"Todo el mundo tiene derecho a que al menos una vez en la vida le ocurra algo extraordinario".
Esta frase ha aparecido recientemente en mi camino, y ha hecho que se echen a un lado las cortinas que encubren la sala del recuerdo. Sé que estoy jugando con fuego, pero ninguna amenaza de este mundo evitará que te mencione, aunque sea de un modo ambiguo y solapado. Tengo capturada delante de mis ojos tu sonrisa de hace varias décadas y ahora escribiré con tinta lo que antes escribí con lágrimas.
Tú conociste la época en que Dios no era para mí ni chicha ni limoná. Más de una vez me viste dormido durante las misas, y te desesperabas cuando no era capaz de recordar lo que me habían enseñado en clase de catequesis. A ti te lo dije en confianza: ¡me aburro soberanamente, me duermo! Había, no obstante, algo bueno: una de las catequistas tenía un canario enjaulado y se lo traía de vez en cuando a las aulas parroquiales. Una tarde del mes de María el muy pícaro tenía la garganta llena de canciones y por su culpa no presté atención a la lectura de la parábola del hijo pródigo.
A mí me gustaba ir a catequesis en las tardes de otoño e invierno, no por las lecciones en sí, sino porque al final me esperabas a la salida para acompañarme a casa. Y entonces me preguntabas sobre Dios, y yo no sabía darte respuesta. Sólo inferí que Dios debía de ser alguien muy importante para que me preguntaras tanto por Él. Y me preguntabas tú, que eras para mí el único dios que en la inmediata aprendí a adorar.
Cuando llegó el tiempo de hacer la Primera Comunión, en las confesiones generales, yo hablé de mi tendencia a quedarme dormido en los templos (era el pecado más horrendo que se me ocurría al pronto), y el sacerdote se rió y me dijo que sin duda se debería a que estaría muy cansado; no me impuso penitencia alguna. Cuando te lo conté casi te me enfadas; me enfatizaste la necesidad de confesarme de verdad, y yo te respondí que la próxima vez que fuera al confesionario me inventaría un pecado extraordinario.
Te recuerdo bajo un manzano de la Sierra de Madrid, el día que me llevaste a conocer la nieve. Las ramas estaban cubiertas de flores blancas, pues ya era llegada la primavera, y aun así se podían ver en las vaguadas parches de una nieve esponjosa que soñaba con volverse arroyo. El frío viento que bajaba del pico del Peñalara trajo brasas a la blancura de tus mejillas. Y los guantes de lana se me empaparon por hacer tantas bolas de nieve.
Siempre me sacabas punta a los lápices porque las minas se iban al garete en cuanto lo intentaba yo. Una vez abrí tu cajón, y descubrí una pequeña colección de monedas; ganas me dieron de ir a comprarme un yo-yo con las mismas.
Y sí, yo te inspiraba compasión, porque pensabas que me iba a volver malo por no atender a mis rezos al acabar el día y por no ser demasiado aplicado en las cuestiones de Dios. ¿Y qué importaba? Dios no es como una cucharada de aceite de ricino que se haya de ingerir a la fuerza. Eran otros tiempos, y así te lo hicieron comprender y así me lo querías hacer comprender a mí también.
Acaso Dios se hubiera vuelto por un momento nieve esponjosa de primavera, cuando me empapó los guantes de lana. Acaso Dios estuviera más cerca de ti de lo que tú me querías hacer imaginar. Acaso me hubieses catequizado más hablándome de ti que repitiéndome incansable e infructuosamente lo que según el catecismo un jovencito de bien debía conocer.
Y así fue cómo olvidé toda esa palabrería vana... Pero nunca olvidé ese corazón que latía detrás de tu pecho, ese amor que sin razón alguna me dispensabas.
Nadie me quería demasiado, y de tu compasión floreció un sentimiento impresionante.
El jardinero de las nubes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario