trasera derecha
y gemía de dolor y tristeza.
-¡Riki!
¿Qué te ha pasado?
El
perro hocicaba en dirección al interior de la floresta. Lautaro comprendió. El
daño se encontraba en lo más intrincado del bosque.
-Riki,
yo iré a ver. Tiéndete en el jergón mientras tanto.
El
perro obedeció a su amo, encaminándose a la cabaña. Por su parte, Lautaro se
armó de su nudoso bastón de madera de tejo y de su más afilado cuchillo, y se
dispuso a averiguar qué es lo que había dejado a su perro en tan lastimoso
estado.
-¿Será
miedo esto que siento?
Se
trataba de una sensación que hacía flaquear sus rodillas y le dejaba, por ende,
el estómago enrarecido. Adoptando las oportunas precauciones, decidió tomar los
senderos más difíciles y agrestes del bosque.
No
bien anduvo obra de unos seiscientos metros, cuando en un calvero apartado
detectó unas presencias intrusas. Se trataba de soldados vestidos con ropas de
camuflaje. Se les acercó cuanto pudo y afinó el oído para captar algunas de las
palabras que aquéllos se estaban intercambiando.
-No
debemos de estar lejos de la cabaña que nos dijeron.
-La
presencia del perro confirma la del muchacho.
-Su
familia anda angustiada por recuperarle. Mucho dinero han de tener para que el
mismo Ejército se movilice y acuda en su busca.
Aquellas
palabras resultaban completamente esclarecedoras. Lautaro adquirió la certeza
de que era a él a quien andaban buscando. Sus padres ya poseían mucho dinero y
se podían permitir el costear todo un operativo para procurar la búsqueda de su
vástago desaparecido. Una búsqueda motivada por el más profundo sentimiento
paternal. Aun así, Lautaro no quería renunciar a su libertad por irse a vivir a
una ciudad que en principio se la antojaba totalmente hostil.
-¿Habéis
escuchado algo tras esas matas? –alertó uno de los soldados.
La
causa era un movimiento involuntario de Lautaro, que había hecho crujir un fragmento
seco de vegetación.
Los
soldados acudían a su escondrijo y le iban a descubrir de inmediato. Apeló,
pues, a toda su rapidez y conocimiento del terreno, y puso pies en polvorosa.
-¡Alguien
está huyendo!
Enseguida
la masa de árboles se saturó con los gritos de los soldados repartidos por
diferentes sectores del bosque. Lautaro sólo vio expedita la ruta hacia “El
Baño de la Luna”. Sin duda, los soldados ya habrían dado con la cabaña… y con
Riki por añadidura.
El
lago reflejaba el tono grisáceo del cielo, preludiando la frialdad de la
otoñada. Lautaro se notó seguido de cerca por sus perseguidores, y no vaciló en
lanzarse a las aguas. Percibió cuchillos de frío clavándose en su piel. La
cascada le impulsó al fondo, y esto representó un dolor añadido. No obstante,
experimentó un relativo consuelo al recordar que en la caverna guardaba un hato
de ropa seca para estas ocasiones.
-No
darán conmigo –se dijo teniendo a la vista la fabulosa profusión de sus
riquezas.
Pero
fue una reflexión demasiado apresurada. Una pareja de soldados advirtió la
inusual agitación de las aguas, no motivada únicamente por la precipitación de
la cascada.
-¡Rodead
el lago, ha de estar por aquí!
Lautaro
sintió un estremecimiento de pánico. ¡Le habían acorralado!
Los
restantes soldados, apercibidos por los gritos de sus compañeros, se fueron
congregando en las inmediaciones de “El Baño de la Luna”.
Les
comandaba un teniente de feroz aspecto, que obedecía al nombre de Pericles
Ortega.
-¿Quién
ha dado la voz de alerta? –preguntó éste con voz rugiente.
Uno
de los soldados se destacó dando un paso al frente.
-He
sido yo, mi teniente.
-¿Y
qué pruebas tiene para apoyar que el prófugo se encuentra por aquí?
-Entre
las ramas me pareció distinguir que se arrojaba al lago –explicó el soldado,
que se apellidaba Benavides.
El
teniente Ortega bamboleó los hombros dubitativamente, mientras abarcaba el lago
con su mirada.
-Va
a ser como buscar una aguja en un pajar. ¡A ver! Inspeccionen las orillas y no
pierdan ripio de lo que ocurra en la superficie de las aguas, aunque no se trate
más que del aleteo de un triste pato.
Los
soldados se aprestaron a obedecer la orden. Formaron dos falanges para cubrir
en sentidos opuestos los bordes del lago. Se acercaba el mediodía, y el sol
inflamaba con sus rayos la crestería del bosque, en tanto que soplaba una
apacible brisa de otoño.
