martes, 12 de agosto de 2008

Jeremy


Jeremías era su nombre, pero todos los que le conocíamos le llamábamos "Jeremy". Apareció un buen día por la universidad, con su corta estatura, sus ojos castaños, una mochila de nylon azul y un libro en el hueco del brazo. Este último objeto me llamó especialmente la atención: era muy grueso, estaba encuadernado en tela verde y se titulaba "El manantial", de Ayn Rand.

Jeremy era un chico extraño donde los hubiera..., más que yo, que ya es decir. En clase intentaba tomar apuntes, pero nunca era capaz de completar la mitad de un folio. Y había desaliento en su mirada; no parecía sino que intuía que todo aquel mundo le venía grande. Se iba a la biblioteca y no leía más que de su libro. Empezó a conocer a gente de clase, y era muy cariñoso saludándonos... Pero nunca pudo reunir el valor suficiente para saludar a Virginia García de Yébenes.

Ella era una rubita adorable, y tenía los ojos castaños como Jeremy. Su mirada rebosaba simpatía y hasta eran adorables las gafas de montura de concha que utilizaba. Era muy inteligente, y su corte sólo la formaban los portentos de la clase. Jeremy y yo quedábamos, pues, al margen de los beneficios de su amistad.

Los dos pasábamos muchos ratos en la biblioteca. Yo me peleaba con los apuntes y libros de texto, mientras que Jeremy leía indolentemente su libro. Un día le pregunté el argumento del mismo y me respondió:

-Trata sobre la historia de Howard Roark, un estudiante de arquitectura a quien le echan de la universidad por no seguir al dedillo los programas académicos. Y se enamora de una joven que no está a su alcance y ahí me he quedado...

Entonces desvió su mirada al ventanal que daba a los lujuriantes jardines del campus universitario. Sus ojos se engrandecieron. Sentada en el césped, se veía a Virginia García de Yébenes, rodeada de su corte de cerebritos presuntuosos y guaperas. Jeremy estuvo observándola un buen rato. Luego ella se fue, y Jeremy tomó su lápiz, abrió el libro por la guarda y bosquejó un retrato muy logrado. Unos cabellos etéreos y saturados de brisa, una sonrisa hecha de perlas y unos ojos relucientes tras las gafas de montura de concha.

-La has clavado -no pude por menos de comentar.

Jeremy no respondió, cerró el libro y se quedó mirando al infinito. Nunca supe lo que había detrás de esos ojos castaños, pero no resultaba difícil imaginarlo.

Jeremy se hizo muy popular entre la gente de clase. El tiempo pasaba, Dios mío, y en ningún momento fue capaz de saludar a Virginia García de Yébenes. Sabía que ella comía en la cafetería de la facultad, y se venía conmigo a comer a un sotobosque cercano. Allí nuestra cortedad encontraba refugio. Pero en los ojos de Jeremy siempre estaba marcado el deseo de volar a la cafetería y hacerse acreedor de una de las sonrisas de Virginia García de Yébenes. Cuando el deseo le apremiaba demasiado, abría el libro y se quedaba mirando el dibujo de la guarda durante largo rato. Verdaderamente, no parecía tan difícil hacerse amigo de Virginia García de Yébenes..., pero ninguno de nosotros lo consiguió. Bueno, la verdad es que yo logré hablar con ella una sola vez, y Jeremy siempre me envidió esa dicha momentánea.

Los años fueron pasando. El césped del campus seguía igual de fragante y lozano, y Virginia García de Yébenes adquirió gran notoriedad en el mundillo académico. Sus labios se los disputaban las mejores mentes de la universidad, y creo entender la manía que tenía Jeremy de acercarse a la boca húmedos pétalos de rosa. Y en medio de tal delectación cerraba sus ojos y las aletas de su nariz se desplegaban al mismo tiempo. Tardaba en abrir los ojos y un nuevo pétalo de rosa venía en sustitución del que quedaba ajado. Al cabo, cuando su ensoñación finalizaba, su mirada se empequeñecía y no le quedaba otro consuelo que contemplar el dibujo de la guarda del libro.

Como ya he dicho, los años pasaron. Virginia García de Yébenes se hizo una eminencia de matrículas de honor, en tanto que Jeremy no consiguió pasar del primer curso.

Como quiera que gastó infructuosamente sus últimas convocatorias de examen, Jeremy se vio precisado a comparacer a una prueba de gracia con tribunal. Haciendo uso de una poco convencional sangre fría, a la primera pregunta les desgranó el argumento de "El manantial" a los patriarcas y matriarcas de la facultad. Acto seguido les mostró el dibujo de la guarda del libro y les expresó su deseo de encontrar un rostro semejante en un lugar tan hermoso como el "Monadnock valley" que aparecía descrito en la novela. Como era de esperar, le suspendieron y aun le dijeron que le hacían un gran favor al ponerle de relieve la pérdida de tiempo que estaba obrando en la universidad.

Me lo encontré camino del apeadero de tren que había en el campus. Me dijo que ya no iba a volver, que le habían suspendido definitivamente, que hacía algunos años vino con sólo un libro y ahora se marchaba con el mismo libro y un hermoso retrato de Virginia García de Yébenes en la guarda. Nunca podría hablar con ella, pero a lo menos se llevaba secuestrada su sonrisa para siempre.

Y es cierto que Jeremy se fue y que con su ida la universidad perdió más que lo que él perdió. Las nubes incendiadas de sol que se veían camino del apeadero del tren, le impusieron un galardón que nunca podrían igualar una tonelada de matrículas de honor.

El jardinero de las nubes.

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