lunes, 3 de noviembre de 2008

La musa de Jacob van Ruisdael (VI): La primera conversación


Ejecutaron su plan a la perfección, y al poco rato el birlocho dejaba atrás los lindes del poblado judío sin despertar las sospechas de ninguno de sus habitantes. Entretanto, se había desatado un fuerte aguacero, y los caminos comenzaron a embarrarse, haciendo más penosa la escapada. Ello no obstante, a la llegada del amanecer los fugitivos habían puesto mucha distancia entre ellos y el villorrio judío; ya podían considerarse a salvo de una eventual persecución.

Judith seguía entregada al descanso, lo mismo que su niña, cuando el birlocho hizo su entrada, ya cerca del mediodía, en la hermosa ciudad de Apeldoorn. Los dos amigos condujeron el carruaje a la posada más cercana, en una de cuyas alcobas instalaron a Judith y su hija.

–Estamos a salvo –le dijo Jacob a su compañero–. Aquí nos quedaremos hasta que Judith se reponga, y luego la llevaré conmigo a mi casa de Haarlem. Cuidaré de que nada les falte a su niña y a ella.

Judith despertó de su letargo a la mañana siguiente, apenas una hora después del alba. Jacob, que la había velado todo el rato junto a la cabecera de la cama, se aproximó a su vera, embargado por un gozo inexpresable.

–Hola, Judith. ¿Te sientes mejor? Enhorabuena, has tenido una niña que es un encanto. Mírala dormidita ahí a tu lado.

La joven se estremeció de los pies a la cabeza, tan pronto advirtió a su lado la dulce presencia del bebé. Sus pupilas se dilataron hasta extremos insospechados.

–La hemos estado alimentando con leche de cabra –informó Jacob–. Pero en cuanto recuperes las fuerzas, podrás dar de mamar a tu hija.

–Mi hija... –dijo Judith con un hilo de voz, en tanto que atraía hacia su pecho a la adorable niña dormidita.

Los ojos de Jacob se poblaron de destellos de profunda emoción.

–Eres tú quien vi aquella inolvidable tarde en el puerto de Dordrecht. Llevabas un gatito entre tus brazos.

–Se llamaba Copito –apuntó ella, con la voz teñida de melancolía–. Hace años que se me murió el pobrecillo.

–Te empecé a amar la primera vez que te vi –prosiguió Jacob–. Te amé y me prometí no volver a pintar un cuadro hasta tenerte de nuevo delante. ¡Oh Judith, cuánto te he añorado!

–¿Tú eras aquel apuesto pintor que tenía su caballete instalado debajo de un árbol?

Jacob asintió con la cabeza. Percibió un extraño calor recorriendo sus ojos, el cual se resolvió en un torrente de conmovidas lágrimas.

–No he dejado de pensar en ti un solo día –siguió diciendo–. Judith, ¿por qué la vida te llevó lejos de mí?

–Tú también me impresionaste aquella vez –admitió ella–. Pero ni siquiera sé tu nombre.

–Me llamo Jacob van Ruisdael. Fui una vez pintor, y ahora me dedico a la medicina. Yo te he ayudado a traer al mundo a esa hermosa criatura. Por cierto, ¿qué es de su padre?

Judith apoyó desmayadamente su cabeza en la almohada, cerró los ojos y sintió su pecho oprimido por un espasmo de tristeza. A continuación dijo:

–Fue un gallardo soldado español que me sorprendió en un claro del bosque cogiendo flores. Me sedujo, y me hizo esta niña. Pero nada más saciarse conmigo, me dejó abandonada. Cuando descubrí mi estado, me eché a los campos para ocultar a mis vecinos las transformaciones que iban a tener lugar en mi vientre. Pero, cuando ya estaba a punto de dar a luz, me puse muy enferma y tuve necesidad de regresar a mi aldea... Fue no obstante una equivocación por mi parte: me condenaron a morir lapidada, y ni siquiera me cuidaron en mi enfermedad.

–Yo estuve contigo entonces –dijo Jacob–, y te he traído lejos de esas aves de rapiña. Judith, déjame cuidar de ti y de tu hija. Sólo tú me puedes hacer recuperar lo que una vez perdí. Volveré a coger los pinceles en tu honor. ¿Me aceptas como tu fiel protector?

Judith arrancó a llorar; pero era un llanto que tenía más de gozoso que de triste.

–Jacob, quiero aprender a ser dichosa a tu lado –pronunció ella, con la voz alterada por una emoción mayúscula.

CONTINUARÁ…

Ilustración: Detalle de “Campos de trigo” de Jacob van Ruisdael.

El jardinero de las nubes.

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