"El estilo es como las uñas: es más fácil tenerlo brillante que limpio".
Este aserto se puede aplicar al mundo del Ejército, habida cuenta de que en los desfiles y paradas militares siempre queda patente el lado más amable de la institución castrense, pero, como en todo, siempre hay distintos matices.
Tenía yo veinticuatro años cuando fui llamado a filas, tras agotar mis prórrogas por estudios. Con mis sentimientos cristianos a cuestas, hubo cosas que me chocaron realmente, mientras que otras me valieron de mucho. Permíteme que te refiera algunas.
Yo cumplí el servicio militar en un cuartel pequeño de Madrid, cuyos efectivos apenas si sumaban las cien personas. Dicho cuartel había sido azotado por el horror de los atentados de ETA, y la primera cosa que vi allí al entrar fue una enorme corona de laurel en homenaje a las víctimas caídas. Daba miedo verdadero.
Había una discreta plantilla de suboficiales chusqueros, algunos de los cuales empinaban bien el codo en horas de servicio, jugaban a los dados y en algún caso se llegó al extremo de ver una película pornográfica. Los oficiales, por su parte, no estaban más que en simplezas y en luchas intestinas e inútiles. El páter castrense obligaba a todos los soldados, fueran o no creyentes, a escuchar sus absurdos y aburridos sermones, porque de lo contrario ya lo tenías amenazando con arrestos y demás sanciones; una vez le hice un comentario bíblico y me mandó callar, aduciendo que él sabía de lo que hablaba porque estaba más cerca de Dios que yo (talmente era de esos hombres que cuela un mosquito y se traga un camello). Los responsables de la cocina cometían latrocinio, y encima tenían la desfachatez de admitirlo con soberbia delante de los soldados. En las guardias nocturnas y de fin de semana, hubo un suboficial que hacía entrar a su amante en el cuartel sin el menor recato.
Quiero hablarte de la única vez que sufrí arresto... Pese a la mala fama que tenía la mili en el aspecto de la alimentación, te puedo asegurar que en mi vida he comido mejor y con tanta abundancia. El problema era que se desaprovechaba mucho e iban a parar a la basura ingentes cantidades de alimentos. Los alimentos son sagrados, y no deberían desperdiciarse de esa forma en un mundo donde se pasa hambre. Sin ir más lejos, había pobres pidiendo en las calles que rodeaban el cuartel, y se me ocurrió llevarles a hurtadillas algunos de los alimentos que nos sobraban. ¡Qué contentos se pusieron, qué bien me sentí! Durante varios días repetí esta operación, hasta que uno de los oficiales me sorprendió con las manos en la masa (nunca mejor dicho). No atendió a los razonables argumentos que le expuse, y me arrestó cuatro días por hacer uso inapropiado del uniforme. Un compañero me dijo que los indigentes, entretanto, me andaban buscando afanosamente. Cuando me levantaron el arresto, utilicé la ventana del edificio de la lavandería para seguir con la distribución de los alimentos; allí nos encontrábamos a salvo de toda mirada indiscreta, pues la lavandería daba a un callejón angosto y solitario.
Quiero hablarte también de Harinero, un muchacho de El Toboso, apasionado por la horticultura y la ganadería. Muchos de los soldados de su promoción le gastaban bromas pesadas, y él no se arredraba; antes al contrario, hacía lo posible por zaherirles (por ejemplo, les toreaba con una manta). Por lo demás, era una persona magnífica que siempre que podía se daba un buen atracón de lectura con sus libros de horticultura.
¿Y el amigo "Vallecas"? Le aburría soberanamente hacer guardias de puerta, y siempre estaba soltando comentarios chuscos a los viandantes y piropeando a las chicas de buen ver. Había un salón de mormones cerca del cuartel, y una tarde me consultó sobre algo que pudiera decirle a los mormones, pues sabía que yo estaba muy puesto en la Biblia. "Diles que somos ovejas sin pastor", le respondí. Dicho y hecho: cuando pasaban los mormones les enjaretaba con su habla medio gangosa: "¡Somos ovejas sin pastor!". Al principio los mormones se lo creyeron, e incluso llegaron a invitarnos a pegarnos un chapuzón en su piscina; pero enseguida se dieron cuenta de la guasa del amigo Vallecas, y, cuando les venía con la cantinela, le contestaban con acento humorístico: "¡Ay, la pobre ovejita sin pastor!".
Por último, te hablaré de Alberto, el cantinero mañico. Tenía una pinta de niño que no podía con ella, aunque ya debería de haber cumplido los diecinueve años; no le hacía falta afeitarse siquiera. A mí me cogió mucho cariño, y siempre me andaba buscando para soltar una parrafada. Como tenía acceso al almacén de la cantina, en cuanto podía me invitaba a tomar un refresco y unas patatas fritas. Y me contaba que a los oficiales y suboficiales que peor nos trataban, les echaba un escupitajo en el café. Le encantaban las golosinas, y un domingo de verano esta afición le costó cara. Me lo encontré llorando en su litera, contoneándose de un lado para otro, aquejado de un terrible dolor de muelas. Llamaba a su madre en medio de su sufrimiento, pero su madre estaba a unos buenos centenares de kilómetros del cuartel. Entonces le dije que había que avisar al suboficial de guardia para que ordenara el traslado del enfermo a la policlínica. Pero Alberto se negó en redondo, pues, argumentaba, ese día el suboficial estaba en su camareta con la querida de turno, y temía que se enfadara con él por interrumpirle en mitad de sus "quehaceres". Y el dolor de muelas recrudeciéndole a cada tanto...
Tomé por mi cuenta y riesgo la decisión de advertir al suboficial sobre el estado de Alberto. Se trataba de un hombre que era conocido por sus gestos de sadismo, y nadie podía quitarme el canguelo que llevaba mientras me dirigía a la camareta de guardia. Antes de llegar allí, ya me era dable oír una serie de gemidos pasionales. Golpeé con los nudillos el marco de la puerta, los gemidos cesaron y medio minuto después me encaraba con el furioso suboficial. Sin pararme en preámbulos, le expliqué el problema de Alberto. La faz se le demudó y los ojos se le pusieron tiernos. De inmediato, me pidió que le llevara adonde estaba Alberto. Se portó dulcemente con él, y, desde luego, dispuso su traslado a la policlínica.
Yo me sentía atónito: la bondad había despuntado en un alma que se nos antojaba perversa. Pero el suboficial no hizo comentarios: regresó a paso quedo a la camareta, y poco después se reanudaba el concierto de gemidos.
Bueno, ya sabes que aun en un entorno tan hostil como un cuartel del Ejército, era posible dar salida a los sentimientos cristianos. Extraña época: me era muy fácil odiar a los que nos trataban sin respeto, pero aprendí también a ayudar y a ser ayudado... Pude encontrar orden en el caos.
Después de todo, la mili no fue una pérdida de tiempo.
El jardinero de las nubes.
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