Nos fuimos del monasterio cuando en las nubes se abrían algunas brechas de sol. Regresamos a la intersección con la C-185 y cogimos el sentido a Fuente Dé, que distaba de allí cosa de veinte kilómetros. Nos dirigíamos hacia la cabecera del río Deva, dejando atrás los pueblos de Turieno, Camaleño, Treviño, Corgaya, Espinama y Pido. Las montañas se iban estrechando hasta que por fin, a eso de las 12:23, asomamos al imponente circo glaciar de Fuente Dé (topónimo que hace referencia al hecho de que aquí se encuentra la fuente de la que nace el río Deva). De inmediato, nos llamó la atención la espectacular imagen del teleférico, que en un recorrido de poco más de kilómetro y medio salva una altura de ochocientos metros hasta el Mirador del Cable, baluarte desde el cual es sencillo adentrarse en los inquietantes macizos de los Picos de Europa. La niebla, que apenas si había levantado, impedía la contemplación de tan bellas panorámicas. Desde la carretera se podía ver cómo el teleférico, al remontar en las alturas, acababa engullido por los tupidos festones de nubes.
El tráfico fue desviado a los concurridos aparcamientos, donde las ruedas de los vehículos levantaban sucias polvaredas amarillas, señal de que continuaba siendo verano pese a la nubosidad reinante. Por fortuna, pudimos coger la plaza de un todoterreno que salía en ese preciso momento. A continuación, tras recibir algunas breves recomendaciones en una caseta informativa, nos encaminamos a grandes zancadas hacia la estación del teleférico.
La afluencia de gente era considerable. Se formaban colas no sólo para adquirir los billetes del teleférico, sino también para acceder al mismo. El billete de ida y vuelta costaba 15’15 euros, un número lo que se dice recurrente. En cada viaje sólo podían ir unas quince personas (curiosamente, como el precio del billete) y se tardaba algo más de tres minutos en llegar al Mirador del Cable. Considerando la gente que teníamos delante, y teniendo en cuenta que cada cinco minutos subía un nuevo teleférico, estimé que debíamos permanecer unos veinticinco minutos guardando cola en la pasarela elevada que conducía hasta el punto de embarque. Mirando la placa conmemorativa que había en el último repecho de la pasarela, me enteré de que el teleférico había sido inaugurado por el general Franco el 12 de septiembre de 1966.
Comidos por la impaciencia, accedimos al punto de embarque cuando las agujas del reloj ya marcaban las 13:00 horas. En mi interior empezaba a sentir el anuncio del vértigo que me esperaba al subir por el teleférico hasta esas impresionantes elevaciones. Mis ojos intentaban evaluar la tenacidad del cable, sucesor de aquel que a principios del pasado siglo tendiera la ya desaparecida Real Compañía Asturiana de Minas para facilitar el transporte de blenda desde las minas de los Picos de Europa hasta el mismo Fuente Dé. En la actualidad, la antigua explotación minera ha dado paso a una sin igual infraestructura turística. El teleférico fue proyectado por el ingeniero José Antonio Odriozola, para lo cual contó con el asesoramiento de especialistas italianos.
Llegó el momento de embarcar. Decidí situarme mirando hacia el sentido de la marcha, pues por vocación las nubes me ocasionan menos pavor que los espacios abiertos. Sentado en uno de los extremos del habitáculo, había un empleado de la empresa, con indeleble gesto de aburrimiento, que siempre ha de encontrarse allí por si surgiera alguna emergencia. Tan pronto se completó el aforo de pasajeros, las puertas correderas fueron cerradas y en seguida se notó la sacudida del cable. Al principio pude mirar hacia abajo, pero tan pronto me apercibí de cómo iban empequeñeciendo las construcciones, el parador de turismo, la carretera, el aparcamiento y la extensa pradería de Campodaves, la adrenalina empezó a flojearme los miembros y la cabeza se me puso a dar algún que otro giro.