Oculto
en su escondrijo, Lautaro tenía los nervios en punta y hacía votos para que no
le atraparan. ¿Qué pasaría si descubrían el acceso de la cascada? ¿Y Riki, cómo
se encontraría allá en la cabaña?
-¿Y
bien? –interrogó el teniente Ortega al cabo de una hora de celoso escrutinio de
agua y matorrales.
-Nada
de nada, señor –informó uno de los cabos.
-Entonces,
¿hemos estado perdiendo el maldito tiempo?
-Afirmativo,
señor; en términos coloquiales, así podría decirse.
-Finalmente
concluimos que el soldado Benavides ha sido víctima de una alucinación.
-Mi
teniente, yo vi claramente a un chico arrojarse al agua –replicó el aludido con
un punto de indignación en su acento.
-Entonces,
¿dónde demonios está?
-¿No
se habrá ahogado? –conjeturó otro de los soldados.
-No
creo, nos habríamos dado cuenta de eso –refutó un tercero.
El
teniente Ortega seguía con el ceño torvo por la incertidumbre.
-Soldado
Benavides –interpeló a este último-, ¿no habrá tomado un poco de aguardiente en
el desayuno?
-Señor,
yo conozco a Benavides y jamás le he visto probar una gota de bebida
espirituosa –abogó el cabo de antes-. Por mi parte, presto crédito a sus
palabras y estoy dispuesto a poner la mano en el fuego por él.
-Mi
teniente, jamás he usado mentiras en acto de servicio –remachó Benavides,
adoptando su tono de mayor dignidad-. Además hay un lugar del lago que aún no
hemos registrado.
-¿Y
cuál es? –inquirió el teniente con desbordada ansiedad.
El
soldado señaló hacia la cascada.
-A
nadie se le ha ocurrido inspeccionar lo que hay detrás.
Por
causa de estas palabras, Lautaro notó en su escondrijo de la gruta que la
sangre se le cuajaba en las venas. ¡El soldado Benavides acabada de revelar su
escondite!
El
teniente Ortega se dio una palmada en la frente, como aquél que repara en algo
evidente que le había pasado desapercibido, aun teniéndolo delante de los ojos.
-Es
cierto, con frecuencia hay grutas detrás de las cascadas.
-Propongo,
señor, que vayamos a comprobarlo.
Así
fue acordado. Tres soldados se pusieron en cueros y se arrojaron al agua, no
sin exteriorizar cierto desagrado.
No
llevarían nadadas más que unas cuantas brazadas, cuando una súbita explosión
sacudió los fundamentos telúricos. A continuación, el temblor de tierra se hizo
general por espacio de varios segundos, los cuales asumieron la apariencia de
siglos con el espanto de la soldadesca.
-¡Un
terremoto! –chillaban todas las bocas.
El
curso del río se vio alterado y el agua del lago se fue vaciando en las
entrañas de la tierra. Los soldados nadadores lograron salvarse a duras penas.
Las arboledas se estremecieron, con lo cual las ramas acabaron despojándose de
sus hojas y las raíces se vieron descuajadas. Los pájaros sólo encontraron
refugio en el santuario de los cielos.
El
seísmo se alargó cosa de tres minutos, y los efectos fueron devastadores.
Aunque ninguno de los soldados sufrió heridas de consideración, el desaliento
se apoderó de todos ellos.
El
teniente Ortega dio la misión por concluida. Era imposible que Lautaro,
estuviera donde estuviese, hubiera sobrevivido a la hecatombe del terremoto.
Así lo haría constar el teniente en el informe que presentaría a sus
superiores, tan pronto el destacamento regresara a Concepción.
-Aquello
sonó como una explosión de dinamita –comentó uno de los soldados-. Sin duda, ésa
fue la causa del temblor de tierra.
-Es
una pena que ese lago tan bonito haya desaparecido –afirmó otro.
-Lo
verdaderamente lastimoso –añadió el teniente Ortega –es que un chico tan joven,
prácticamente un niño, haya muerto sin que sus padres pudieran abrazarlo por
última vez.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
1 comentario:
Sigo leyendo tu cuento y amedida que lo hago sigo transportándome a esas páginas amarillas de cuentos entrañables y amables que siempre nos han acompañado durante la niñez.
Hasta ahora ya conocía tus espléndidas dotesd como narrador pero hoy he descubierto, en lo que se refiere al estilo de tu relato, un admirable manejo del diálogo, forma de expresión aparentemente sencilla y cotidiana pero que en literatura requiere de una habilidad precisa para que su interés y su forma sean correctas. Y tú lo has bordado.
Permíteme que te diga también que, tus descripciones son tan precisas que tu cuento se acerca a las técnicas cinematográficas. Según te iba leyendo me iba encontrando viendo una película en su mínimo detalle.
Esperemos acontecimientos.
Un abrazo, Jardinero.
Publicar un comentario