lunes, 31 de octubre de 2011

Cuentos urbanos: Lautaro vivía en las cuevas (III) - Terremoto



Los pinzones dejaron una buena mañana de entonar sus cánticos en las enramadas próximas, alterados por los ladridos angustiosos de Riki. Lautaro abandonó a la vaca a medio ordeñar, y corrió a ver qué le sucedía a su fiel compañero.

Alguien había golpeado brutalmente a Riki, y por eso cojeaba de la pata trasera derecha y gemía de dolor y tristeza.

-¡Riki! ¿Qué te ha pasado?

El perro hocicaba en dirección al interior de la floresta. Lautaro comprendió. El daño se encontraba en lo más intrincado del bosque.

-Riki, yo iré a ver. Tiéndete en el jergón mientras tanto.

El perro obedeció a su amo, encaminándose a la cabaña. Por su parte, Lautaro se armó de su nudoso bastón de madera de tejo y de su más afilado cuchillo, y se dispuso a averiguar qué es lo que había dejado a su perro en tan lastimoso estado.

-¿Será miedo esto que siento?

Se trataba de una sensación que hacía flaquear sus rodillas y le dejaba, por ende, el estómago enrarecido. Adoptando las oportunas precauciones, decidió tomar los senderos más difíciles y agrestes del bosque.

No bien anduvo obra de unos seiscientos metros, cuando en un calvero apartado detectó unas presencias intrusas. Se trataba de soldados vestidos con ropas de camuflaje. Se les acercó cuanto pudo y afinó el oído para captar algunas de las palabras que aquéllos se estaban intercambiando.

-No debemos de estar lejos de la cabaña que nos dijeron.

-La presencia del perro confirma la del muchacho.

-Su familia anda angustiada por recuperarle. Mucho dinero han de tener para que el mismo Ejército se movilice y acuda en su busca.

Aquellas palabras resultaban completamente esclarecedoras. Lautaro adquirió la certeza de que era a él a quien andaban buscando. Sus padres ya poseían mucho dinero y se podían permitir el costear todo un operativo para procurar la búsqueda de su vástago desaparecido. Una búsqueda motivada por el más profundo sentimiento paternal. Aun así, Lautaro no quería renunciar a su libertad por irse a vivir a una ciudad que en principio se la antojaba totalmente hostil.

-¿Habéis escuchado algo tras esas matas? –alertó uno de los soldados.

La causa era un movimiento involuntario de Lautaro, que había hecho crujir un fragmento seco de vegetación.

Los soldados acudían a su escondrijo y le iban a descubrir de inmediato. Apeló, pues, a toda su rapidez y conocimiento del terreno, y puso pies en polvorosa.

-¡Alguien está huyendo!

Enseguida la masa de árboles se saturó con los gritos de los soldados repartidos por diferentes sectores del bosque. Lautaro sólo vio expedita la ruta hacia “El Baño de la Luna”. Sin duda, los soldados ya habrían dado con la cabaña… y con Riki por añadidura.

El lago reflejaba el tono grisáceo del cielo, preludiando la frialdad de la otoñada. Lautaro se notó seguido de cerca por sus perseguidores, y no vaciló en lanzarse a las aguas. Percibió cuchillos de frío clavándose en su piel. La cascada le impulsó al fondo, y esto representó un dolor añadido. No obstante, experimentó un relativo consuelo al recordar que en la caverna guardaba un hato de ropa seca para estas ocasiones.

-No darán conmigo –se dijo teniendo a la vista la fabulosa profusión de sus riquezas.

Pero fue una reflexión demasiado apresurada. Una pareja de soldados advirtió la inusual agitación de las aguas, no motivada únicamente por la precipitación de la cascada.

-¡Rodead el lago, ha de estar por aquí!

Lautaro sintió un estremecimiento de pánico. ¡Le habían acorralado!

Los restantes soldados, apercibidos por los gritos de sus compañeros, se fueron congregando en las inmediaciones de “El Baño de la Luna”.

Les comandaba un teniente de feroz aspecto, que obedecía al nombre de Pericles Ortega.

-¿Quién ha dado la voz de alerta? –preguntó éste con voz rugiente.

Uno de los soldados se destacó dando un paso al frente.

-He sido yo, mi teniente.

-¿Y qué pruebas tiene para apoyar que el prófugo se encuentra por aquí?

-Entre las ramas me pareció distinguir que se arrojaba al lago –explicó el soldado, que se apellidaba Benavides.

El teniente Ortega bamboleó los hombros dubitativamente, mientras abarcaba el lago con su mirada.

-Va a ser como buscar una aguja en un pajar. ¡A ver! Inspeccionen las orillas y no pierdan ripio de lo que ocurra en la superficie de las aguas, aunque no se trate más que del aleteo de un triste pato.

