IX.
La solución encontrada
Hubo
que esperar a que la noche cayera para que el comandante Serrano diese la orden
de llevar a efecto la acción que había planeado con el visto bueno de su
superior al mando, el coronel Bertin. Tal acción se sostenía en el
aprovechamiento de unos accesos subterráneos ubicados en las mismas termas
romanas de Campo Valdés. Muy pocos sabían que el barrio de Cimavilla tenía el
subsuelo recorrido por toda una red de catacumbas que tenían más de dos mil
años de antigüedad. El comandante Serrano se enteró de este detalle por medios
fortuitos: un catedrático de filosofía jubilado (de nombre Jaime Monsalve, para
más señas) dio al militar esta información porque no quería que Cimavilla
siguiera sometido a la barbarie de
los del 15-M. El comandante Serrano nunca se lo agradecería lo suficiente.
Revolviendo en viejos legajos del fondo histórico de la biblioteca municipal,
se consiguió dar con un mapa del trazado de las catacumbas de Cimavilla.
Gracias a esto, el comandante Serrano pudo planificar una acción eficaz,
coordinada, audaz y perentoria. Las salidas de los distintos ramales de los
túneles estaban cegadas en la mayor parte de los casos, por lo que se imponía
el uso de cargas explosivas. Hubo que calibrar muy bien los lugares donde se
llevarían a cabo las explosiones, a efectos de causar los menores daños
materiales posibles y ninguno humano. El comandante Serrano y sus auxiliares
hubieron de pasar mucho rato barajando las distintas opciones. Fue al anochecer
del día 25 de diciembre cuando al fin se dispuso de un plan plausible.
—Si Dios lo permite, antes de cinco horas
habremos liberado Cimavilla —dijo el comandante Serrano, con una chispa de
entusiasmo en su mirada.
Se
distribuyeron a los soldados por comandos. Cada una de estas agrupaciones tenía
su lugar asignado y la hora exacta en que debía pasar a la acción. Los túneles
no estaban en tan buen estado como hubiera sido deseable esperar; en algunos
sitios el zampeado se había venido abajo por completo, debido a los estragos
del paso del tiempo. La hora H estaba fijada para las dos de la madrugada del
día 26.
En
Cimavilla se disponían a pasar una noche más, ignorantes de la conspiración que
se fraguaba bajo sus mismos pies. Después de todo, los sublevados no formaban
parte de un comando profesional.
Las
explosiones les pillaron completamente desprevenidos. Ni tras el estupor
inicial reaccionaron como las circunstancias requerían. Para los integrantes de
los comandos, fue asombrosamente sencillo reducirlos a la impotencia.
La
acción de los soldados fue más rápida y contundente de lo que en un principio
se previera. En cuestión de pocos minutos, se hicieron con los principales
enclaves del barrio: la iglesia de San Pedro Apóstol, el Ayuntamiento, la Plaza
Mayor, la Casa de Jovellanos, la Antigua Fábrica de Tabacos, la Casa de la
Soledad, el Real Club Astur de Regatas, los altos del cerro de Santa Catalina,
e incluso el colegio de La Salle. Antes de que transcurriese una hora, el
barrio había caído bajo dominio militar.
El
coronel Bertin fue debidamente informado de los resultados de estas acciones. A
pesar del éxito obtenido, no podía sentirse satisfecho en su fuero íntimo.
Diego Barrientos era una espina clavada en su cerebro; el haberle sometido a un
trato inhumano empañaba las sublimes aspiraciones de su conciencia. ¿Cómo había
podido dejarse arrastrar por la cólera? Todos verían las contusiones y
moretones de Barrientos, y sería sobre él, el coronel Bertin, quien recaerían
todas las culpas.
La
alcaldesa y el párroco de San Pedro Apóstol experimentaron gran alivio al
comprobar que Cimavilla volvía a estar bajo el dominio de la ley y el orden.
Pero tanto la primer edil como el padre Leandro habían llegado a sentir cierta
simpatía por sus respectivos captores. Aquélla había tenido conversaciones muy
interesantes con el joven Sebastián Amorós, y, en algún momento, su naturaleza
se rebeló, llegando a experimentar cierto asomo de atracción física. Algo
similar, aunque, como era de lógica, no del todo igual, venía a ocurrir en el
caso del sacerdote con Borja, su captor. Habían congeniado bastante en el
transcurso de esos dos días que llevaban conviviendo forzosamente, y habían
acercado posturas por medio del mágico vínculo de la palabra. Borja ya no veía
el asunto religioso como algo aburrido, desfasado y restrictivo; no estaba del
todo mal tener unas creencias apoyadas en la fe. Por su parte, el padre Leandro
dejó de ver la huella del maligno en todo lo que no tuviera que ver con los
asuntos de la Santa Madre Iglesia; el joven Borja le había escuchado, y alguna
impronta de estas conversaciones había quedado en su espíritu. Después de todo,
era bueno prestar oídos a personas de distintos pareceres.
Tanto
Sebastián como Borja se habían ganado la amistad de miembros de la sociedad que
antes tanta inquina les inspirara. Pero esto no les eximió de ser de los
primeros detenidos por los militares.
Había
que depurar responsabilidades; de eso no cabía la menor duda. Las fuerzas de
orden público aguardaban las instrucciones de la autoridad competente. Mientras
tanto, proliferaban los chivatazos y las acusaciones traicioneras. A muchos de
los que habían participado en los levantamientos, no les dolían prendas en
arrastrar consigo a los que hasta hacía poco habían sido sus camaradas del
alma.
Así
fue como alguien, que en ningún momento diera la cara, acusó a Guzmán de
Arteaga del papel que había desempeñado en toda esta historia. Y quien vio a
Guzmán de Arteaga también había visto a Irene Vegas. Estaban juntos en el
Colegio “La Salle” cuando la policía fue a prenderlos. Juntos se los llevaron,
aunque en distintos coches celulares.
—¡Guzmán!
—chilló Irene, cuando notó que unos brazos rudos le apartaban del hombre que
amaba.
Guzmán
de Arteaga mostró más discreción. Pero lo que sus palabras no expresaron, quedó
evidente en el brillo de sus ojos. Un hombre de tanta edad enamorado de una
joven tan bella. No le importaba la mirada de escándalo que le dirigía el
director del colegio. El grito de Irene lo había dejado todo bien claro. Guzmán
de Arteaga no podría volver a su trabajo entre esos muros. ¿Qué más daba? ¿Por
qué no dar salida a su sentimiento, ahora que había desaparecido para siempre
el fantasma de Ederita?
—Irene,
te amo.
Los
ojos de ella reventaron en chispas de felicidad, mientras se la llevaban los
policías.
Guzmán
de Arteaga no tuvo más remedio que quitarse las gafas; los vidrios estaban
completamente empapados por la lluvia de sus emociones. ¿Quién lo iba a decir?:
él también había sucumbido al lastre de los sentimientos. Igualmente, lo
aprehendieron los policías. Llevaban ademán de conducirle a un lugar del que no
tenía ni idea. Todos los que estaban en el colegio, se le quedaron mirando con
expresiones indescifrables.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
1 comentario:
¡Guau! ¡Qué relato y qué música tan wagneriana! Estoy impresionada.
¡Enhorabuena!
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