Un viernes de marzo, ya muy atrás en el pasado, me levanté con la comezón de hacer algo que llevaba mucho tiempo rondándome la cabeza: ir al cementerio de la Almudena para buscar la tumba de un amigo que quise mucho y que entonces llevaba ocho años en el reposo de Dios; falleció en extrañas circunstancias.
Llovía a cantaros pero no me eché atrás en mi decisión: siempre me he sentido más a gusto bajo la lluvia que bajo el sol justiciero. Cogí el metro hasta Ventas y allí un autobús que me condujo avenida de Daroca arriba.
Iba atento a las paradas y me bajé donde supuestamente estaba la entrada de la necrópolis. Pero yo no la vislumbraba a lo primero. Le pregunté a un hombre bajito que tenía unos mostachos de color trigo. Debí inspirarle algo de lástima (un muchacho tan joven haciéndole esa pregunta), pues sus ojos azules brillaron con una cierta humedad de emoción. Me preguntó si iba al cementerio civil, y le respondí que no, que iba al religioso. Me orientó adecuadamente.
Una vez allí me di cuenta de que debía preguntar, a pesar de mi timidez, la ubicación de la tumba, pues sabía que de otro modo sería como buscar una aguja en un pajar, y más con el chubasco que estaba cayendo. En las oficinas me dieron un papel con el cuartel y el número de la tumba de mi amigo, el cual no me sirvió para nada. Un vigilante tuvo la gentileza de prestarme un plano y allá que me encaminé. Soplaba un vigoroso vendaval y la lluvia avibaba frescas fragancias en las ramas de los árboles con sus hojas a estreno.
Llegué a mi meta, no sin antes haber leído cientos de inscripciones. En ese momento se abrió en las nubes un hombro de sol. Una tumba de piedra, un corazón sufriente. Un árbol en cuya copa estaba refugiado un gorrión que dejaba oír su aterido canto. Yo no sabía si eran lágrimas o gotas de lluvia las que rodaban por mis mejillas; para mí eran la misma cosa. El hombro de sol trazó el arco iris en las alturas, y mi pecho se estremeció de emoción.
Entonces no lo sabía, y ahora que lo intento contar tampoco sabría explicarlo. Era una emoción sin más, era un deseo de intercambiar papeles en el drama de la existencia.
El hombro de sol se cerró. La lluvia recrudeció. Poco a poco el follaje de los jardines circundantes fue agrupándose en tupidos mechones de gris opaco. Había llegado el momento de marcharme. Mi mano se posó sobre la lápida, y sentí que mi corazón no quería alejarse de allí. Pero lo hice. Subí unas escaleras, y, desde la altura de una colina, abarqué la extensión del camposanto, cuya superficie aventaja en mucho a la del casco urbano de nuestra Aldea.
Cuando le devolví al vigilante su plano, éste me atrapó la mano impulsivamente y sentí la misma emoción que cuando la puse sobre la lápida de mi amigo.
El jardinero de las nubes.
2 comentarios:
Muy curioso tu texto, sobre todo el final que me deja interpretar mi particular punto de vista.
La paz llegó por fin...
El texto es muy acorde para el día en que estamos.
Un abrazo.
Me gusto mucho tu texto el habla de tu nobleza, de tu corazón, también de tu sensibilidad cuando entregaste el plano, muy bueno amigo.
Besos
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