Los soldados se aprestaron a obedecer la orden. Formaron dos falanges para cubrir en sentidos opuestos los bordes del lago. Se acercaba el mediodía, y el sol inflamaba con sus rayos la crestería del bosque, en tanto que soplaba una apacible brisa de otoño.

Oculto en su escondrijo, Lautaro tenía los nervios en punta y hacía votos para que no le atraparan. ¿Qué pasaría si descubrían el acceso de la cascada? ¿Y Riki, cómo se encontraría allá en la cabaña?

-¿Y bien? –interrogó el teniente Ortega al cabo de una hora de celoso escrutinio de agua y matorrales.

-Nada de nada, señor –informó uno de los cabos.

-Entonces, ¿hemos estado perdiendo el maldito tiempo?

-Afirmativo, señor; en términos coloquiales, así podría decirse.

-Finalmente concluimos que el soldado Benavides ha sido víctima de una alucinación.

-Mi teniente, yo vi claramente a un chico arrojarse al agua –replicó el aludido con un punto de indignación en su acento.

-Entonces, ¿dónde demonios está?

-¿No se habrá ahogado? –conjeturó otro de los soldados.

-No creo, nos habríamos dado cuenta de eso –refutó un tercero.

El teniente Ortega seguía con el ceño torvo por la incertidumbre.

-Soldado Benavides –interpeló a este último-, ¿no habrá tomado un poco de aguardiente en el desayuno?

-Señor, yo conozco a Benavides y jamás le he visto probar una gota de bebida espirituosa –abogó el cabo de antes-. Por mi parte, presto crédito a sus palabras y estoy dispuesto a poner la mano en el fuego por él.

-Mi teniente, jamás he usado mentiras en acto de servicio –remachó Benavides, adoptando su tono de mayor dignidad-. Además hay un lugar del lago que aún no hemos registrado.

-¿Y cuál es? –inquirió el teniente con desbordada ansiedad.  

El soldado señaló hacia la cascada.

-A nadie se le ha ocurrido inspeccionar lo que hay detrás.

Por causa de estas palabras, Lautaro notó en su escondrijo de la gruta que la sangre se le cuajaba en las venas. ¡El soldado Benavides acabada de revelar su escondite!

El teniente Ortega se dio una palmada en la frente, como aquél que repara en algo evidente que le había pasado desapercibido, aun teniéndolo delante de los ojos.

-Es cierto, con frecuencia hay grutas detrás de las cascadas.

-Propongo, señor, que vayamos a comprobarlo.

Así fue acordado. Tres soldados se pusieron en cueros y se arrojaron al agua, no sin exteriorizar cierto desagrado.

No llevarían nadadas más que unas cuantas brazadas, cuando una súbita explosión sacudió los fundamentos telúricos. A continuación, el temblor de tierra se hizo general por espacio de varios segundos, los cuales asumieron la apariencia de siglos con el espanto de la soldadesca.

-¡Un terremoto! –chillaban todas las bocas.

El curso del río se vio alterado y el agua del lago se fue vaciando en las entrañas de la tierra. Los soldados nadadores lograron salvarse a duras penas. Las arboledas se estremecieron, con lo cual las ramas acabaron despojándose de sus hojas y las raíces se vieron descuajadas. Los pájaros sólo encontraron refugio en el santuario de los cielos.


El seísmo se alargó cosa de tres minutos, y los efectos fueron devastadores. Aunque ninguno de los soldados sufrió heridas de consideración, el desaliento se apoderó de todos ellos.

El teniente Ortega dio la misión por concluida. Era imposible que Lautaro, estuviera donde estuviese, hubiera sobrevivido a la hecatombe del terremoto. Así lo haría constar el teniente en el informe que presentaría a sus superiores, tan pronto el destacamento regresara a Concepción.

-Aquello sonó como una explosión de dinamita –comentó uno de los soldados-. Sin duda, ésa fue la causa del temblor de tierra.

-Es una pena que ese lago tan bonito haya desaparecido –afirmó otro.

-Lo verdaderamente lastimoso –añadió el teniente Ortega –es que un chico tan joven, prácticamente un niño, haya muerto sin que sus padres pudieran abrazarlo por última vez.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


1 comentario:

Marisa dijo...

Sigo leyendo tu cuento y amedida que lo hago sigo transportándome a esas páginas amarillas de cuentos entrañables y amables que siempre nos han acompañado durante la niñez.

Hasta ahora ya conocía tus espléndidas dotesd como narrador pero hoy he descubierto, en lo que se refiere al estilo de tu relato, un admirable manejo del diálogo, forma de expresión aparentemente sencilla y cotidiana pero que en literatura requiere de una habilidad precisa para que su interés y su forma sean correctas. Y tú lo has bordado.

Permíteme que te diga también que, tus descripciones son tan precisas que tu cuento se acerca a las técnicas cinematográficas. Según te iba leyendo me iba encontrando viendo una película en su mínimo detalle.

Esperemos acontecimientos.
Un abrazo, Jardinero.