El ejercicio que Cristina Serrano nos propuso en la primera sesión del Taller de Escritura Creativa, consistía en dar un final a este fragmento de relato, extraído del cuento "El guardagujas" de Juan José Arreola:
-Y
usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo,
señor, sólo soy guardagujas. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y
sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he
viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan
historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea
de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un
tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de
los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un
determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres:
"Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice
amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta
distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y
los viajeros?
Vagan
desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por
congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en
lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales
suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con
mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un
pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El
viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de
bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas
dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su
linterna.
-¿Es
el tren? -preguntó el forastero.
El
anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta
distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene
usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X!
-contestó el viajero.
En ese
momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la
linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro
del tren.
Al
fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
No es un cuento que me guste demasiado, después de haberlo leído en su totalidad. No obstante, éste es el final que yo propongo para la próxima sesión del taller, el día 19 del actual:
CONTINUACIÓN
DE “EL GUARDAGUJAS”
La
promesa de viajar aún latía en su interior. X era el nombre que le había dado
al impertinente guardagujas, y, antes de que el tren parase en la estación,
debía dejar algún testimonio de quién era en realidad. Apresuradamente, arrancó
una hoja a su libreta, y a vuelapluma, cuidando que las palabras crecieran en
tamaño, dejó escrito: “Yo soy Joseph Conrad”. Luego abandonó la hoja en el
hueco de una ventana, adosada al cristal turbio de polvo añejo.
La
locomotora frenó en seco, y mientras lo hacía soltaba serpientes de vapor.
Joseph se aupó al estribo del vagón, y entró al compartimento. No se veía un
alma allí, estaba enteramente solo. Se dejó caer en un frío asiento de cuero
ultrajado por tantos años y viajeros. La locomotora silbó de forma perentoria,
el andén de la estación desfiló hacia atrás, el bosque sumó profundidad en
tanto que la última niebla del alba se fugaba en el vértice de la montaña.
Joseph
sacó de nuevo su libreta, y dejó escrito: “Estoy dispuesto a sucumbir a lo que
me depare el destino. Amo la humanidad, pero no espero nada bueno de ella. ‘Una
muchachita’, dijo ese condenado guardagujas. ¿Qué sabrás lo que ando buscando, desgraciado
pelanas?”.
El tren
se zambulló en las sombras verdes de una cúpula de árboles. Redujo su velocidad
porque la vía se acababa. En cuanto se parase del todo, Joseph tendría que improvisar
un nuevo comienzo, y tenía claro cuál iba a ser: bajaría del vagón, buscaría un
calvero en la frondosidad del bosque, echaría un tiento a la petaca de ginebra
que llevaba en su maleta, y se pondría a escribir; entonces necesitaría otro
trago, y seguiría escribiendo. No quería fundar ciudades: sabía que el tiempo
termina sepultando la memoria de las ciudades, pero las palabras escritas con
pasión sobreviven al olvido, cada día se renuevan, no desaparecen como las
voluntades caídas.
Joseph
encontró el calvero adecuado. Sentó sus posaderas sobre un tocón macerado de
musgo, enarboló su pluma como pintor de palabras, echó un trago de ginebra,
abrió por enésima vez la libreta. El tiempo callaba. Tras expulsar el aire de
sus pulmones, se puso a escribir… y ya no paró de hacerlo.
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
2 comentarios:
Es un verdadero deleite leer estos escritos. Solo eso me consuela al menos y me permite sentirme cerca de las nubes hoy q poco malita story. Sigue con tus exitosos escritos, yo Los veo como joyas por tan perfectamente dominio Del idioma y lo profundo que llegan ... hasta las entranas. In beso
* Un beso el iPad me cambia las letras y no me di cuenta perdon.
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