-¡Dios santo, ya empieza a entrarme el vértigo! –exclamé en voz alta y con gesto humorístico, lo cual despertó las sonrisas de los circunstantes.
Un excursionista francés, de ojos garzos, complexión delgada, cabello y bigote blancos y con la cincuentena ya mediada, me dirigió una mirada de simpática conmiseración. Iba apoyado en un cayado de alpinista comprado en la tienda de recuerdos de abajo, que en uno de los costados llevaba estampadas las palabras “Picos de Europa”. El resto de su familia se agolpaba contra los vidrios, en el empeño de no dejar escapar ninguna de las bellísimas imágenes que se ofrecían a nuestra contemplación.
Nos adentramos en la costra de nubes, y se oyó algún comentario desabrido, lamentando el hecho de no poder saborear la panorámica del anfiteatro de montañas que circunda Fuente Dé. Forzando la vista hacia la izquierda, parece ser que algo se podía vislumbrar de la mole de Peña Remoña, del Collado de Liordes y del Alto de la Canal. Yo me atreví a mirar hacia abajo por un breve lapso de tiempo, y observé las fajas de fría niebla agarrándose a los resaltes rocosos de la empinada ladera. Casi de inmediato, el vértigo me obligó a apretar de nuevo los párpados. Escuché en el entretanto la conversación que mantenían dos montañistas expertos a propósito de la ruta que habían hecho hacía una semana por el puerto de San Glorio, en las inmediaciones de la divisoria de la Liébana con la provincia de León; hablaban de subir hoy a Peña Vieja, que en los días despejados constituye un balcón singular para disfrutar de las panorámicas de aquel sector de los Picos de Europa.
Al cabo de tres minutos y medio de ascensión, el teleférico redujo la velocidad para hacer su entrada en la estación del Mirador del Cable. Por unos segundos, pareció quedarse detenido entre los bloques de hormigón, y esto me hizo concebir un nuevo temor, relativo a que se hubiera producido una avería de última hora. Pero no, el teleférico dio un nuevo impulso y en seguida se abrieron las puertas (las opuestas a las del lado por el cual habíamos efectuado el embarque). Eran las 13:15.
Más muerto que vivo, intenté recobrar el dominio de mis piernas. Veía a la gente asomarse a la barandilla que confina el complejo turístico, y sentía que mi vértigo, lejos de aminorar, se agudizaba conforme pasaban los segundos. Bien afirmado en la pared, pude darle la vuelta al edificio y dejar atrás el borde del abismo, existente de todas veras pese al caparazón de la niebla. Tomamos el sendero que conduce hacia la bifurcación de La Vueltona (punto de partida desde el cual los más audaces excursionistas emprenden hermosas rutas hacia el collado de Horcados Rojos, el más famoso de aquella parte de los Picos de Europa). Vimos algunas personas que se desviaban hacia la inmediata elevación del Horcadino de Covarrobes, en el empeño de robar alguna hermosa panorámica al entrevero de la niebla.
En nuestro caso, considerando que ya se aproximaba la hora de comer y que la humedad traía aparejada una desapacible sensación de frescor, decidimos abandonar el sendero por la izquierda y llanear un poco por aquella acogedora braña. La hierba y el musgo aparecían punteados por diminutas violetas de los prados y algún que otro brezo ocasional; muy frecuentemente, cual osamentas semienterradas, asomaban entre el verdor de la tierra fragmentos de caliza manchados de arcilla y de hongos con apariencia de cardenillo. Distinguimos huellas de ganado ovino, y en seguida el costrón de la bruma se abrió para revelarnos la imagen de un rebaño más que mermado, cuyas esquilas eran como un respiro musical en medio del silencio de las montañas.
-Queremos jugar con las ovejas –me dijeron dos de mis acompañantes al colmo de su entusiasmo.
-Es mejor que las observéis de lejos –objeté lamentando mi eterno papel de aguafiestas-. Puede aparecer el perro pastor y atacaros al ver que las molestáis.
