domingo, 23 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (VII): El Corte Inglés de "Nueva Montaña"


Señor, mi corazón no es altanero, ni son altivos mis ojos.
Nunca perseguí grandezas ni cosas que me superan.
Aplaco y modero mis deseos;
estoy como un niño en el regazo de su madre.
¡Espera, Israel, en el Señor, ahora y siempre! (Sal 131).


Santander es hija de la lluvia. Y la lluvia, como buena madre, la visita en todas las épocas del año; nunca la deja abandonada y suspirante. Caen del cielo gotas de amor. Las rosas del parque de Altamira refrescan sus rostros de delicadas corolas, escondidas en la hiedra del viejo palacete del conservatorio; anchos baldaquines de eucaliptos azules cobijan el monumento a los hermanos Tonetti (bella profesión la de payaso). Las ráfagas de lluvia, descendiendo al bies, pasan una plumilla de tinta aguada sobre los edificios que flanquean el Paseo del General Dávila. Los faros de los automóviles se rinden a los bríos del chubasco. Es una hora venturosa de la tarde. 20 de julio de 2009. La mañana fue fresca e impertinentemente encapotada.

Casi me armo un lío al torcer desde General Dávila hacia la avenida de Camilo Alonso Vega. Muchacho, ¡aquí las calles parecen ostentar el marchamo del más rancio abolengo franquista! Mirándola bajo el turbión, despierta miedo sobrenatural la displicente fachada del Colegio Lasalle. El coche se desliza raudo por la larga bajada hasta la confluencia de Cuatro Caminos. Me atrapa la mirada la esfera armilar del centro de esta rotonda, en cuyo ecuador lleva ceñidas las doce figuras del zodiaco. Hay que seguir bajando, ahora por la calle Jerónimo Sainz de la Maza. Dejo a la izquierda el Coso de Cuatro Caminos. Mala tarde de toros se presenta, y eso que los santanderinos son muy aficionados a la Fiesta Nacional; a lo mejor escampa y más tarde infestan, cual disciplinado ejército de hormigas, los accesos de la Alameda de Oviedo y el remate de la famosísima (desde un punto de vista literario) calle Alta… La calle Alta, el marco de fondo de “Sotileza”, hermosa e invertebrada novela de don José María de Pereda, la cual demanda un profundo conocimiento de la jerga de los raqueros de la bahía para disfrutarla en todo su valor.


Dos rotondas más y enlazo al momento con la S-10, la autovía que conduce a Bilbao. Por los márgenes van discurriendo desangelados polígonos industriales, y, a la izquierda, los muelles y astilleros de Santander han quedado engullidos por la nube contumaz. Vagamente, se perfila al fondo la inmensa mole del centro comercial “Bahía de Santander”, en el polígono “Nueva Montaña”. ¡Y yo no me explico!... ¿Cómo se han tenido que llevar “El Corte Inglés” tan alejado del casco urbano? Entre rotondas y cambios de carril hay que describir más curvas que la cinta de Moebius. Y luego ¿para qué? Resulta una aventura baldía buscar estacionamiento bajo la lluvia. Al final, no queda más remedio que plegarse a los costosos aparcamientos subterráneos.

A continuación, una extraña emoción se despierta en mi alma. ¿Seguirá aquí? El ascensor de grandes paneles de espejos asciende hasta el piso principal. ¿Será posible? De ser así, ya será el cuarto año que me lo encuentro. Se abren las puertas. Las escaleras, la tienda de delicatessen, la despejada anchura del recinto central, Hipercor, las tiendas de “El Corte Inglés”, la cúpula acristalada baqueteada por la lluvia, las impresionantes escaleras mecánicas, la tienda de chuches y helados, el circuito infantil, la piscina de bolas y… ¡Sigue aquí!

Me sitúo en un ángulo que me permita echar un furtivo vistazo a su tenderete, pero ¡qué va!: el espadín de su mirada ya me ha rozado los pelos. Me gustaría saber cuántos años lleva al frente del tenderete de esta ONG, cuyo nombre no estoy seguro de recordar (no sé si se trata de “Solidaridad en Acción”). La fuerza de su mirada no me permitió nunca fijarme en muchas cosas más… Un hombre siempre sentado tras el mostrador, pero que cuando se levanta despliega la majestuosidad de una montaña. Debe frisar en los cincuenta años. La panza se le perfila tras la pulcra camisa de cuadros. En algún momento de su vida debió tener el pelo rubio; ahora sin embargo, a cuenta de las incontables canas, el mismo ostenta un leve matiz arenoso. Éste es el primer año en que le veo llevar gafas.

