Todo
acaba terminando, y el dinero es una de las cosas más efímeras que existen. Así
lo apreció Jem al ver que el tiempo pasaba, que no podía confiar a nadie el
cuidado de su hija, y, en consecuencia, no podía volver a salir a faenar por el
momento. Jamás había manejado un ordenador, e Internet se le antojaba un mundo
plagado de misterios. No entendía de dónde partía esa manida expresión de
“navegar por la Red”; él veía más llevadero enfrentarse con su barca a una
galerna en el mar que tratar de arrancar a un teclado de ordenador el secreto
del paradero de Rebeca. Acudió varias veces (en compañía de su hija, claro está)
a un cibercafé con el fin de adentrarse en las autopistas de la información
para arrojar un poco de luz a sus vidas. Sudó la gota gorda batallando con su
ignorancia en asunto de nuevas tecnologías. Y se cercioró de que era poseedor
de una nueva clase de analfabetismo que hacía veinte años aún no se daba: el
analfabetismo digital. Por no tener, ni siquiera tenía un móvil de última
generación. Hoy todo el mundo iba equipado de tales artilugios, y desde ellos
se accedía al mundo misterioso de Internet.
Los
ratos que pasaban en el cibercafé, la niña lloraba frecuentemente a lágrima
viva; no le gustaba estar en un lugar tan angosto, con esas pantallas que
semejaban rostros de bestias feroces, lejos del aire del mar y los hermosos
cielos de California. En consecuencia, padre e hija acababan siendo expulsados
del local las más de las veces. El encargado jamás hizo ademán de ayudar al
desesperado padre; tan sólo le importaba recibir los dólares al término de esos
infructuosos períodos delante del ordenador.
En
la oficina del sheriff no le fueron mejor las cosas a Jem. No estando
legalmente casado con Rebeca, no se admitía a trámite ninguna denuncia por la desaparición
de ella, aun cuando hubiera una hija de por medio. Y para acabar de empeorar la
situación, el sheriff era uno de los más destacados feligreses de la iglesia de
la que habían partido las desgracias de tan desdichada familia.
Solo,
sin amigos cercanos, con una hija a su cargo, Jem tenía que hacer por vivir,
aunque no le acompañasen las ganas. Tenía que hacer por olvidar a Rebeca,
aunque le partiera el alma.
***
Empezaron
unos pocos. Estos pocos lo fueron extendiendo, y se les añadieron muchos más.
Lo que al principio no dejaba de ser una novedad, acabó volviéndose costumbre.
Las costumbres sólo duelen a quienes las padecen. Si el desprecio se vuelve
costumbre, sale a flor todo lo monstruoso de la especie humana.
–No
lleva a su hija a la escuela.
–Es
un milagro que la niña no haya acabado ahogada.
El
mar puede mostrarse pretencioso o iracundo, pero jamás desprecia a los que
navegan por sus aguas. Así pensaba Jem, el solitario, el mejor pescador de
atunes de aquella parte del litoral californiano. Tenía una hija a la que
adoraba, y se empeñaba en no dejarla sola en ningún momento. Tenían que vivir,
y más ahora, que el dinero se había agotado; de ahí la necesidad de salir a
faenar.
En
San Juan Capistrano no encontraba quien no lo despreciase, por eso no se
atrevía a confiar a nadie el cuidado de Melody.
De
la iglesia, mayormente, era de donde partía esa corriente de animadversión
hacia su persona y todo lo que le rodeaba, esto es, la inocente Melody.
–No
podemos permitir que nuestra comunidad –decía el párroco en el transcurso de un
sermón–, nuestra ciudad, que lleva el nombre de uno de los más distinguidos
miembros del santoral, se vea contaminada por las actividades de los que no
tienen el menor rudimento de moralidad.
–Amén
–le secundó inapropiadamente Shana Merton.
–No
dejéis que vuestros hijos se codeen con el pecado –prosiguió Arthur Seygfried–.
Donde exista una mala raíz, ahí debéis estar vosotros para arrancarla con la
fuerza que os aporta el Evangelio. Un poco de levadura hace fermentar toda la
masa, está escrito, y vosotros conocéis dónde radica el peligro más cercano.
Evitadlo, combatidlo, no permitáis que vuestras almas se corrompan como las
almas que os acechan para perderos.
Las
palabras del párroco electrizaban a su grey; les hacían sentirse guerreros que
han de arrebatar bastiones a la maldad. Y todos tenían claro cuál era la maldad
más cercana, la maldad y sus retoños. Tenían la sagrada misión de erradicarla.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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