En ese preciso momento asistimos a un espectáculo por demás sublime: tímidos retazos de sol acertaron a iluminar la cúspide nevada de Peña Vieja. Sin embargo, no medió un minuto sin que la niebla volviera a encogerse, pesarosa de haber revelado uno de sus preciados secretos.
Entonces fue cuando decidimos regresar a las instalaciones hosteleras para mirar por nuestra restauración; con el frío repentino apetecía echarse algo sustancioso al coleto.
El reloj indicaba las 13:30 cuando nos acomodamos en una mesa adosada a los amplios ventanales. La niebla seguía cerrando pero podíamos observar las idas y venidas del teleférico. Causaba no poca impresión contemplar las oscilaciones de los cables y ver que el abismo se ocultaba en la niebla cada vez más húmeda, fría y compacta. El comedor estaba prácticamente despejado de comensales, excepción hecha de la familia de franceses que había subido con nosotros; estaban metiéndose entre pecho y espalda un plato combinado a base de ensalada y oloroso pollo asado; el cabeza de familia hacía visajes con los ojos cada vez que tomaba un sorbo de su vaso de vino peleón, acaso recordando con añoranza las excelencias de los caldos de su tierra natal. La oferta hostelera no parecía a primera vista demasiado tentadora, teniendo en cuenta la ausencia de competencia en aquellos riscos, y me arriesgué con una ensaladilla rusa y un estofado de ternera; para beber me enjareté un refresco de cola, en la confianza de que la ración de cafeína me permitiera poner en el olvido las delicias de la siesta estival. Quienes me acompañaban imitaron a los franceses, y tomaron sendos platos combinados de pollo asado, huevos fritos y ensalada mixta; a los postres, apetecieron helado de chocolate y yo preferí una porción de tarta de queso y arándanos. Poco a poco, conforme la hora iba avanzando, el comedor se iba poblando. Eran las 14:15 cuando dimos por concluida nuestra refacción. Perdí la cuenta de los teleféricos que habríamos visto entrar y salir del embarcadero.
Optamos por regresar a los caminos de las montañas para dar un paseo y así bajar la comida, que, a tenor de su baja calidad, nos había dejado una sensación incómoda en el estómago. Ya no se escuchaban las esquilas del ganado. Había corrillos de gente haciendo picnic en los peñascos de toba volcánica y en los recortes de prado aún no envueltos por la niebla. Notábamos un descenso de temperatura en relación a nuestro anterior paseo. Se nos habían chafado definitivamente las vistas de aquellos hermosos parajes. Anduvimos un rato por el sendero que conducía a Cabaña Verónica, y, al ver que la niebla, lejos de disiparse, se adensaba todavía más, decidimos coger el teleférico de vuelta a Fuente Dé.
A modo de gesto de despedida, una fisura en las nubes permitió iluminar brevemente los nevados paramentos de la vertiente nordeste del Pico Tesorero. Hubiera sido tan hermoso disfrutar de las panorámicas abiertas de aquel graderío de montañas…
Aún nos encontrábamos en la franja de tiempo correspondiente a la hora de la comida, y tal era la razón de que se estuviese formando una buena cola para tomar el teleférico de bajada; muchos de los excursionistas no se habían traído merienda y otros desconfiaban de las excelencias culinarias del restaurante del mirador, prefiriendo en última instancia buscar abajo en el valle un lugar en el que poder degustar un suculento plato del día. Estimamos que habríamos de aguardar otros veinte minutos para poder embarcar. La tienda de recuerdos de allí no era gran cosa, y por ello me vi acompañado en la cola todo el rato que duró la espera. Detrás de nosotros había un grupo de fornidos andaluces (tanto hombres como mujeres), y yo, que me sentía más aterrorizado por la bajada que por la subida, hacía votos para que no me tocara compartir con ellos el habitáculo. Eran gente simpática y encantadora, pero su extrema corpulencia me creaba la paranoia de que por el mayor peso añadido se viera afectada la tenacidad del cable. Y sí, para mi irreprimible y absurdo pavor, entraron dentro del grupo de pasajeros con el que habríamos de bajar nosotros.
