domingo, 29 de abril de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (VII) - Discurso ante una nación


IV. Un hombre nada más

 Las lágrimas se le subieron a los ojos cuando tuvo que decirles a todos los asistentes al simposio que se encontraban retenidos hasta nuevo mandato. El invierno había comenzado en Gijón, y allí, en el suntuoso teatro de la Universidad Laboral, acaso floreciera la primavera de los nobles ideales.

Todo se había presentado inopinadamente fácil. Fácil fue trasladar al comando con sus pertrechos desde la lejana Madrid; fácil fue (gracias a los camaradas de Asturias) encontrar los medios de acceder al recinto de la Universidad Laboral sin despertar sospechas: sólo se necesitó ocultarse en lugares escogidos previamente, interceptar el camión de uno de los proveedores, introducir en él las armas y la munición, y, ya en el recinto, actuar sin la menor dilación ni titubeo… Cada uno a su puesto... El personal de seguridad fue neutralizado antes de que pudiera darse la voz de alarma, sin que fuera necesario el derramamiento de sangre.

Acordado estaba de antes el cometido que había de cumplir cada miembro del comando, los cuerpos de edificio que debían ser ocupados: el Patio Corintio, para impedir toda entrada directa desde el exterior; la Torre Mirador, por su indiscutible valor estratégico; la Facultad de Comercio, la Cafetería y el Auditorio, para cortar las otras salidas y cubrir la vista de los Jardines Históricos; el edificio de Radiotelevisión, para ejercer control sobre las comunicaciones a distancia, pese al relativo aislamiento del inmueble; el Laboratorio de Prototipos y la Casa Joven, a efectos de tener a la vista la principal vía de acceso a Gijón. Se decidió, no obstante, cortar la comunicación con el Centro Integrado de Formación Profesional y el Centro de Arte, debido a la escasez de miembros del comando.

Con el cuadrilátero de seguridad establecido y los rehenes tomados, la situación estaba controlada aparentemente.

Ahora Barrientos se encontraba en el proscenio del Teatro. Sentía fijas en su sudadera verde (con el ya legendario eslogan: “Escuela pública: de tod@s para tod@s”)  las miradas de gran parte de las autoridades educativas del país, entre consejeros, coordinadores de zona y distintos asesores. Las lágrimas pugnaban por romper la barrera de sus párpados. Y la voz se le puso acorchada cuando pronunció con la mayor solemnidad de que fue capaz:

-Señoras y señores, quedan detenidos en nombre de los sagrados principios de la educación pública, gratuita y universal.

A muchos de los allí presentes les entró una risa nerviosa.

-¿Qué broma es ésta? –preguntaron algunos. 

-¿Una broma? –retrucó Barrientos, invistiéndose de circunstancial aplomo-. Eso mismo nos preguntábamos la gente del pueblo cuando veíamos mermados nuestros derechos, tan duramente logrados a lo largo de decenios, sin que los cargos políticos renunciaran en apariencia a ninguno de sus privilegios. ¿Qué esperaban? ¿Qué aguantásemos las tortas que quisieran darnos por todos lados? ¿Es el pueblo el culpable de la crisis que padecemos? ¿Por qué no pagan los banqueros, los políticos corruptos y los oportunistas que nos han llevado a la actual situación de quiebra? El pueblo dice: “Hasta aquí hemos llegado, basta de castigos y mentiras, ya está bien de tantas familias sumidas en la desesperación y de tratar a las personas como si fueran cobayas de laboratorio”.

A cada nueva palabra, crecía la indignación de Barrientos. Su tono de voz ya no era tan mesurado y vacilante, sino que se mostraba sulfurado por el peso de tantas injusticias. Las lágrimas habían terminado por desprenderse de sus ojos, pero ya no eran sinónimo de debilidad, sino de fortaleza de alma.

En el teatro cundían los murmullos. Sólo cinco miembros del comando vigilaban, con las armas preparadas ante cualquier eventualidad. Y esto representaba asimismo una preocupación añadida para Barrientos, pues era consciente de los escasos efectivos de que disponía para mantener el control en tan espacioso recinto.

-Yo sólo soy un profesor –reanudó su discurso-. Sí, uno de esos vagos privilegiados que sólo trabajan veinte horas a la semana, ¿verdad, consejera? –añadió lanzando una mirada acerada a la responsable de educación de la Comunidad de Madrid-. Uno de los que lució con orgullo la camiseta verde en lugares públicos, precisamente en defensa de la educación pública. La camiseta que tantas molestias causaba a las autoridades educativas, hasta el punto de exigir la lista de los profesores que la utilizaban en sus clases. La camiseta que propició en los colegios electorales la detención de todos aquellos que fueron con ella a votar. La camiseta que ahora constituye el uniforme del comando que lidero… Están ustedes aquí, y van a escuchar, de grado o por la fuerza, las súplicas del pueblo que han pretendido ignorar.

-¿Qué quieren de nosotros? –se levantó el consejero de Castilla-La Mancha.

-¿Sabe usted lo que es ser profesor? Me consta que usted no ha trabajado nunca en un aula.

-El futuro de la educación está en manos capacitadas –arguyó el coordinador de los servicios periféricos de la provincia de Ciudad Real.

-Me he informado acerca de sus capacitadas manos –dijo Barrientos-, y usted ostenta dos cargos públicos, sin estar nunca disponible en ninguno de los dos. Oportunistas de su laya sobran en la vida pública… Precisamente, queremos que la educación quede en manos capacitadas, sin que los políticos se atrevan a poner sus zarpas en algo que ni de lejos aciertan a entender. La educación supone trabajo, amor, dedicación e inteligencia. ¿Quiénes de ustedes la conciben así? Están equivocados… El servicio público no son prebendas, ni oportunidades de riqueza ni de medrar en la carrera política… Están equivocados.

-En resumidas cuentas –terció la consejera de Madrid-, ¿qué es lo que pretenden con actuaciones de este calibre?

No pudo evitar quedarse pensativo. Era demasiado sublime lo que habían iniciado. La situación se complicaba a cada segundo que transcurría. En cierto modo, no resultaba tan peregrino que las lágrimas siguieran empapando sus ojos.

-Señora consejera, pretendemos un compromiso serio por parte de nuestros gobernantes, una salvaguarda del derecho a la educación pública. Hace decenios nuestros antecesores lucharon y sufrieron por legarnos un sistema que ustedes, con sus actuaciones arbitrarias, están aniquilando a marchas forzadas. No han querido escucharnos cuando hemos hecho uso de los cauces legales… Por lo tanto, ahora corresponde emplear la fuerza.

-El sistema por el que nuestros antecesores lucharon –repuso el consejero de la Comunidad Valenciana- se sustenta en los usos democráticos. Nosotros dimanamos de la legítima voluntad del pueblo.

-Por eso estamos aquí, porque queremos que la voluntad del pueblo prevalezca.

Observando que algunos de los asistentes querían hacer uso de sus teléfonos móviles y herramientas informáticas para comunicarse con el exterior, Barrientos ordenó:

  -Entreguen sin resistencia a mis compañeros sus móviles, portátiles, IPads y otros aparatos… Y no hagan el desatino de ocultar nada, a menos que quieran enfrentarse a las circunstancias que de esto se pudieran derivar.

Los retenidos se vieron en la precisión de cumplir lo que les era mandado. Los compañeros de Barrientos reunieron tres sacas a rebosar de dispositivos tecnológicos.

-Ahora deben ustedes deliberar. Mi nombre es Diego Barrientos. No sé cómo terminará esto para mí, pero nada temo. Sólo espero que no tengamos que lamentar ninguna desgracia. Deliberen, y ofrezcan al pueblo el compromiso de que los recortes no afectarán al mejor servicio (excluida la atención sanitaria) que presta la sociedad actual, esto es, la educación pública y gratuita.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes). 


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