Su mirada me hace ocultarme tras las esquinas del circuito infantil. Los niños chillan sus alegrías, recorren laberintos, se lanzan por el tobogán a la piscina de bolas… Su mirada es un golpe a mi conciencia; me hace pensar que siempre se puede ser más bueno de lo que se aparenta. De tanto practicarlo, se ha vuelto un maestro en el arte de la globoflexia. La primera vez se conformaba con modelar espadas y flores onduladas. Este año veo que ha logrado unas caracterizaciones bastante bien traídas de Piolín y el conejo Bugs Bonny. Los niños arrastran a sus madres hasta el tenderete. A la pregunta del precio de esas preciosidades, el hombre apela a la conciencia de cada uno, respondiendo: “La voluntad. Es para una buena causa”. Cuando hace entrega a los niños de sus nuevas adquisiciones, parece como si los pelos de su barba sonrieran.

Entro al Corte Inglés a comprar el único jabón de afeitar que protege mi rostro de la ineludible ordalía diaria; es de importación (pero nada caro) y no me consta que lo vendan en otro sitio. Lo fabrica la empresa “Proraso”, con asiento en Florencia. No es publicidad gratuita, pero mi piel tiene mucho que agradecerle a su aromática y fresca espuma de mentol y aceite de eucalipto. Me encanta el cuenco verde en que viene envasado.

Tengo que volver a su proximidad; siento que lo necesito. Su mirada recarga las pilas de mi voluntad de ser bueno, no sabría explicarlo. Me hace pensar que la vida merece la pena, que tener buenos pensamientos hacia los demás es salud para el alma. También quiero volver a su proximidad porque me hace recordarte y desear tu próximo restablecimiento, querido paisano Ángel. Nada sé de la vida de este hombre, pero sé que la está entregando a un fin tan altruista que hasta rebasa las fronteras de su propio entendimiento. No es hombre al que se deba adorar como si de una divinidad se tratara, pero ¿cómo se debe tratar a un hombre cuya sola presencia tiene la facultad de despertar lo mejor que anida en nosotros? Los niños son los únicos que pueden acercársele con naturalidad, sin que piensen que es algo sublime lo que tienen delante. En mi calidad de tímido, no podría hacerlo…, no podría hacerlo… Son inútiles mis intentos por mirarle furtivamente: sus ojos siempre me acaban localizando. ¿Acaso me reconoce de un modo que ambos tampoco podríamos entender?

¿Seríamos amigos si yo tuviera el privilegio de residir en Santander? ¿Me enseñaría las actividades a las que destina los más nobles empeños de su vida? ¿Me dejaría pasearme entre esos niños de países lejanos, cuyos rostros sonrientes campean al lado de sus creaciones de globoflexia? ¿Podríamos visitar esas escuelas remotas y abrir esos libros polvorientos que llevan la luz del conocimiento a esas poblaciones necesitadas? ¡Una cruz! Sí, una cruz cristiana pende del cuello de este hombre. ¿Qué más necesito para imaginar esa vida de entrega que la soledad me ha negado?

En los vidrios de la cúpula aparecen las primeras manchas de sol. Los globos despiden medrosos destellos. Las agujas del reloj han rotado indolentemente. ¿La vida vale más que una mirada, o merece la pena entregar la vida por causa de una mirada? Lo cierto es que la rutina, el miedo a lo novedoso, el anhelo de seguridad acaban imponiéndose a la propia vida, corriendo las cortinas de transparente grisura que ocultan la sombra de nuestros días… Tampoco será en esta ocasión; hay que emprender el regreso. No obstante, un último conato de rebeldía me impulsa a levantar de nuevo la mirada e imaginar que me despido con algo más que silencio.

El movimiento de mis pies me obliga a alejarme. La atmósfera se despeja en lo alto de la cúpula. Allá quedas, amigo desconocido, con la luz delineando las promesas que sustentan tu humilde tenderete.

¿Hacía falta que me pidieras un Piolín? ¿No sabías que era como si me obligaras a pisar un camino de ascuas? Tiraste de mi brazo, haciendo uso del chantaje de las dulces perlas de tus lágrimas. No me quedó otro remedio que acercarme al tenderete. Con la mirada baja, le pedí al hombre un Piolín. Él me tendió el más bonito de su repertorio. “¿Cuánto vale?”, pregunté. “Sólo la voluntad”, me respondió, y en su voz vibraba una nota de la misma timidez que a mí me embargaba. Deposité un billete de cinco euros en el cestito del mostrador. “Gracias”, me dijo con el susurro de una ola en la bajamar. Nos fuimos al aparcamiento; parecía como si yo huyera de algo. ¿Verdad que tú lo pensarías en algún momento apartado de tu infancia, verdad que alguna vez me lo recordarías?: “Tonto el que huye de la felicidad”.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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