-¡Quillo, te estás poniendo muy pálido! –me espetó una de las orondas andaluzas, con su peculiar gracejo meridional.
-Tengo miedo a las alturas –argumenté con un hilo de voz, añadiendo para mis adentros: "Y a que entre medias se nos parta el cable".
Embarcamos. Yo me situé en uno de los ángulos del habitáculo, abrazado a uno de mis acompañantes y con los párpados comprimidos. Noté que el teleférico se columpiaba levemente en el momento en que los andaluces efectuaron el embarque. Acto seguido, nos pusimos en movimiento.
Yo me mordía la lengua por no promover una escena ridícula. De allá para cuando entornaba los párpados, acertando a divisar harapientas flámulas nubosas.
-¿Queda mucho para llegar? –pregunté tan pronto estimé que había pasado el tiempo asignado al viaje.
-Está “deseandico” plantar el trasero en tierra –comentó chistosamente uno de los colosos andaluces.
-Puede apostar a que sí.
-Acabamos de salir de las nubes –me dijo mi acompañante-. El valle está por completo despejado. Ya estamos cerca.
Me atreví a mirar, y, en efecto, quedaba poco para llegar a la estación de abajo. Observé algunos excursionistas reducidos al tamaño de hormigas, transitando por los caminos de herradura que serpenteaban la ladera de la montaña. Los atestados aparcamientos, los edificios, la carretera, las frondosas arboledas, todo se iba acercando paulatinamente. ¡Y con qué alivio acogí la entrada en la estación!
Salimos del teleférico, despidiéndonos de los montañosos andaluces. Los primeros pasos los anduve trastabillando por el subidón de adrenalina. Luego nos metimos en la tienda de recuerdos, y allí olvidé mis penas vertiginosas. Me agencié un cayado de montaña igual que el que le había visto al francés, y dos de mis acompañantes adquirieron sendos gatitos de peluche; al blanco le llamaron “Copita” y al pardo “Masara”.
Ahora quedaba deshacer el camino de la Liébana, atravesar de nuevo el Desfiladero de la Hermida y acabar la tarde en uno de los figones portuarios de San Vicente de la Barquera, donde poder saborear una ración de sus reputados mejillones al vapor, regados con abundante jugo de limón.
CONTINUARÁ…
Próximo capítulo: Laredo, el Muelle de la Soledad.
Fotografías del autor; la que abre la entrada, por cortesía de una amiga que no quiere ser nombrada.
El jardinero de las nubes.
El tráfico fue desviado a los concurridos aparcamientos, donde las ruedas de los vehículos levantaban sucias polvaredas amarillas, señal de que continuaba siendo verano pese a la nubosidad reinante. Por fortuna, pudimos coger la plaza de un todoterreno que salía en ese preciso momento. A continuación, tras recibir algunas breves recomendaciones en una caseta informativa, nos encaminamos a grandes zancadas hacia la estación del teleférico.
La afluencia de gente era considerable. Se formaban colas no sólo para adquirir los billetes del teleférico, sino también para acceder al mismo. El billete de ida y vuelta costaba 15’15 euros, un número lo que se dice recurrente. En cada viaje sólo podían ir unas quince personas (curiosamente, como el precio del billete) y se tardaba algo más de tres minutos en llegar al Mirador del Cable. Considerando la gente que teníamos delante, y teniendo en cuenta que cada cinco minutos subía un nuevo teleférico, estimé que debíamos permanecer unos veinticinco minutos guardando cola en la pasarela elevada que conducía hasta el punto de embarque. Mirando la placa conmemorativa que había en el último repecho de la pasarela, me enteré de que el teleférico había sido inaugurado por el general Franco el 12 de septiembre de 1966.
