Tome buena nota de lo que voy a contar, que no es otra cosa que la causa de mi actual infortunio:
Ocurrió en el lluvioso noviembre de 2006, en la tranquila y acogedora ciudad de Albacete. La madrugada estaba muy avanzada, y los cielos se veían tupidos de lluvia y tinieblas. Yo paseaba por la céntrica calle de Tesifonte Gallego. El viento enlutado transportaba a mi olfato fragancias de hojarasca y tierra mojada desde el cercano parque de Abelardo Sánchez. No se veía gente por las calles, y los automóviles pasaban con cuentagotas.
Llegado que hube a la confluencia con la calle Mayor, torcí a la derecha y enfilé la misma hasta el número 58, donde actualmente se levantan las modernas instalaciones de la Delegación Provincial de la Consejería de Industria de Castilla-La Mancha.
Medio siglo atrás, en esta misma dirección había un palacete que era conocido en la ciudad como "la casa de los fantasmas". Era propiedad de una misteriosa mujer perteneciente a la alta nobleza: Margarita Ruiz de Lihory y de La Bastida (1888-1968), marquesa de Villasante, baronesa de Alcahalí, duquesa de Valdeáguilas y vizcondesa de la Mosquera. Una mujer extraña y peculiar donde las hubiera: la primera estudiante de Derecho en España, modelo de pasarela, espía, miembro de los servicios secretos españoles durante la Guerra Civil, la primera mujer corresponsal de guerra del mundo y una de las primeras féminas que manejaba automóvil en España. También fue una amante impetuosa, que causó no pocos quebraderos de cabeza a Manuel Aznar, abuelo del ex-presidente José María Aznar, y que sedujo a Miguel Primo de Rivera, aparte de ser amiga personal del general Franco. Se casó con Richard Shelly, un empresario irlandés con el que concibió cuatro hijos: José María, Juan, Luis y Margot.
El palacete del número 58 de la calle Mayor cobró mala fama por las actividades ocultistas que se rumoreaba la marquesa prácticaba en los sótanos de dicho inmueble: tenebrosas ceremonias satánicas, muros con extraños símbolos, habitaciones forradas con telas rojas, animales despellejados colgados de garfios y otros en el interior de ollas con abominables mejunjes, cabezas y calaveras de perros por doquier... En esos reinos subterráneos pasaba sus horas Margarita Ruiz de Lihory.
Las cosas fueron más lejos: la marquesa llegó a tener recogidos en su palacete a dos miembros del Schutzstaefel (las SS alemanas) escapados de los juicios de Nüremberg. Años más tarde se supo que eran dos médicos que adquieron gran fama por realizar investigaciones con cobayas humanos en los campos de exterminio nazis. Eran los doctores Schmidt y Framrenberg. Tenían apariencia albina, y en el Albacete de hace medio siglo se ganaron una siniestra fama por caminar por las calles de madrugada, enfundados en unos inquietantes trajes blancos. Luego se supo que en los sótanos del palacete llevaban a cabo experimentos destinados a desarrollar armas bacteriológicas.
Sea como fuere, Margot Shelly, la hija de la marquesa, falleció en 1954 a causa de una enfermedad desconocida, acaso atribuida a los experimentos de los perversos doctores. Por medio de una denuncia interpuesta por Luis Shelly, otro hijo de la marquesa, el cadáver de Margot fue exhumado y se destapó un hecho horroroso: le habían seccionado la mano derecha, al igual que los globos oculares, y le habían rasurado parte del vello púbico. La mano fue encontrada en el palacete, metida dentro de una lechera de latón. A lo que parece, la marquesa quería prácticar un macabro ritual para devolver la vida a su hija, y para eso precisaba ciertas partes de su cuerpo.
Para más intríngulis, en los años setenta del pasado siglo se llegó a afirmar que los médicos nazis refugiados en el palacete no eran tales, sino unos extraterrestes procedentes de un planeta llamado Ummo, situado a 14,6 años luz de la Tierra.
Pues bien, ese palacete quedó investido de un halo de malignidad. Hablaban que estando deshabitado en épocas recientes, se veían ciertas sombras en las ventanas y que de vez en vez se escuchaban sonidos espeluznantes procedentes del interior del inmueble. Lo derribaron con los años, y edificaron un bloque de viviendas. Quienes habitaron allí tuvieron que acabar marchándose, pues muchos contraían enfermedades extrañas y eran testigos de fenómenos paranormales. Al final, la Consejería de Industria de Castilla-La Mancha se hizo cargo del edificio.
Hasta ese lugar me condujeron mis pasos, esa fría y húmeda noche de noviembre de 2006. Mi vista se clavó en los ventanales, queriendo ser testigo de lo inexplicable. Un vendaval de lluvia difuminaba los resplandores de las inmediatas farolas. La peatonal calle Mayor tenía un aspecto tétrico, cuando durante el día bullía de animación con sus múltiples tiendas y bares.
Al ver que el temporal arreciaba, di la vuelta a mis pasos y por propio impulso me encaminé hacía el Pasaje de Lodares, que comunica la calle Mayor con la calle del Tinte.
Asombrosamente, los portalones aparecían abiertos a esas horas intempestivas. Me metí dentro sin vacilar. Es un sitio agradable, de gruesas columnas de piedra lustrosa, tiendas de lencería de estampa decimonónica, bonitos faroles y balcones adornados con plantas trepadoras. La lluvia no llegaba allí porque el pasaje está techado con una hermosa y extensa claraboya de vidrios emplomados. El recinto me trae a la memoria el encanto de la Galleria Vittorio Enmanuele II de Milán y el de la Galleria Umberto I de Nápoles.
La lluvia crepitaba en la claraboya del techo. Me senté al resguardo de dos columnas, esperando a que escampara. Durante el día, el Pasaje de Lodares es uno de los rincones más encantadores que conozco. Pero ahora, con la escasez de luz, movía a escalofríos. Mis ojos se posaron involuntariamente en las gárgolas que cubrían los muros a intervalos regulares; eran sobrecogedoras, como diablos recién escapados de los infiernos. Tanto era el pánico que su vista me generaba, que decidí marcharme de allí, pese a las inclemencias atmosféricas.
De repente, cuando me dirigía hacia el portalón de la calle Mayor, me di de manos a boca con una presencia que me dejó la respiración en suspenso... Se trataba de una mujer embozada con una capa de otros tiempos, una mujer de porte cimbreño, cuyos ojos fulguraban con un resplandor verde que se diría ultraterreno.
Conseguí reaccionar, y volví sobre mis pasos para salir por el portalón de la calle del Tinte. Pero hete aquí que vi a dos hombres vestidos con unos trajes de un blanco chillón. Tenían la piel de tono albino y sus ojos acusaban destellos rojizos.
Me detuve en el promedio del pasaje. El terror me sacudía el alma. Observé con espanto que tanto la mujer como los hombres acudían a mi encuentro; se deslizaban sin hacer ruido sobre las losas del suelo. Sentí mi frente perlada por un sudor gélido... Ya los tenía aquí mismo.
De súbito, sobrevino un apagón y me sentí rodeado por la más absoluta oscuridad. Noté que mi cuerpo me fallaba, y antes de caer desmayado solté el grito más agudo que jamás ha salido por mis labios. Luego mis pensamientos se vieron amordazados por las sombras...
Me encontraron a la mañana siguiente tumbado en las losas del Pasaje de Lodares. Me habían amputado los brazos y las piernas; por eso necesito del auxilio de usted para escribir estos hechos. Los muñones aparecieron perfectamente cauterizados y vendados, como si un médico experto me hubiera asistido. ¡Oh, el terror de la noche me visitó!
Y fíjese, poco después, leyendo un número atrasado de "La Tribuna de Albacete", me enteré de que esa misma mañana, en el cementerio de Albacete, había aparecido abierto y desocupado el nicho que acogía los restos de Margarita Ruiz de Lihory, la enigmática marquesa de Villasante.
El jardinero de las nubes.
1 comentario:
muy bien narrado con final espeluznante, yo misma he hecho mis investigaciones acerca de la marquesa y es un caso real verdaderamente estremecedor, sin duda es buena musa de las historias oscuras. :)
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