lunes, 11 de agosto de 2008

Las flores de Cherburgo


Hacía más de un año que nadie entraba a comprar flores a su sombría tienda. Su pequeña floristería de la rue Matignon. Todas las mañanas pulverizaba las hambrientas corolas con fino aljófar de lluvia.

El mar lloraba a las nubes, y las nubes barnizaban con su llanto los adoquines del puerto de Cherburgo. Los paraguas crecían en las aceras como setas en una pradera empapada por los chubascos de marzo.

Sus flores estaban solas como la luna en el corazón de la lluvia, solas como la mariposa que revolotea en el muladar. Sus flores estaban solas porque ella se encontraba sola. El sol tenía pereza de asomar a los bajos de la rue Matignon. Callecita próxima al puerto, tan estrecha, tan solitaria. El color de los ojos de ella se había esfumado entre nubes de melancolía, como la sombra de una nube que se pierde bajo la hierba crecida en un jardín abandonado. Sus ojos estaban húmedos de la humedad de sus flores, en aquella calle oscura e ignorada de los arrabales del puerto de Cherburgo. Las lágrimas de lluvia no bastaban a alimentarlas; en aquella penumbra acabarían poniéndose mustias. Las flores se morían, y la tristeza convertiría la tienda de ella en una vaguada en otoño.

Pasó a la trastienda, y vio su guitarra de miel y naranja. Su vieja guitarra metida en la vieja funda ajedrezada de cuadros verdes y blancos. Afinó las cuerdas olvidadas, y quiso tocar una melodía de despedida para las flores que se morían en las sombras de la rue Matignon.

Las cuerdas sonaron, y la lluvia dejó de barnizar los adoquines del puerto de Cherburgo. Las nubes fueron barridas por un húmedo suspiro de la primavera. Los paraguas fueron cerrados. El sol se encaramó a las alturas de la rue Matignon para indagar la procedencia de esos dulces acordes de guitarra. El sol atravesó el polvo del viejo escaparate, y las flores se contagiaron de vida.

Ella seguía tocando la guitarra, y vinieron de todas partes a comprar las flores. En los balcones y las avenidas de Cherburgo, las flores de la rue Matignon bebieron la luz del sol, una luz que tenía sabor a música de guitarra.

Ella quedó sola en su pequeña tienda. Siguió tocando la guitarra, y enseñó a las nubes a soltar flores en lugar de lágrimas.

El jardinero de las nubes.

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