Comidos por la impaciencia, accedimos al punto de embarque cuando las agujas del reloj ya marcaban las 13:00 horas. En mi interior empezaba a sentir el anuncio del vértigo que me esperaba al subir por el teleférico hasta esas impresionantes elevaciones. Mis ojos intentaban evaluar la tenacidad del cable, sucesor de aquel que a principios del pasado siglo tendiera la ya desaparecida Real Compañía Asturiana de Minas para facilitar el transporte de blenda desde las minas de los Picos de Europa hasta el mismo Fuente Dé. En la actualidad, la antigua explotación minera ha dado paso a una sin igual infraestructura turística. El teleférico fue proyectado por el ingeniero José Antonio Odriozola, para lo cual contó con el asesoramiento de especialistas italianos.
Llegó el momento de embarcar. Decidí situarme mirando hacia el sentido de la marcha, pues por vocación las nubes me ocasionan menos pavor que los espacios abiertos. Sentado en uno de los extremos del habitáculo, había un empleado de la empresa, con indeleble gesto de aburrimiento, que siempre ha de encontrarse allí por si surgiera alguna emergencia. Tan pronto se completó el aforo de pasajeros, las puertas correderas fueron cerradas y en seguida se notó la sacudida del cable. Al principio pude mirar hacia abajo, pero tan pronto me apercibí de cómo iban empequeñeciendo las construcciones, el parador de turismo, la carretera, el aparcamiento y la extensa pradería de Campodaves, la adrenalina empezó a flojearme los miembros y la cabeza se me puso a dar algún que otro giro.
-¡Dios santo, ya empieza a entrarme el vértigo! –exclamé en voz alta y con gesto humorístico, lo cual despertó las sonrisas de los circunstantes.
Un excursionista francés, de ojos garzos, complexión delgada, cabello y bigote blancos y con la cincuentena ya mediada, me dirigió una mirada de simpática conmiseración. Iba apoyado en un cayado de alpinista comprado en la tienda de recuerdos de abajo, que en uno de los costados llevaba estampadas las palabras “Picos de Europa”. El resto de su familia se agolpaba contra los vidrios, en el empeño de no dejar escapar ninguna de las bellísimas imágenes que se ofrecían a nuestra contemplación.
Nos adentramos en la costra de nubes, y se oyó algún comentario desabrido, lamentando el hecho de no poder saborear la panorámica del anfiteatro de montañas que circunda Fuente Dé. Forzando la vista hacia la izquierda, parece ser que algo se podía vislumbrar de la mole de Peña Remoña, del Collado de Liordes y del Alto de la Canal. Yo me atreví a mirar hacia abajo por un breve lapso de tiempo, y observé las fajas de fría niebla agarrándose a los resaltes rocosos de la empinada ladera. Casi de inmediato, el vértigo me obligó a apretar de nuevo los párpados. Escuché en el entretanto la conversación que mantenían dos montañistas expertos a propósito de la ruta que habían hecho hacía una semana por el puerto de San Glorio, en las inmediaciones de la divisoria de la Liébana con la provincia de León; hablaban de subir hoy a Peña Vieja, que en los días despejados constituye un balcón singular para disfrutar de las panorámicas de aquel sector de los Picos de Europa.
Al cabo de tres minutos y medio de ascensión, el teleférico redujo la velocidad para hacer su entrada en la estación del Mirador del Cable. Por unos segundos, pareció quedarse detenido entre los bloques de hormigón, y esto me hizo concebir un nuevo temor, relativo a que se hubiera producido una avería de última hora. Pero no, el teleférico dio un nuevo impulso y en seguida se abrieron las puertas (las opuestas a las del lado por el cual habíamos efectuado el embarque). Eran las 13:15.
Más muerto que vivo, intenté recobrar el dominio de mis piernas. Veía a la gente asomarse a la barandilla que confina el complejo turístico, y sentía que mi vértigo, lejos de aminorar, se agudizaba conforme pasaban los segundos. Bien afirmado en la pared, pude darle la vuelta al edificio y dejar atrás el borde del abismo, existente de todas veras pese al caparazón de la niebla. Tomamos el sendero que conduce hacia la bifurcación de La Vueltona (punto de partida desde el cual los más audaces excursionistas emprenden hermosas rutas hacia el collado de Horcados Rojos, el más famoso de aquella parte de los Picos de Europa). Vimos algunas personas que se desviaban hacia la inmediata elevación del Horcadino de Covarrobes, en el empeño de robar alguna hermosa panorámica al entrevero de la niebla.
En nuestro caso, considerando que ya se aproximaba la hora de comer y que la humedad traía aparejada una desapacible sensación de frescor, decidimos abandonar el sendero por la izquierda y llanear un poco por aquella acogedora braña. La hierba y el musgo aparecían punteados por diminutas violetas de los prados y algún que otro brezo ocasional; muy frecuentemente, cual osamentas semienterradas, asomaban entre el verdor de la tierra fragmentos de caliza manchados de arcilla y de hongos con apariencia de cardenillo. Distinguimos huellas de ganado ovino, y en seguida el costrón de la bruma se abrió para revelarnos la imagen de un rebaño más que mermado, cuyas esquilas eran como un respiro musical en medio del silencio de las montañas.
-Queremos jugar con las ovejas –me dijeron dos de mis acompañantes al colmo de su entusiasmo.
-Es mejor que las observéis de lejos –objeté lamentando mi eterno papel de aguafiestas-. Puede aparecer el perro pastor y atacaros al ver que las molestáis.
En ese preciso momento asistimos a un espectáculo por demás sublime: tímidos retazos de sol acertaron a iluminar la cúspide nevada de Peña Vieja. Sin embargo, no medió un minuto sin que la niebla volviera a encogerse, pesarosa de haber revelado uno de sus preciados secretos.
Entonces fue cuando decidimos regresar a las instalaciones hosteleras para mirar por nuestra restauración; con el frío repentino apetecía echarse algo sustancioso al coleto.
El reloj indicaba las 13:30 cuando nos acomodamos en una mesa adosada a los amplios ventanales. La niebla seguía cerrando pero podíamos observar las idas y venidas del teleférico. Causaba no poca impresión contemplar las oscilaciones de los cables y ver que el abismo se ocultaba en la niebla cada vez más húmeda, fría y compacta. El comedor estaba prácticamente despejado de comensales, excepción hecha de la familia de franceses que había subido con nosotros; estaban metiéndose entre pecho y espalda un plato combinado a base de ensalada y oloroso pollo asado; el cabeza de familia hacía visajes con los ojos cada vez que tomaba un sorbo de su vaso de vino peleón, acaso recordando con añoranza las excelencias de los caldos de su tierra natal. La oferta hostelera no parecía a primera vista demasiado tentadora, teniendo en cuenta la ausencia de competencia en aquellos riscos, y me arriesgué con una ensaladilla rusa y un estofado de ternera; para beber me enjareté un refresco de cola, en la confianza de que la ración de cafeína me permitiera poner en el olvido las delicias de la siesta estival. Quienes me acompañaban imitaron a los franceses, y tomaron sendos platos combinados de pollo asado, huevos fritos y ensalada mixta; a los postres, apetecieron helado de chocolate y yo preferí una porción de tarta de queso y arándanos. Poco a poco, conforme la hora iba avanzando, el comedor se iba poblando. Eran las 14:15 cuando dimos por concluida nuestra refacción. Perdí la cuenta de los teleféricos que habríamos visto entrar y salir del embarcadero.
Optamos por regresar a los caminos de las montañas para dar un paseo y así bajar la comida, que, a tenor de su baja calidad, nos había dejado una sensación incómoda en el estómago. Ya no se escuchaban las esquilas del ganado. Había corrillos de gente haciendo picnic en los peñascos de toba volcánica y en los recortes de prado aún no envueltos por la niebla. Notábamos un descenso de temperatura en relación a nuestro anterior paseo. Se nos habían chafado definitivamente las vistas de aquellos hermosos parajes. Anduvimos un rato por el sendero que conducía a Cabaña Verónica, y, al ver que la niebla, lejos de disiparse, se adensaba todavía más, decidimos coger el teleférico de vuelta a Fuente Dé.
A modo de gesto de despedida, una fisura en las nubes permitió iluminar brevemente los nevados paramentos de la vertiente nordeste del Pico Tesorero. Hubiera sido tan hermoso disfrutar de las panorámicas abiertas de aquel graderío de montañas…
Aún nos encontrábamos en la franja de tiempo correspondiente a la hora de la comida, y tal era la razón de que se estuviese formando una buena cola para tomar el teleférico de bajada; muchos de los excursionistas no se habían traído merienda y otros desconfiaban de las excelencias culinarias del restaurante del mirador, prefiriendo en última instancia buscar abajo en el valle un lugar en el que poder degustar un suculento plato del día. Estimamos que habríamos de aguardar otros veinte minutos para poder embarcar. La tienda de recuerdos de allí no era gran cosa, y por ello me vi acompañado en la cola todo el rato que duró la espera. Detrás de nosotros había un grupo de fornidos andaluces (tanto hombres como mujeres), y yo, que me sentía más aterrorizado por la bajada que por la subida, hacía votos para que no me tocara compartir con ellos el habitáculo. Eran gente simpática y encantadora, pero su extrema corpulencia me creaba la paranoia de que por el mayor peso añadido se viera afectada la tenacidad del cable. Y sí, para mi irreprimible y absurdo pavor, entraron dentro del grupo de pasajeros con el que habríamos de bajar nosotros.
-¡Quillo, te estás poniendo muy pálido! –me espetó una de las orondas andaluzas, con su peculiar gracejo meridional.
-Tengo miedo a las alturas –argumenté con un hilo de voz, añadiendo para mis adentros: "Y a que entre medias se nos parta el cable".
Embarcamos. Yo me situé en uno de los ángulos del habitáculo, abrazado a uno de mis acompañantes y con los párpados comprimidos. Noté que el teleférico se columpiaba levemente en el momento en que los andaluces efectuaron el embarque. Acto seguido, nos pusimos en movimiento.
Yo me mordía la lengua por no promover una escena ridícula. De allá para cuando entornaba los párpados, acertando a divisar harapientas flámulas nubosas.
-¿Queda mucho para llegar? –pregunté tan pronto estimé que había pasado el tiempo asignado al viaje.
-Está “deseandico” plantar el trasero en tierra –comentó chistosamente uno de los colosos andaluces.
-Puede apostar a que sí.
-Acabamos de salir de las nubes –me dijo mi acompañante-. El valle está por completo despejado. Ya estamos cerca.
Me atreví a mirar, y, en efecto, quedaba poco para llegar a la estación de abajo. Observé algunos excursionistas reducidos al tamaño de hormigas, transitando por los caminos de herradura que serpenteaban la ladera de la montaña. Los atestados aparcamientos, los edificios, la carretera, las frondosas arboledas, todo se iba acercando paulatinamente. ¡Y con qué alivio acogí la entrada en la estación!
Salimos del teleférico, despidiéndonos de los montañosos andaluces. Los primeros pasos los anduve trastabillando por el subidón de adrenalina. Luego nos metimos en la tienda de recuerdos, y allí olvidé mis penas vertiginosas. Me agencié un cayado de montaña igual que el que le había visto al francés, y dos de mis acompañantes adquirieron sendos gatitos de peluche; al blanco le llamaron “Copita” y al pardo “Masara”.
Ahora quedaba deshacer el camino de la Liébana, atravesar de nuevo el Desfiladero de la Hermida y acabar la tarde en uno de los figones portuarios de San Vicente de la Barquera, donde poder saborear una ración de sus reputados mejillones al vapor, regados con abundante jugo de limón.
CONTINUARÁ…
Próximo capítulo: Laredo, el Muelle de la Soledad.
Fotografías del autor; la que abre la entrada, por cortesía de una amiga que no quiere ser nombrada.
El jardinero de las nubes.
1 comentario:
Es una de las tantas maravillas de tu pais.
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